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De la sociología institucional a la sociología del deseo

Ya no basta hablar de crisis de la sociología, de una crisis crónica (Merton), de desconcierto (Aron), de lucha de todos contra todos, en el momento de definirla (Bourdon). Lo que pasa es más grave. Desde los sesenta, la sociología está cayendo en un descrédito creciente y su voz resulta inane en medio del ruido rock, de la balada triste del folk, de la lluvia ácida y del grito (racional) de los payasos tanáticos que nos gobiernan.El sociólogo, nuevo arlequín sirviendo a dos amos (academia y poder), que luego resultan ser de la misma familia, provoca, cuando interviene, todo lo más una sonrisa condescendiente y, en ocasiones, un sentimiento de pena ante el desperdicio de tanto dinero y habilidad, que a veces la hay, mientras la sociodevoración prosigue irreversible a espaldas del sistema.

La máquina social gira rápida, se autotritura, acumula incoherencias, y nuestra civilización -¿por qué tan hermoso nombre?- puede caracterizarse de kjeokken-moedding, un depósito de residuos, de conchas vacías, de ritos sin sentido, de palabras sin cosa; y es claro que, ante una avalancha de detritus, el sociólogo institucional se sienta desbordado. Como los textos sagrados (Durkheim-Parsons, sobre todo) ya no sirven, monta nuevas estrategias, por aquello del conocido apego a la vida. Y ya que los terapeutas sociales en nómina no tienen respuesta, se recurre a medidas de urgencia, al salvamento in extremis por la semiótica, que es invento que viene de otras nóminas, pero que promete gran ayuda. Aunque las cosas estén revueltas, se piensa, que mientras cada una tenga su signo, algo se podrá hacer y el negocio se mantendrá en pie. Umberto Eco, arlequín bien italiano, se diría veneciano, desde el proscenio asegura con optimismo la universal salvación en el hermano signo: desde el hombre al hambre, desde el sexo a la norma. Aunque todo se hunda, quedará el nombre de la rosa y permanecerá el jardín de los nombres, para que paseen por él los nombres de paseantes inexistentes, que a su vez puedan oler el nombre de un perfume nunca exhalado por la rosa.

No es extraño que la aventura semiótica de la sociología comience a perder terreno. Y ahí está la cibernética y la informática, con sus hermanitas menores la teoría de la información y comunicación. El clan enseña que es posible encontrar un nexo lógico entre cualquier dato, y lo mismo entre cualquier conducta. La dispersión resulta vencida por la fuerza del programa, y la información, organizada como capital acumulado (Touraine). Los pequeños cachivaches informáticos quedan convertidos en talismanes de una realidad reestructurada. Wiener vengando a Newton.

Pero nada de esto parece plasmarse, y la entropía crece. Las máquinas informáticas, cuanto más perfectas, más lejanas parecen estar de esa fórmula final, que explicaría todo el universo, incluyendo al propio coordinador. Es posible que la irresponsabilidad de las máquinas, que una vez más son meros espejos de la lógica inconsciente del programador, sean sustituidas por una nueva manipulación. Es algo que se hizo siempre a la chita callando y que ahora. se hace ya sistemáticamente. Domesticar el deseo, para lo que se le niega originalidad antropológica, convirtiéndolo en subversión, en antipoder, en política. El primer paso consiste, como es natural,

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Luis Martín Santos es profesor de Sociología del Conocimiento en la Universidad Complutense.

De la sociología institucional a la sociología del deseo

Viene de la página 9 en sostener la polaridad entre el poder y el deseo, con lo que el espacio del deseo quedaría acotado fuera del ser (ser y poder tienen una relación intrínseca. Trías) y convertido en negación y no-ser. Afirmar el no-ser del deseo permite acusar a la sociología del deseo de nihilismo, y a sus secuaces, de anarquistas.

Pero son otra cosa, porque la sociología del deseo se mueve en un plano en el que no entran ni las negaciones ni las alternativas. Emplea otro lenguaje y se vuelca sobre temas distintos: prácticas ceremoniales, ritmos, espacios y mediaciones. Con todo, habría que reconocer que la diferencia se encuentra, más que en los temas, en la epistemología, subyacente. Es ahí donde se encuentra la verdadera bifurcación.

Por ejemplo, la posición del sujeto-sociólogo es fundamental. En la sociología tradicional se sobreentendía que estaba inserto en el propio sistema y que explicando se explicaba a sí mismo; juego de espejos entre los que se decía no existir nada subjetivo. Nadie podía salirse del famoso círculo hermenéutico (Habermas). Pero hoy empezamos a darnos cuenta de que el sociólogo no es un espejo, sino algo colocado entre el espejo textualizante y el espejo producto teórico, como una impertinencia que no se deja reducir. En rigor, es un objeto enigmático e inexplicable tanto desde el sujeto como desde la teoría. El sociólogo es la provocación que se empeña en no ser asimilada, y, por ello, el motor de la sociología.

Quizá sea éste el momento de insistir. La sociología del deseo es otra cosa que dialéctica negativa (Adorno). Su misma epistemología, la que le sirve de base, permanece receptiva ante los discursos tradicionales. Los toma en consideración, aunque no sea mas que para convertirlos en materiales de derribo. Descubre que hay cuatro sociologías distintas y confundidas, incompatibles y mezcladas en un magma espeso que desconoce la propia complicación y se cree una ciencia. Los sociólogos son los gatos de la noche que disimulan con lo pardo su pelaje multicolor. Descubre también la epistemología que el número de discursos posibles es calculable y que si hacen las debidas distinciones en el utillaje empleado se podrá fijar exactamente cuántos son, pues las categorías no son tantas y las posibilidades de combinación están limitadas. En un análisis colectivo para el próximo Congreso de Sociología de Santander se han contabilizado hasta 20.637. Un ordenador ha calculado y situado todas las posibilidades, y en adelante podrá esperarse que cada sociólogo disponga de un número para su discurso (institucional, se entiende) como dispone del número de su carné de identidad.

Lo que resulta desacralizador, incluso divertido, aunque no será mortal, como no lo fue en el caso del carné de identidad, pues ni siquiera un solo poeta se ha muerto por ello. Lo que hay que reconocer es que cuando se dispone de un número para la identificación personal, el humanismo de cada uno de nosotros -incluso de los no poetas- se convierte en marginal.

No buscamos desacreditar, ni siquiera dilapidar, un capital acumulado en socio-semas, formado por la pequeña sabiduría de las legitimaciones, de los recursos empíricos contra las heridas del mundo, de recetas para la integración de los descarriados, etcétera; pero sentimos que hay que hacer explotar esos discursos llenos de buenas intenciones, liberar la imaginación, aceptando una dimensión poética en el quehacer del sociólogo. Se necesitan nuevos enunciados (Deleuze), quizá nuevos relatos (Lyotard), mediosaberes (Lacan) para que el logos del deseo brote limpio más allá de la filantropía y del orden público. Un logos que se dice que ya estaba al principio y al que tan difícilmente se regresa. Así, el logos del deseo se concretaría en una verdadera sociología del deseo -no en esa deseología dependiente que es lo que a veces se nos propone-, una sociología liberada de urgencias legitimantes, léase ideológicas. Se ve que tiene que ser otra cosa de lo que ha sido para escapar del centro mortal y silencioso que el gran numisma ofrece como única solución.

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