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Porla

Rosa Montero

Me cuentan que se está poniendo de moda un juego tonto. Nació este verano al amparo de los viajes en grupo y de las vacaciones colectivas. Porque se necesita la concurrencia de bastante gente para poder hacerlo.La cosa es de índole nocturnal y algo alevosa. Un puñado de mujeres se juntan en estrecha piflá e irrumpen sin previo aviso en la habitación de algún varón conocido. Entonces se abalanzan sobre él, le desnudan, le marean y manosean. Y cuando el hombre empieza a dar señales de pánico o de entusiasmo (y abunda más lo primero que lo segundo), las asaltantes dicen: "Y ahora vamos a hacerte el porla". Momento en que se detienen todas, Se persignan con la vieja fórmula del Por la señal de... y se marchan de la habitación dejando al despelotado individuo en plena desolación, ya sea por exceso o por defecto en la duración del tratamiento.

Un tratamiento que es de cho que y que las ejecutantes juzgan sin duda desparpajado y modernísimo. Y, sin embargo, a mí el porla me parece de una antigüedad recalcitrante. Desprende un aroma a broma pesada de colegio mayor, a abuso machote y cuartelero. En ese meter mano y retirarse está la impronta de una ñoñez atávica; no sólo el porla no es"un ejercicio de desinhibición, sino que responde a la más pura tradición del calentón salvaje, disciplina de honda raigambre en nuestra tierra.

El porla es hijo del equívoco, del despiste general que padecemos. Algunas mujeres creen que la liberación pasa por la asunción de los tics depredadores de los machos. Algunos hombres creen que para no ser tachados de machistas no hay que abrirle jamás una puerta a una mujer. Pues no, no es eso. No es malo cederle el pasba otra persona en ocasiones: es un detalle amable. No es malo ser pasiva a veces: lo pernicioso es serlo siempre, por obligación, por definición y estereotipo. Tenemos que aprender a serlo todo, agresivas y pacíficas, activos y pasivos al mismo tiempo, dependiendo del carácter, de la situación y del momento. Tenemos que aprender a cruzar primero las puertas o a cederlas según nos caiga la otra persona y no según el torpe imperativo de su sexo.

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