La larga espera
ENVIADA ESPECIAL A Juan Lozano le salvó su úlcera. Esa úlcera. que el médico le descubrió el 7 de julio, dos días antes de que su barco, el Islamar III partiera a faenar. Él convenció a su sobrino, a José Manuel Lozano, para que le sustituyera como piloto segundo. El chico se resistía y Juan tuvo que insistir mucho para que aceptara.
Por eso, después, cuando el barco desapareció sin dejar huella, Juan Lozano creyó morir de angustia.
Entonces, al principio, todos querían creer en la versión de un apresamiento saharaui, o de un asalto marroquí.
Porque Isla Cristina tiene un Iarguísimo historial de pesqueros apresados y multados, tanto en aguas portuguesas como de Marruecos. Pero lo del Islamar presentaba un mal aspecto.
Los marinos veteranos fruncían el ceño, cabeceaban ocultando su desesperanza a las mujeres: en esa zona, con ese mal tiempo, sin que nadie hubiera reivindicado el apresamiento ... Mala cosa.
El angustiado Juan Lozano le rezaba a la. Virgen del Carmen para que devolviera a su sobrino con vida. Un día incluso vio llorar a la imagen. .
El domingo se supo, a las ocho de la tarde. El Islamar se había hundido. "Todos los años el mar se lleva a uno o dos", se angustiaban los veteranos. "Pero así, tantos...".
En Isla Cristina, pueblo pescador, no se conocía una tragedia semejante desde el naufragio del Purita Pérez, en las Navidades de 1939.
Juan Lozano, que entonces era un chico, recuerda aquella noche del 24 de diciembre, con todo el pueblo en el puerto asistiendo a un fantasmagórico trasegar de cadáveres y féretros. De 60 triuplantes murieron 58. En esta ocasión parecía haber un solo superviviente: precisamente José Manuel, el sobrino de Lozano. Una concidencia casi mágica, una de esas cosas que suceden en los pueblos marinos, que parecen contagiarse del secreto de las aguas.
Tío y sobrino sobrevivieron del mismo modo que sobrevive el testigo de la tragedia en Moby Dick. El mar facilita esta atmósfera de enigmas fatales.
La noticia del naufragio del Islamar fue un mazazo. Desde el domingo por la noche, y durante todo el lunes, Isla Cristina se sume en un, crispado duelo. Los tres cines suspenden sus sesiones y quitan los carteles de las fachadas. Las cinco discotecas cierran. Los comercios no abren. Los restaurantes y bares sirven comidas, pero no bebidas alcohólicas.
Isla Cristina es una ciudad de 18.000 habitantes, bulliciosa, gastadora, vitalista. Pero ahora parece un pueblo fantasma, abandonado. A las tres de la tarde del lunes, una mujer vestida de luto cruza la calle principal, que está vacía y abrasada por el sol de la siesta. "¡Cristiana sepultura, cristiana sepultura!", va gritando. Hace dos años perdió un hijo adolescente en un naufragio, y ahora ha perdido a dos primos hermanos. Cruza el pueblo llenando la tarde con su grito y luego se pierde en la solana. Y de nuevo el silencio.
Compañía de los vecinos
Las casas de los familiares de las víctimas se distinguen fácilmente porque al frente montan guardia compactos grupos de personas, amigos que ofrecen una solidaria y muda compañía. Los vecinos se ocupan de modo automático y natural de la intendencia. Compran comida, cuecen sopas de duelo, caldos sustanciosos con que alimentar a los deudos, "que no están para nada", que se han sumido en el estupor del dolor. De un dolor primitivo y espontáneo, un dolor descontrolado en el que pueden perderse, porque el pueblo los arropa, porque siempre habrá un vecino que les alimente, porque en Isla Cristina está permitido el grito, el desgarramiento, la pérdida de la conciencia social.
Esto no es una gran ciudad. Aquí el dolor no es un estigma. Aquí todos entienden, todos saben. Sólo queda esperar, la consabida espera marinera: que el mar devuelva los cadáveres. El martes, Isla Cristina reanuda su vida normal.
