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Partidos y sindicatos

Se han barajado diversas razones políticas para explicar el fracaso de la primera democracia auténtica vivida por España -la II República-. Muy sistemáticamente yo las resumiría en tres esenciales y muy enlazadas: la obstinación de la izquierda burguesa en confundir aquella con su propia versión del régimen, mientras chocaban el empeño de la derecha recalcitrante en no aceptar jamás la legitimidad republicana y el afán de la extrema izquierda en convertir a la República en trampolín para una revolución tercermundista. (Aún cabría una síntesis más estricta: a aquel régimen le faltó voluntad para alcanzar -o plantearse siquiera- lo que, desde otro plano económico y social muy diverso, había sido el gran éxito de la restauración canovista: el pacto, la transacción civilizada erigida en sistema: un sistema de centro).Desde luego, bastaría la última de las razones aducidas -la ciega fe en la ruptura abocada a un pavoroso horizonte, renunciando a un consenso prudente para entender la posterior catástrofe. El primer bienio republicano -el de la coalición socialazalista- naufragó en un gran escándalo, Casas Viejas; como el segundo bienio, el de la coalición radical-cedista, naufragó en el doble escándalo del Straperlo y de la denuncia Tayá. Uno y otro naufragio se bastaron a disolverlas dos coaliciones parciales que habían protagonizado, sucesivamente, la versión izquierdista y la, versión derechista del régimen. Y luego se produjo un plano inclinado hacia el caos.

Pero aquello se veía venir desde 1933. La crisis de Casas Viejas; puso en carne viva el conflicto, siempre latente, entre los socialistas en el poder y la gran sindical anarquista: la entonces fortísima CNT. En Casas Viejas había culminado un gran fracaso: el de la raquítica reforma agraria emprendida por el régimen, en medio de una difícil coyuntura económica -el impacto, en la situación española, de la crisis mundial iniciada en Wall Street en 1929-. Para aquellos núcleos proletarios vinculados al anarcosindicalismo, ese fracaso deparó una magnífica oportunidad: la posibilidad de ampliar el campo de sus adeptos, desacreditando ante el famélico obrerismo del campo y de la ciudad a sus rivales en el PSOE y en la UGT. Resultaba muy fácil presentar demagógicamente a los socialistas que ocupaban sillones ministeriales como traidores al proletariado, como vendidos a la burguesía, mientras ellos -los cenetistas- aparecían impolutos, inmaculados, al margen del cieno gubernamental, puesto que, por principio, se definían como apolíticos. Sabido es el esfuerzo que supuso para Azaña mantener la cohesión del Gobierno después de Casas Viejas, y fue memorable su discurso en el frontón Recoletos, definidor del sentido que para la política republicana y para la gran historia encerraba la presencia de los socialistas en el poder. Pero aquel esfuerzo cosechó menguado) éxito: sólo unos meses después se produjo la crisis política que acabó con el Gabinete social-azañista y con la República de izquierdas.

Desde entonces, el socialismo no supo sustraerse al reto de la sindical ácrata. No sólo se alejó de sus recientes colegas del Gobierno, sino que se lanzó, en cuanto pudo, por la vía revolucionaria, infiriendo gravísimo daño a la democracia; la UHP selló el paso en falso de la revolución de octubre. Incluso, llegado el momento de rehacer su alianza táctica con la izquierda burguesa -el Frente Popular-, redujo el alcance de sus compromisos al simple trance electoral. Largo Caballero, por entonces eje de la acción y de los programas socialistas, desde su vieja plataforma de la UGT, no pensaba más que en unfrente obrero, en la revolución proletaria, en la atención al disco rojo. Su desatentado proceder facilitó, de rechazo, la articulación del otro frente antidemocrático, latente desde los primeros días del régimen: el que buscaba en la violencia armada una alternativa a la legítima- expresión de la voluntad popular en las urnas. Así sobrevino la guerra civil. He recordado todo este proceso ante el peculiar conflicto por el que hoy atraviesa la línea política socialdemócrata -desde la legitimidad que supone una clara mayoría parlamentaria- frente a la negación desafiante de un partido minoritario (sin la más remota posibilidad de hacerse con el timón del poder), pero que

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dispone, en cambio, de enorme fuerza sindical. El PCE apenas significa nada en las Cortes actuales; pero tiene su empuje en la calle, a través de la agitación programada por Comisiones Obreras, tan poderosa como pudo serlo en su día la CNT, y actuando frente a las masas ingenuas de un proletariado en situación dificil con argumentos muy similares a los que los cenetistas de los años treinta utilizaban para desacreditar a sus rivales ugetistas (y al gran partido gobernante).

