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LA LIDIA

Julio Robles pone caro el toreo

El toreo es como lo hizo ayer Julio Robles en el quinto toro. Lo hizo tan puro que lo ha puesto caro, y ahora mismo hay muy pocos diestros en activo que puedan darle la adecuada réplica del parar-templar-mandar, y cargar la suerte, con sus aditamentos de temple, gusto y torería.Cargar la suerte no es ni circunstancia ni postura baladí. En la acción de cargar la suerte están los cimientos de todo el edificio del toreo, no importa que se interprete con sobriedad o con fantasía. Cuando el toreo se hace sin cargar la suerte es como empezar la casa por el tejado y acabar ahí la obra. El tejado puede ser bello, pero la obra será tejado y sólo eso.

Si parar-templar-mandar, y cargar la suerte, estructuran el correcto ejercicio del arte de torear, no es por dogmatismo; es porque no se ha descubierto aún norma mejor concebida para dominar al toro, al tiempo que se le dan las ventajas precisas y compone, con el diestro, una imagen plástica donde arte y bravura conjugan la máxima armonía.

Plaza de Aranjuez

5 de septiembre. Primera de feria.Cinco toros de Lorenzo García, con trapío pero descaradamente romos y comicortos, salvo el cuarto. Quinto de Benjamín Vicente, mocho, noble. Dámaso González, silencio en los dos. Julio Robles, silencio y oreja. Curro Durán, oreia y aplausos.

Así toreó ayer Julio Robles en Aranjuez al quinto toro. La faena tenía una concepción técnica irreprochable, era progresivamente dominadora, y el torero desgranaba en su desarrollo suertes de una acabada belleza. Instrumentó con hondura los redondos y con mágica cadencia los naturales.

Tirar del toro, embarcarlo en suave caricia llevando planchada la muleta, trazar el medio círculo del muletazo con naturalidad, acompasándolo al giro de la cintura; rematar detrás de la cadera y ligar: ése era el toreo de Julio Robles. Un toreo que aún enriquecía mediante los pases de pecho de cabeza a rabo, o los ayudados a dos manos, o el trincherazo marcado abajo sobre la pierna contraria o los cascabeles del molinete y el cambio de mano.

Le faltó entrega al matar. Una faena así merecía la gran estocada y, sin embargo, pinchaba mal, tirando la muleta. Julio Robles es proclive a emborronar sus más brillantes creaciones, como si de repente le diera un algo. De todos modos, puso caro el toreo, pues a quien vio cómo se hace, y cuánta belleza encierra, el sucedáneo que cotidianamente suministran la mayor parte de los matadores, le va a saber insípido.

Quizá no tan insípido como el toreo de Curro Durán cuya peculiaridad consiste en que no tiene peculiaridad alguna. Curro Durán pega pases -también pegó ayer pases- para el vacío. Con la espada es matador seguro, lo cual constituye un gran mérito y le da a ganar orejas; pero mientras su volapié llega, la espera es realmente dura. Apetece leer una novela.

Otro sabor tiene el toreo de Dámaso González, que no está hecho de exquisiteces aunque sí de acabada técnica. La sorpresa ayer en Aranjuez fue que esa técnica no le bastó para dominar al cuarto toro, cuyo genio le desbordaba. El pequeño genio de Albacete no tenía su mejor día. Dámaso, el-que-los-trae-toreaos, no traía toreao nada; ni al toro fiero, ni al fláccido-despitorrado-reservón que le correspondió en primer lugar.

Otro fláccido espécimen fue el segundo. Tenía trapío, romana, seriedad (pitones, no; ni hablar) y cojo no era, pero se caía. Se caía igual que un borracho. Los toros son como las personas en algunas cosas. El segundo de ayer presentó síntomas de fuerte intoxicación etílica. Los demás, salvo el cuarto mencionado -un toro de arboladura- no demostraron mayor santidad. Resistían una vara, y gracias. Mocho entre, los mochos fue el que toreó Robles con mágica cadencia. El sexto, además, saltó al callejón, de puro manso.

Robles puso caro el toreo y el ganadero puso barato el espectáculo con una corrida que debió ir de cuerno a rabo, de solomillo a tripa, toda entera, a examen veterinario, por si las moscas.

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