Marchenko
La noticia de la muerte del disidente soviético Valeri Marchenko en el hospital penitenciario de Leningrado, como consecuencia de una dolencia renal, ha pasado con poca pena y ninguna gloria por los cielos informativos de España. La información de Reuter califica a Marchenko de periodista y defensor de los derechos humanos, calidades a todas luces insuficientes para que a uno le metan en la cárcel en un país democrático. Se añade que fue condenado en marzo a 10 años en un campo de trabajo por propaganda antisoviética.El caso Marchenko ha despertado una curiosidad que nunca he perdido sobre la naturaleza de la disidencia en la URSS. Los datos más fiables sobre la represión política en la URSS, los de Amnistía Internacional, apenas si conmueven a la opinión pública, insensibilizada por los bombardeos informativos de injusticias y catástrofes. Produce la impresión de que las arbitrariedades del poder soviético se cometen a cuenta de las que pueda cometer el otro bloque, y viceversa. Saber más, ¿qué importancia tiene? Basta la escueta información de que un hombre de 37 años fue condenado a 10 años de cárcel por propaganda antisoviética y ha cometido la torpeza de morirse de una dolencia renal en un hospital de Leningrado.
¿Lo veis? Dirán los anticomunistas. Les parecerá un ruido inútil a los devotos de la inmaculada concepción soviética. Les ratificará en su impresión de que en todas partes cuecen habas a los partidarios de la sopa de habas. Marchenko es un dato que deja las cosas como estaban, dentro de ese limbo histórico en el que vivimos los que estamos alejados de las trincheras sangrientas de la historia. Yo quiero saber quién era Marchenko. Quiero saber qué bárbaras actividades antisoviéticas cometió para ser condenado a 10 años en un campo de trabajo, o qué barbaridad antidemocrática cometió un Estado soberano al condenarlo. Y al hacerlo reivindico el derecho que nos asiste a violar la soberanía de la crueldad allí donde se dé. El valor de lo humano es una convención cultural que suele tener mala suerte jurídica. Por eso conviene defenderlo con la impertinencia del sentimiento.
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