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¡Salvad al 'librodocus'!

Ya van quedando pocos especímenes vivos y coleando de librodocus, ese raro solípedo librívoro del diluvio electrónico, u "hombre de cultura, último superviviente de la prehistoria, destinado a la extinción" en su lucha desigual contra la masscult, de que habla Eco. De cuando en cuando se encuentra uno a un ejemplar en el autobús tan absorto en la lectura de un libro que se pasa de parada. Una vez en tierra, deambula torpemente por las arriscadas sendas de la jungla de asfalto, sin respetar el orden sacrosanto posdaltónico de la civilización-semáforo, enfrascado como va en su secreto diálogo con el autor del libro que lleva entre manos, indiferente a la befa y mofa del peatón medio, al rugido selvático de los cláxones y a la huella de perro que pisan sus zapatos. Su figura extemporánea se sale aún más por la tangente del espacio-tiempo cuando por azar se cruza en un paso de cebra con un audividuo, ese mutante rodante de la fauna posmoderna que circula con las orejeras puestas, ligero de patines y de cascos, extasiado por la recóndita armonía de un conjunto músico-vocal que acomete el "ayatola, no me toques la pirola".Si seguís a uno de estos librosaurios hasta su guarida en la linde de la selva de hormigón desalmado, lo hallaréis reclinado sobre un mamotreto puesto de espaldas sobre su mesa de trabajo, en plena lucha cultural grecorromana de los pesos pesados, o pluma en ristre (porque a batalla de razón, campo de pluma) ante una resma de folios, rodeado de libros. Miles de libros que cubren las paredes, sin resquicio ni tronera audiovisual (salvo alguna concesión a Beethoven y Goya, dos divinos aislados del mundanal ruido), cual sacos terreros contra la agresión que viene del espacio, de los audiotas y videotas, que le tienen rodeado y tiran con onda de potencia aterradora (el miedo es el mensaje audivideota).

Necesita tranquilidad, pues le quedan millones de páginas que devorar y miles para regurgitar una vez bien rumiadas, y no tiene tiempo que perder. Por eso, como se decía Ramón en una de sus cartas asimismadas, ni sube ni baja, ni entra ni asiste: a las recepciones oficiales al mundo de la cultura consagrada; actos de lanzamiento de libros y autores que llegarán lejos, porque no pesan casi nada; banquetes de homenaje a algún mecenas o de entrega de premios literarios con pasaporte falso hacia la fama. Tampoco aceptaría (en el dudoso caso de que le invitaran) tomarse una semana de descanso intelectual a todo tren, participando en algún seminario, curso de verano o congreso junto a una playa; ni busca (él, que aburre a un muerto) enchufarse de animador sociocultural (para eso están los pinchadiscos, los presentadores de televisión y los concejales de cultura de los ayuntamientos) ni de asesor de ministerio o de pregonero de juegos florales y festejos.

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No sabe, ni le falta, trepar por las lianas del lucro y de la fama, y prefiere quedarse como estaba, de oscuro profesor, pequeño funcionarío o modesto cargo subalterno cajaliano (aunque, como a don Santiago, no le guste que sus alumnos o compañeros de negociado le llamen chiflado, bicho raro o, en expresión más moderna, libromóvil), y le llega con su sueldo. Y es que basta a su sustento una mesa de paz bien abastada, y el resto se lo gasta en libros, pues no frecuenta los restaurantes de menús largos ni estrechos, se viste tan sobriamente: como vive y bebe (su único vicio conocido consiste en merendar chocolate con suizo en un café: antiguo, y se pone perdida la camisa blanca), no va de copas por los pubs ni tiene que pagar cadena estereofónica, vídeo y coche. Además, de tarde en tarde consigue publicar un libro (hacerlo le cuesta sangre) de nulo éxito, pues no frecuenta a los críticos y no es de esos de rabiosa actualidad que se montan con artículos periodísticos ligeros, ensartados como churros en el junco de un título con garra y un prólogo no menos. No, su libro es de los otros, erudito e inactual, cuyo título comienza por Introducción al estudio..., Algunas consideraciones acerca..., Anotaciones críticas..., Aportación a la historia...; o una novela densa e indigesta; o un tomo de versos hermético y

