Los picadores miden la arena
Plaza de Las Ventas. 7 de octubre.Novillos de Gabríel Hernández, con gran trapío, mansos, broncos, poderosos.
Manuel de Paz. Lesionado por el primero. Jorge Manrique. Cuatro pinchazos y estocada delantera (silencio). Estocada baja atravesada (división cuando saluda). Cinco pinchazos, media y cuatro descabellos (silencio). El Sevillano. Pinchazo y estocada corta (división cuando saluda). Dos pinchazos y estocada corta (división cuando saluda). Pinchazo, bajonazo pescuecero, tres pinchazos más y media (palmas).
Parte facultativo. Manuel de Paz sufre traumatismo craneoencefálico con síndrome febril y vómitos. Pronóstico reservado.
Los picadores de ayer en Las Ventas midieron varias veces la arena. A costalada limpia vengaban los novillos fortachones esos puyazos traseros que les han estado pegando a sus hermanos durante toda la temporada. Un torero, Manuel de Paz, también sufrió en su físico la dureza de la novillada. El primero le derribó en un acosón y quedó fuera de combate.Se hablaba de que Manuel de Paz había salido a torear con fiebre. No dió esa sensación cuando embarcaba por redondos, que es diestro de buen corte y gitanería. El novillo tenía aspereza y tendencia a la huída, lo que obligó a cambiar de terrenos, y en los nuevos ocurrió el topetazo.
Todos los novillos tenían fachada de toros y en cuanto a poder ponían en ridículo a sus mayores, pues soportaban más puyazos y derribaban más caballos que la mayor parte de los toros que han salido a esta arena durante el año. Y no se caían. Se caían los caballos. Los novillos les pegaban unos zarandeos terribles o les lanzaban al aire haciéndoles dar volteretas en el vacío; y los picadores caían reunidos o no, frecuentemente de cabeza. Era la guerra. Naturalmente, cómo el toreo es arte, apetecía ver también que los diestros ejecutaran lances de filigrana. Pero como, a su vez, es fiesta brava, el espectáculo se argumentaba con la pelea de los novillos, que enseñoreaban su presencia. y su bronquedad sobre los escasos recursos de los novilleros.
Bastante hicieron los que quedaron en el ruedo, Jorge Manrique y El Sevillano, con pasaportarlos sin percances. Y no es que se limitaran a salir del paso, pues hasta porfiaban para intentar el toreo en redondo y al natural, aguantando violentos acosones o el desaire de las huídas hacia tablas con que liquidaban las fieras su bravuconería. La lidia se convertía frecuentemente en un caos de carreras y capotazos inútiles, que desesperaba a la afición, la cual habría querido verla protagonizada por lidiadores expertos. La lidia del toro duro y manso, llevada con técnica, tiene un interés de primer orden. No fue ese el caso, evidentemente.
Hubo pasajes de la corrida que repetían las añejas estampas de la época clásica del toreo. El quinto de la tarde tenía el comportamiento de aquellos marrajos de principio de siglo, que se aculaban en tablas y sólo se les podía ahormar muleteándoles de pitón a pitón.El sexto, salpicao, cornalón delantero, serio y badanudo, emergiendo de su propia sombra bajo los cambiantes destellos de la luz artificial en tanto el viento helado le barría el erizado pelo del invierno, aún hacía más estampa de asolerada tauromaquia. Y el torero la complementaba, intentando salvar las astas para meter la espada por donde pudiera, con un peón a su derecha, dispuesto al quite. Demasiada corrida fue para novilleros que aún están en sus primeras lecciones. En muchos festejos de feria con espadas de tronío habrán toreado género más chico, más pastueño, más flojo también, lo cual no deja de ser una grave injusticia.
Puesta a elegir, la afición prefiere el toro de ayer en Las Ventas -aparte su bronquedad- que el otro. Y propone que los toreros tengan el valor y los conocimientos técnicos necesarios para lidiarlo con las máximas posibilidades de éxito. Los picadores echarían de menos "el otro", ese al que miden el castigo desde la impunidad de su cabalgadura acorazada, mediante un puyacito leve y a levantar la vara.
Pero la fiesta de toros no puede ser así, a no ser que ella misma busque su autodestrucción. La fiesta de toros es emoción, a despecho de que los picadores puedan medir la arena tras aterrizar en ella por la parte del castoreño; es riesgo; es dominio de la ciencia taurómaca sobre la fuerza del animal. Y es arte, por supuesto que es arte, cuando aceptado el riesgo y dominada la fiereza del toro, el torero engrandece la lidia con el genio de su creatividad. Eso faltó ayer en Las Ventas, desde luego; pero sólo eso faltó.
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