Hong Kong, ni distinto ni distante
CON EL fin de la segunda guerra mundial comenzó, a contracorriente de las ilusiones imperiales de Winston Churchill, la descolonización del mayor conjunto colonial que han visto los siglos. La presión norteamericana y, sobre todo, la sangrienta agitación de hindúes y musulmanes ponían fin al virreinato británico de la India en 1947. Nacía así una independencia que para la mayoría de los políticos conservadores y unos cuantos de los laboristas no debía prejuzgar el mantenimiento del resto del botín imperial aún por varias generaciones.El extenuamiento militar de una potencia para la que, súbitamente, los mares se habían dilatado y la partición del globo en dos grandes esferas de influencia imponía, sin embargo, unas exigencias defensivas superiores a sus posibilidades. llevaría a un primer ministro conservador inteligente y progresista, Harold Macmillan, a pronunciar su histórica declaración de 1960, en la que anunciaba la llegada de un wind of change. (un viento de cambio) que obligaba al paulatino repliegue insular. Al tiempo que se ensanchaba la Commonwealth se contraía la piel del Imperio. En 1971 se iniciaba una última fase de esa gran operación de cirugía política con la retirada británica al este de Suez bajo otro premier conservador, Edward Heath, discípulo del anterior y un tory capaz de entender y pactar con la realidad.
Lo esencial de la tarea descolonizadora estaba realizado, no sin que algunos platos de difícil digestión quedaran por convocar del menú imperial. Entre ellos, Malviñas, Gibraltar y Hong Kong.
Los casos no eran distintos ni distantes entre sí, pero presentaban algunas diferencias. En las llamadas islas Falkland, nacidas como Malvinas, una población emigrada de base escocesa y, por tanto, británica, obtenía de Londres la garantía de no ser entregada nunca a la soberanía argentina, a su vez legataria de la española sobre el archipiélago. La contundencia de la acción británica en la guerra de abril-junio de 1982, nuevamente bajo la dirección de una primera ministra del partido conservador, la señora Thatcher, no deja lugar a dudas sobre la obstinación inglesa en el tema. En el Peñón de Gibraltar, una población alógena, en la rompiente del Atlántico y el Mediterráneo en las costas de Cádiz, sirve de cobertura a una base militar con tal simbiosis de intereses que tanto puede argumentarse que la defensa de los derechos de los llanitos garantiza la permanencia del establecimiento militar como es válida la teoría a sensu contrario. Tampoco en este caso Londres se aviene a descolonizar. En el caso de la isla china de Hong Kong, ocupada por la fuerza en 1841, cuando dirigía el Foreign Office el conservador lord Aberdeen, a la que se sumó a fines del XIX la adquisición, estipendio mediante, de la península de Kowloon y los Nuevos Territorios, la población ha sido siempre indígena y la defensa de sus derechos ha ocupado un lugar visiblemente menor a la hora de justificar la permanencia británica, por más que aquélla no haya mostrado inferior entusiasmo que falklanders y llanitos a la hora de negarse a la reabsorción por la madre patria. A mayor abundamiento, China, a diferencia de Argentina o España: no es una potencia menor, y como recordarán muy bien los indios de la guerra del Himalaya en 1962, tiene una idea muy clara de qué hacer cuando hay contenciosos territoriales de por medio.
Los acuerdos de principio con China, establecidos en los últimos días y que deben ser ratificados en septiembre, prevén un escalonamiento en el regreso de Pekín a la gobernación de la colonia, de forma que a partir de 1988 un comité de enlace, en el que estará representada China, vigilará la última fase del proceso de transición hasta la retrocesión de la soberanía en 1997, con un período de gracia extendido al año 2000, durante el que ese comité, esta vez cargando el acento en el mantenimiento de la presencia británica, supervisará el cumplimiento de los acuerdos. Más allá de 1997 China garantiza que, al menos durante un período de 50 años, se reconocerá a la ex colonia el carácter de región administrativa especial con plena autonomía interna y economía de iniciativa privada. Sobre este punto hay que subrayar que si China hace esas concesiones no se debe ello tanto a un deseo de apaciguar a la comunidad china de la colonia o incluso de marcar una imagen tolerante a escala internacional, como porque entiende que sus intereses coinciden con la creación de esa zona de explotación especial. China no quiere un Hong Kong que se convierta en una carga y un problema, sino un aliviadero económico, gran puerta de entrada para la renovación económica que persigue Deng Xiaoping, y, no sin ironía, una especie. de nueva versión de la open door poliCy (política de puertas abiertas) que las potencias europeas impusieron al Celeste Imperio en la época de la sujeción colonial.
Ese experimento se espera que toque a su fin al tiempo que el desarrollo y la modernización de la Nueva China de Deng hagan innecesario el mantenimiento de un enclave capitalista, puesto que todo el país debería haber sido incorporado para entonces a algun tipo de economía del incentivo dentro del,sistema socialista. Obviamente, Taiwan, aunque no ha dejado nunca de reclamar la reintegración de la colonia, es quien oye soplar vientos de fronda con el acuerdo, no sólo por el éxito que supone para Pekín. la terminación del estado colonial, sino porque el ejemplo de Hong Kong está pensado como un modelo a ofrecer a la isla nacionalista para su reunión con la metrópoli. Si la integración de Hong Kong fuera un éxito, no sólo político, sino también económico, no cabe. duda de que las presiones, quizá en la propia isla, crecerían para que se llegara a algún tipo de acomodo con Pekín.
Finalmente, el éxito de las negociaciones chino-británicas no puede pasar inadvertido a la diplomacia española y a la opinión pública internacional. La situación colonial de Gibraltar es improcedente y difÍcilmente conefliable con la participación conjunta de nuestro país y el Reino Unido en la Comunidad Económica Europea y la OTAN.
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