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Reportaje:TOCATA DE ESTÍO

Ahora ya se van

Los viajeros temblaban en los rincones frigorizados del aeropuerto de Son San Juan. Una señora pedía que le dieran la sagrada comunión en el oratorio, pero el piloto de almas no encontraba la llave de contacto. El conductor de la ambulancia removía el sofrito de una paella para seis, entre sueros y agua oxigenada. El médico de guardia había salido a hacer fotocopias. Un guardia con versaba con otro y ambos se hurgaban la nariz. Los altavoces insistían que éste era el último aviso para los señores pasajeros con destino Belfast, embarquen por favor urgentemente, y para los señores pasajeros con destino Francfort, con destino Londres, con destino Estocolmo. Todo eran destinos sin prórroga.Y los señores pasajeros mordían la tarjeta de embarque para quitarse el dolor de una salida sin anestesia. Alguno volvía el rostro emocionado, tal vez. O quizá preocupado por si olvidaba algo junto al asiento. Eso jamás se sabe. Pero los que se quedaban aquí, guías, intérpretes y amantes de unas noches de verano, les decían adiós.

En efecto, consumían los últimos instantes de su vacación. La tocata de estío terminaba en fuga. Y las zancadas por la pasarela eran una mezcla de precipitación, resisten cia y furor de huida.

Horas antes, los autobuses todavía daban vueltas por las carreteras de la isla como si bailaran un vals romántico. La isla preservaba al menos su imagen de ensoñación sentimental, de dosel para los recién casa dos, de calas profundas y limpias, de silen cios en la montaña aún verde y de precios bastante razonables para las clases medias Sobre todo para las clases medias de más de media Europa. Así que el mare era nóstrum y la isla suya. Los autobuses nuestros. Y los ocupantes de ellos

Inmóviles en sus asientos reclinables esos mismos ocupantes desfilaban por delante de la casa de Robert Graves. La casa se veía al pasar la tercera curva, a la salida de Deia, en dirección a Soller. La última excursión era cultural. El guía inglés alecciónaba a sus compatriotas: "Miren, miren ahí a la derecha, detrás del muro de piedra gris que ahí está muriéndose el autor de Yo Claudio, el famoso Robert Graves".

Todos lo conocían. Habían seguido la serie en la televisión y ahora deseaban ver el sombrero cordobés negro del célebre agonizante, su mirada de pastor anglicano loco Pero Graves (en español su nombre significa Tumbas) no se asomaba al patio. Odiaba a .los turistas. Especialmente a los turistas de su mismo país. En su libro Adiós a todo aquello ya se había despedido de la especie humana. Y ahora sólo le faltaba lo más simple despedirse, a solas, de sí mismo. Entre un rugido y otro de los autobuses alquilados.

Ensaimada en forma de archipiélago

Por su parte, los turistas decían adiós a la ensaimada mallorquina en la estación marítima. Y la compraban de todos los tamaños y con variedad de angélicos rellenos dentro de unos cartonajes octogonales o esféricos que formaban, en las largas colas, una espe cie de interminable archipiélago balear.El canguro de la Trasmediterránea Ciudad de Badajoz se tragaba a estos viajeros didel fos, y a sus automóviles, antes de dar el salto a la otra orilla. Pero había problemas: "Muchos no leen el billete y hemos de echarlos atrás, otra vez a la isla, porque o se equivo can de barco o de fecha", lamentaba el jefe de expediciones.

A eso de las 11.30 horas, con el mar como un plato humeante al sol, partía el buque sin necesidad de meter estabilizadores. Y por sólo 3.810 pesetas se repartían las butaca más barrigudas. Los alemanes, que son los ricos de la fiesta del calor, obtenían el camarote individual por 9.370 pesetas, sin testigos durante la borrachera náutica de ocho horas con la que. cerrar la vacación. La cabina de cuatro literas acogía a cuatro ingleses con su caja de biberón espumoso. Y, en cambio, los galos y los italianos preferían navegar en pie, porque hacían el regreso a la patria sin peso económico alguno, con el bolsillo ligero.

Los aviones se mordían la cola en la operación retorno, La media iba a superar esa cifra impresionante de 500 vuelos diarios, con más de 80.000 pasajeros en ambas direcciones.

¿Por qué temblaban muchos de ellos? ¿Era miedo lo que sentían? ¿Tiritaban de frío? ¿Era simple emoción?

Algunos deicían que sus temblequeras eran resultado de la intensa refrigeración: "El verano pasado te asabas aquí, y éste coges la gripe; ya he estornudado siete veces", dijo quitándose moquillo una alienígena del cono nórdico. Y hasta un empleado de esos marmóreos y estáticos, tan abundantes en los aeropuertos, declaró que el frío era insoportable: "Sólo, los bestias que llevan tres o cuatro ginebras en el cuerpo se quedan a medio cuerpo, los demás nos ponemos chaleco y todo".