Como Santiago Carrillo, como Gerardín, Marcelino Camacho sabe muy bien -no tiene un pelo de tonto- que la política económica del Gobierno es la única que, a la larga, puede sacar al país del angustioso túnel en que la crisis le ha metido; por muy ingrato que resulte, por lo pronto, el camino a recorrer. En las reuniones técnicas -en los despachos oficiales-, Marcelino pone el acento, por ejemplo, en la necesidad de incrementar ilimitadamente la inversión pública.

Pero la inversión pública inmoderada genera inflación; la inflación, al reducir el poder adquisitivo de la moneda, neutraliza cualquier aumento de jornal, y éste, a su vez, dificulta la ampliación de los puestos de trabajo. Encerrándose en sus tesis imposibles, la táctica de Comisiones Obreras es, de hecho, un boicóteo a cualquier intento de concertación social. Pero, en todo caso, y fuera de los despachos oficiales, las broncas imprecaciones de sus líderes a las masas toman otro tono: en el mitin se trata simplemente de acusar al socialismo de servir los intereses delcapitalismo y de hacer una política antisocial. Marcelino sabe que el Gobierno no puede renunciar a su política económica; pero él -Marcelino- no pierde nada denunciando al Gobierno ante el pueblo como traidor asus intereses; insinuando que el PSOE no desea la solución de la crisis laboral, la creación de puestos de trabajo, la desaparición del paro. (Es, otra vez, la vieja táctica de la CNT. Con todo su riesgo).

El PSOE se debate entre esta especie de chantaje que le hacen sus rivales comunistas -chantaje, cierto es, que él mismo propició con sus disparatadas promesas electoral es y las exigencias contrapuestas de la gran patronal, encerrada a su vez en un estrecho círculo de intereses- y de aquí su escasa predisposición a favorecer la creación de ese gran fondo de solidaridad social cuya oportunidad es difícilmente cuestionable-. Triste trance para el PSOE el que le toca vivir, entre la mala fe de unos y otros, en su esforzado empeño de adecuar viejas utopías a realidades ineludibles.

En 1977, el PCE -y con él sus Comisiónes- se avino (antes aún que el propio PSOE) a un pacto social con el Gobierno Suárez. Posiblemente Carrillo pen.saba entonces alcanzar en cierto modo, por este procedimiento, un cierto controlde la situación política. Ahora, en 1983, cuando parecen conjuradas las amenazas de una involución estimulada por los sables; cuando los resultados positivos de la línea política trazada por Boyer y Solchaga empiezan a justificar la esperanza de que la luz, al cabo del túnel, no esté ya muy lejana, el PCE sabe que la concertación no se traduciría, en todo caso, en su promoción política, dada la configuración de las Cámaras. De aquí que Comisiones Obreras no quiera facilitar el éxito de sus émulos. en el poder; no le inter -esa un éxito en el que todos -los socialistas y los que no lo somosnos jugamos algo demasiado importante: la posibilidad de que la democracia no vuelva a hundirse abruptamente, como la de 1931. (Claro es que la democracia siempre ha tenido un significado muy peculiar para los comunistas).

Cuando estas líneas se publiquen sabremos a qué atenernos. Pero Marcelino Camacho, desde la pantalla de TVE, ya ha dejado bien claro cuanto se propone: sólo apoyará un cambio radical en la línea económica del Gobierno,esto es, la sustitución del programa socialista por el programa comunista. Durante su reposado parlamento cara al gran público, traicionaba, a la aparente moderación de tono y argumentos, esa sonrisita suya que quiere aparecer tan angelical como la de quien no ha roto un plato en su vida, pero que tienemucho más de cínica que de ingenua.

Aparte la previsible frustración del pacto, el horizonte que ahora despunta no puede ser más inquietante para el español medio. ¿Resistirá el PSOE, sin fisuras, el chantaje de Comisiones? ¿Resistirá, sobre todo, la UGT? Todo ello se verá pronto, en el próximo congreso del partido. En cuanto a la confrontación electoral de 1986, ya no cabe dudar que sus resultados van a quedar muy lejos, para el PSOE, de lo que fueron las elecciones de 1982. El Parlamento de 1986 será, de nuevo, un Parlamento muy dividido y sin mayoría absoluta: el famoso rodillo.desaparecerá (y ello me parece, personalmente, muy de desear). Pero dudo mucho que la demagogia del PCE se traduzca en una sustanciosa ampliación de sus bases parlamentarias. En un momento de crisis del PSOE -víctima de sus desatentadas promesas electorales de 1982-, y ante una derecha dura y no menos desatentada en sus propuestas -cuyo endiosamiento ya ha empezado a nÚnar la difícil Coalición Democrática-, es de prever una peligrosa abstención electoral en gran escala; si no se afianza, entre tanto, el tercer camino: el que construyó nuestra democracia actual. Si un Parlamento muy dividido no compensa la creciente uniformidad del frente sindical, volveremos.al gran riesgo de los años treinta.

Y entonces... Dios nos coja confesados.

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