'My fair lady' o un 'dramma giocoso': Von Karajan y la Filarmónica de Berlín
La eterna crisis que padece la antigua simbiosis Herbert von Karajan-Filarmónica de Berlín no cesa y ahora conoce un nuevo capítulo: ahora el viejo maestro parece dispuesto a hacer un gesto de conciliación con sus músicos y quiere ofrecer con la orquesta de la que es director vitalicio una nueva versión de La pasión según san Mateo, de Juan Sebastian Bach, en el marco de las semanas berlinesas de septiembre. Mientras tanto, el maestro cumplirá sus compromisos con la gran rival de los berlineses: la Filarmónica de Viena. En este compromiso, y en las relaciones de Karajan con la clarinetista del conjunto berlines, está el origen del conflicto sobre el que se traza este perfil.
Lo irrompible e inoxidable, el tandem Berlín-Karajan, parece a punto de la ruptura. Treinta años de dominio y de servidumbre absolutos, compactos como los nuevos discos que el láser lee, pero no toca, impolutos, se tambalean a cuenta de una dama que, con su clarinete, desbarata una disciplina que ha hecho historia. El instrumento perfecto -así lo ha llamado el padre de la criatura- se ha vuelto respondón. Von Karajan, el Narciso que hace al Narciso del mito griego y que cierra los ojos para autocomplacerse en el espejo fidelísimo de su música, observa con estupor que su criatura se rebela, porque rebelarse, dicho sea de paso, es de criaturas. El ser respondón forma parte del ser responsable. Y, a la larga, cerrar los ojos alimenta sorpresas para el tiempo de abrirlos: Von Karajan ha abierto los ojos, al fin, y se ha quedado ojiabierto.
El asunto de la clarinetista indica mucho más que una deliciosa faiblesse de ancianidad: es, ni más ni menos, el asunto de la libertad, un pecado con penitencia incorporada. Von Karajan ha hecho de su Filarmónica de Berlín un instrumento docilísimo y perfecto, infinitamente maleable y dúctil, con la más delicada de las violencias y la más violenta de las delicadezas.
Admirable. Y lo ha hecho con buen fin, sin duda: "liberar" la inmensa capacidad de respuesta que unos intérpretes consumados poseen de cara a la arquitectura de un reto sonoro. Pero el instrumento asumido se confiinde con la voz, y la voz no es el arma del intérprete: es el intérprete mismo. La voz es respondona: para eso es voz.
En Viena, Von Karajan no se pudo equivocar: los filarmónicos de Viena eran, y son, menos dóciles e hicieron frente, aun a riesgo de cierto descrédito, a la seducción del tirano. En aquella ocasión, Von Karajan persuadió a la opinión de que su gloria no eradependiente del acatamiento y de la devoción de la por entonces más prestigiosa orquesta del mundo. Von Karajan hizo carrera con la Filarmónica de Londres y halló luego en Berlín -¿definitivamente?- la reverencia que todo liturgo ha,menester. Los nombres del maestro de Salzburgo y del conjunto berlinés se confundieron en un solo paradigma de perfección sin fisuras.
De Viena a Berlín, a través de Londres: tal sería el apunte para esta meteórica carrera. Para muchos, las antiguas versiones de Von Karajan versus la Filarmónica de Viena, en una permanente escaramuza de talentos, son, aun hoy, las más bellas. En Londres, Von Karajan halló ductilidad, que no equivale a devoción, y sus peculiaridades se desataron. Pero el asiento de Von Karajan ha sido y todavía es Berlín: el sonido perfecto, imponente, emergiendo de la maquinaria preciosa de unos músicos que se vuelvan en su fábrica con los dientes apretados y el rostro contraído. Mientras el maestro duerme, los discípulos vigilan, armados con una táctica alucinante.
Con un equipo de esa envergadura, toda música, en principio, es posible, desde el tardo-barroco eufórico de Vivaldi hasta la ingratitud serial. Pero Berlín-Karajan han recalado periódicamente en un puerto que les es particular y evidentemente propicio: Brahms.
De cuando en cuando, el rondó interpretativo retorna a su refrán: y Brahms es el refrán. Pues bien, el Brahms de Berlín-Karajan es una prueba de cómo la perfección no tiene otro futuro que la hecatombe y de cómo la soberanía del director padece la obediencia de sus súbditos y trata desesperadamente de hacerla estallar en pedazos. El último Brahms de Von Karajan es un SOS desde la perfección.
Von Karajan, salzburgués, desoyó las voces de Viena, en donde la música es, sobre todo, un juego. Berlín le recibió, y desde Berlín fabricó su drama de disciplina e impecabilidad, de buena hechura y violencia contenida. Y cuando de pronto renace en él la necesidad de jugar, la jugada se le tuerce a causa de una joven que sopla un clarinete. La sabiduría del paisano que murió joven a puro de saber de prisa, de Mozart, parece reanimar en el maestro el secreto de la música encerrado en el epígrafe del Don Giovanni: como el de don Juan, el de la música es un dramma, pero un dramma giocoso. Viena nunca lo dejó de saber: pero Von Karajan no quiso jugar.
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