Para otros viajeros aún persistía el castañeteo de dientes con el recuerdo del avión de una compañía aérea española que el otro día fue a inflar el tobogán de salida de emergencia y lo infló al revés, destrozando el interior del aparato. Y esta aterradora perspectiva afectaba a una señora muy sensible: "Oiga, nada más faltaría eso, que te tuvieran que evacuar y en vez de echarte fuera te chuparan por defecto del globo que inflan en la cabina".

¿Podría suceder semejante anomalía otra vez? ¿Qué sería de los visitantes con la divisa fuerte si al llegar con emergencia en lugar de sacarlos por el tobogán los metieran debajo de los asientos con los chalecos salvavidas? ¿No había motivo como sufrir calambres de pánico? De todo había. Una señora suplicaba que le dieran la sagrada eucaristía en el oratorio de Son San Juan. Pero el clérigo no encontraba la llave. Y el jefe del aeropuerto pedía explicaciones: "¡Tiene que aparecer! ¡Búsquenla! ¿Dónde están las llaves? ¿En el fondo del mar?".

La apasionada católica no sabía qué hacer. Si pedir el libro de reclamaciones a la Aviación Civil, al Episcopado, al Cortsejo Superior de Justicia Castrense o conformarse con el extravío de aquel llavín de divino contacto. "Señora, señora", la animaba otro pasajero nacional, "ya le darán la hostia al llegar a casa, ¿a dónde va usted?". La señora dijo: "¡Voy a Bilbao!".

Los que iban a Belfast en el Aviaco, 1034 sí que precisaban viático, tanto por el destino como por el confuso retraso. En su larga cola se habían puesto alemanes de Francfort, con los codos que parecían manitas de cer o, bo sas enas de burros de felpa y otras maravillas de la artesanía patria. Dijo uno: "En Alemania gustar burro español, en Alemania no haber burros a 300 pesetas". Otros lo llevaban de 700 pesetas y ya parecía que fueran a montarlo a pelo.

"Esto del indicador de vuelos por pantalla electrónica es un follón", decía el jefe del aeropuerto de guardia dominical, "es un follón rque no cambia a tiempo y los de Belfast ya están hace dos horas en el Ulster y en la cola de los de Belfast se ponen los de Francfort, que están hecho un lío, y luego llegan los de Estocolmo y es el colmo, con perdón, es el colmo esto de las pizarras que no cambian a tiempo".

Sin embargo, todos salían más o menos por donde les tocaba y a la hora que les tocaba. Incluso pasando por el botiquín. Allí, el conductor de ambulancia señor Chamena preparaba una paella deliciosa para seis. Lo hacía'en una pequeña habitación destinada a los guisos de urgencia, mientras el doctor se había ido un momento -no se sabía si en ambulancia o a pie- a sacar fotocopias. ¿Era de pescado o de. carne la paella? ¿A la valenciana o a la alicantina? "De carne, toda de carne", dijo el conductor de la ambulancia removiendo el sofrito. ¿De qué clase de carne? ¿De ternera, de turista, de gallina? "De cerdo, de cerdo, toda de cerdo

añadió el conductor de ambulancia.

Entretenimiento sanitario

Olía maravillosamente cuando regresó el doctor Company con las fotocopias en la mano. Horas antes, recordaba el médico, pudo haberse producido una tremenda tragedia: un airbus soltó ese chorro de aire que sueltan los reactores en tierra y levantó unas planchas de hierro que había en la písta. Los turistas ingleses estaban cerca y al ver las planchas volando, echaron a correr. Gracias a Dios, que es misericordioso con los ingleses, y a los mismos ingleses, que corren que se las pelan, las, planchas de hierro españolas no segaron vidas inocentes.Pero siempre había entretenimiento sanitario. Una azafata de Aviaco llegó con las tetas quemadas por el agua hirviendo de un termo de un avión, y se la curó con esmero. Un turista de Manchester venía con las manos al estilo cangrejo y se ahogaba. Pero eso era leve: tetania por hiperventilación, a respirar su propio aliento dentro de una bolsa de plástico y arriba España. El turista se recobraba y decía thank you very much. También habla una viajera con perrito cagón, perrito afectado de diarrea estival aeronáutica. Aquí nada se podía hacer. En la enfermería" humana se atendía a los humanos y se repartía paella de urgencia.

La grave voz daba instrucciones por la megafonía: "Éste es el último aviso para los señores viajeros con destino a su destino. Embarquen urgentemente por la puerta sin pegar portazo". Y los aviones ascendían unos tras otros mordiéndose la cola, hasta el verano próximo.

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