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Juan Pablo II, 'un nuevo Moisés'

Juan Arias

El reciente viaje de Juan Pablo II a Canadá ha revelado, quizá mejor que ninguno de los anteriores, el alma wojtyliana, el proyecto del primer Pontífice polaco de la historia. En este sentido la peregrinación canadiense ha sido una sorpresa. El Papa, en efecto, más que enfrentarse con los problemas concretos de una iglesia inquieta y secularizada, como es la canadiense, ha soslayado esta cuestión para presentarse ante el mundo, desde aquellas inmensas praderas, desde aquellos lagos fantásticos y ríos gigantescos, como un nuevo Moisés que siente la vocación urgente de liberar a su pueblo, al mundo moderno, de la esclavitud en que le ha sumido el materialismo histórico, del que ha dicho que "aplasta y destruye" a la sociedad moderna y que nada le pertenece de lo que existe en el mundo de "humano y de heroico".

El diario italiano La Repubblica ha subrayado que en este viaje el Papa ha hablado más de Dios que de Jesucristo. Y en realidad la mayoría de sus citas evangélicas han sido del Antiguo Testamento, sobre todo de los libros de Isaías y de los Salmos, y ha evocado varias veces la imponente figura de Moisés, de quien afirmó que "Dios se le había revelado para confiarle la misión de sacar a Israel de la esclavitud de los faraones de Egipto".Así se ha presentado el papa Wojtyla al mundo desde Canadá: como investido de una misión profética que le ha impulsado a manifestar reiteradas veces que se dirigía "a todos los pueblos de la tierra", llegando casi, en una proyección psicológica, a identificarse incluso con el profeta Jesús de Nazaret en el famoso Sermón de la montaña. Baste recordar las palabras de Juan Pablo II en su último discurso desde Ottawa, cuando gritó mientras el viento le despeinaba y agitaba sugestivamente sus vestiduras sagradas: "Escuchadme todos los pobres del mundo, escuchadme todos los que en la tierra tenéis hambre y sed de justicia".

'Santa cruzada'

Y en ambientes polacos, cercanos al Papa, no se excluye que -en realidad Juan Pablo II haya podido recibir últimamente una especie de revelación sobrenatural que le empuja a no perder tiempo, a convertir en su púlpito los grandes espacios de la tierra para lanzar el santo desafío de "volver a poner a Dios en el centro de la historia".Se siente como empujado a una especie de santa cruzada en medio de un mundo que el papa Wojtyla ve en clave de luz y tinieblas: mundo del pecado y mundo de la salvación.

Para él, en vísperas del tercer milenio, fecha que ha recordado frecuentemente en este viaje, no ve más alternativa a la salvación de la humanidad que una vuelta al Evangelio, al humanismo fundado en Dios. Quiere luchar para "volver a consagrar el mundo a Cristo". De ahí su grito lanzado en Terranova para que Dios "no se quede a la puerta de las escuelas". De ahí su miedo de que la revolución tecnológica se desarrolle "como enemiga del Evangelio", e, incluso, sus durísimas denuncias de tipo social invocando el juicio de Dios, y la condena "contra los pueblos ricos del Norte que oprimen a los pobres del Sur".

La misión más alta

De ahí su desafío cuando dijo: "Quien cree en el Evangelio no tiene miedo a ningún peligro". Por eso le interesa cada vez menos presentarse como jefe de Estado. Su misión la siente más alta. Se siente como la única voz crítica del mundo de hoy capaz de agitar las conciencias.Su gran carisma le facilita estas proyecciones bíblicas, viendo a millones de personas que quieren tocarle, que corren para aplaudirle, que lloran implorantes a su paso, que compran a 1.000 dólares (unas 170.000 pesetas) una rosa tocada por él.

Un comentarista italiano ha recordado que en este viaje, en el que el Papa se había identificado con Moisés, no podía dejar de dolerle el pensar que mientras el profeta del Antiguo Testamento "había abierto con su mano las aguas del mar Rojo, Wojtyla no había conseguido disipar la niebla de Fort Simpson". Y concluía diciendo: "Dios sabe hacer sufrir también a sus profetas".

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