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hermenéutico, destinado de antemano, según prescribe el arte poética horaciana, a que lo conserve el bruñido ciprés y lo perfume el jugo de cedro contra la polilla y la carcoma del almacén del librero. Para terminar con el boceto de este resto todavía no fosilizado de la Edad del Plomo, en plena edad de oro, añadiremos que tampoco gasta en vistosos equipos deportivos, pues sus deportes preferidos son el descenso a los infiernos con Virgilio, el montañismo en cordada con Hans Castorp, la equitación con Don Quijote, el footing urbano con Leopoldo Bloom, el jogging por la avenida de las Acacias, du cóté de chez Swan, y el buceo por los archivos, bibliotecas y librerías de viejo.

Así es el librodocus. Ratón de biblioteca, roedor incansable de páginas impresas, su alimento básico, contra el viento y la marea de los tiempos, es el libro, su más poderoso reconstituyente intelectual transmisible mente a mente en la intimidad crítica, árbol de la ciencia de hoja perenne eternamente verde, revulsivo de la imaginación, pozo de sabiduría siempre fresco. Y ante la amenaza de liquidación del valor de la tradición en la herencia cultural, a favor de las imágenes movedizas que borran las huellas del pasado, según la visión preapocalíptica de Benjamin, actualizada por Baudrillard para la posmodernidad (lo que nuestro nuevo destino borra son las mismas huellas de nuestro paso por la historia en el tiempo sin memoria del evento inconsecuente y la estrategia patafísica fatal), nuestro libresco animal parece haber decidido, como el genio de Pessoa ante la crisis de la literatura, convertirse, él sólo, en una literatura. Y se empeña y embreña en poner a salvo, en esa suerte de cuarta dimensión que es la memoria sistemática, la herencia literaria de la humanidad.

Librepensador que no se entregó con armas y bagajes intelectuales al culto audiovisual de los iconos persuasivos; gozador barthesiano del abismo creativo literario; buscador rilkeano de esencias ocultas en la profundidad especular de los espejos tipográficos; Funes memorioso borgesiano; ángel omnisciente mercuriano de Swedenborg; conde Ugolino devorador de ideas más que de cráneos; hombre ilustrado bradburyano encarnado de Hamlet, Ulrich, Emma Bovary, RaskoInikov y Fausto, para salvarlos de la pira de los media y de los futuros bomberos incendiarios...

Ya que no está aquí el "amigo de los animales", uno se atrevería a alertar a las buenas conciencias gobernantes sobre la conveniencia social de proteger a esa subespecie, eslabón perdible en la involución antinatural del homo sapiens, para preservar en lo posible un mínimo equilibrio zoocultural en la lucha por la vida entre la maleza de antenas colectivas. Se podría, por ejemplo, habilitar una reserva salvaje para librodocus en los zoológicos, junto a los osos panda, para gozo de grandes y chicos y ver si se reproducen en cautividad. 0 instalar para ellos, distribuidos por el bosque hertziano, nidos del Icona a su tamaño, con el recado de escribir y las paredes revestidas interiormente con libros bellamente encuadernados, respondiendo a la plegaria de Truman Capote en las últimas palabras de su testamento literario. O, mejor, ya que el nicho ecológico de este animal de paleocerebro reptiliano son las bibliotecas públicas; las librerías, sus abrevaderos, y los libros, su pienso (luego existo), habría que declarar esa zona de la cultura amenazada parque natural y proteger la producción libresca, fomentar su consumo público y privado, y su lectura desde la escuela. El dinero necesario se podría sustraer, en parte, de los presupuestos oficiales dedicados a la movida cultural de charanga y pandereta; y lo que faltase, pedirlo al Chase Manhattan Bank o sacarlo de algún fondo de reptiles. Antediluvianos, claro.

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