Las tiendas abren, las terrazas se llenan. Un coche municipal recorre las calles con un megáfono: "Esta noche, a las once, llegan los cuerpos de las víctimas. Se ruega a la población serenidad, orden y una total colaboración con Protección Civil".
En las ventanas ondean todavía los improvisados crespones negros, lazog deshilachados, retales de formas irregulares. Los féretros llegan en avión; luego, por tierra desde Sevilla. Vienen cuatro de las víctimas, cuatro tan sólo. En la mañana del martes, la madre de los tres hermanos López Beltrán, desaparecidos en el Islamar y en ese momento todavía no encontrados, ha sufrido un ataque cardiaco, afortunadamente leve.
A las 10.30 de la noche empieza a congregarse la gente ante la iglesia de Nuestra Señora de los Dolores, que es donde se instalará la capilla ardiente. Aunque el cuerpo de una de las víctimas, Domingo González, será trasladado después a su casa. La madre de Domingo ha perdido tambien en el Islamar a su marido, Manuel González, y no puede resistir la idea de ver allí a todos juntos y saber que a ella aún le falta uno, que el mar guarda to davía a Manuel.
En este aferrarse al cuerpo, en este exigirle al mar que devuelva al menos los cadáveres, debe de res¡ dir el último desafío, la única rebeldía posible contra el poder del agua. Mientras tanto, la espera se prolonga. Dentro de la iglesia aguardan los familiares de las cuatro víctimas. Fuera hay unas 2.000 personas. Llega una ambulancia y la gente se apelotona, creyendo que los traen allí. "Al mío me lo trajeron en un coche fánebre", explica una mujer de luto. Al suyo, hace 10 años. Muchos de los presentes han perdido a alguien en el mar, ahora o antes. "Ay, y tanta pena, tantos que han quedado en la mar metidos".
Liturgia funeraria
En estas horas de espera frente a la iglesia, Isla Cristina cumple un antigua liturgia funeraria, un ritual de muerte. Es el momento de hablar de los difuntos propios, aquellos que naufragaron hace años. Es el momento de comentar una y otra vez, repetitivamente, el dolor de los familiares de las víctimas del Islamar: "Pues Fulano llora tanto, que hasta por la calle va llorando". Porque este ensañamiento en el dolor es la forma popular de honrar a los difuntos.
Al fin, a las 0.20 de la noche, los furgones mortuorios entran en la plaza de la iglesia. Y en ese instante todo se precipita, se descoyunta. Algo sucede, algo extraordinario. Caras desencajadas, una interrogación en el aire, una tensión agitada, in'sufrible. "¡Que dicen que han encontrado a 12 más, han rescatado a 12 vivos!". La muchedumbre se estremece, hay gemidos, abrazos, lágrimas, histeria, desmayos. Algunos, sobrecogidos, intentan calmar la loca esperanza, este boca a boca que recorre la plaza. por encima de las cabezas como un látigo. Mientras tanto, los féretros son sacados de los coches, y los gritos de dolor se mezclan con los de alegría.
"Un superviviente"
Los deudos luchan por llevar los ataúdes, el servicio de orden se desborda, es un momento de confusión enorme. Al fin los cadáveres son introducidos en la iglesia y allí dentro comienza el plañir, el duelo ancestral, los gritos desgarradores, el mesarse los cabellos, Fuera, las gentes se apelotonan en torno a los delegados del servicio de orden, intentando confirmar la noticia. "No, no son 12; es uno, un superviviente: Pedro Beltrán". Pedro López Beltrán, precisamente uno de los tres hermanos desaparecidos. Los isleños se agrupan en corrillos: están exhaustos, abrasados por la tensión, a medio camino entre la decepción y el alivio. No, no eran 12 supervivientes, era uno sólo. Pero si ha aparecido uno, quizá aparezcan más. Renace la esperanza, pero tambien la angustia. Porque la esperanza es siempre dolorosa.
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