Un turismo vitalista toma el San Sebastián abandonado por el 'veraneante de toda la vida'
En la parte vieja donostiarra, en el puerto, en las cafeterías del bulevar y de la avenida, a lo largo de toda la costa guipuzcoana, se intercambian en un murmullo pintoresco acentos de toda la geografía española, particularmente catalanes, andaluces y gallegos. El turismo donostiarra ha cambiado radicalmente en sólo ocho años. Los veraneantes tradicionales, muchos madrileños, aragoneses y catalanes, que permanecían uno o dos meses en San Sebastián, Fuenterrabía o Zarauz, han sido sustituidos por gente de todas las regiones españolas (vascos sobre todo), que limitan su estancia a unos días, a lo más dos semanas, dependiendo siempre del tiempo. Ocurre también con los extranjeros, turistas de paso, que fruncen el ceño decepcionados en el instante en que el sol se oculta tras una nube. Si llueve, aunque sea un sirimiri refrescante, se sienten ya claramente desgraciados y abren sus mapas de carretera, consultan nerviosos los folletos turísticos y se suman a la persecución motorizada de un sol cien por cien garantizado y sin estafa posible.
Los de casa no quieren sol
El chovinismo local más ferviente sostiene, con escaso éxito, que es preferible un verano poco soleado, porque así la temperatura se hace más agradable, se puede intentar aparcar en el centro o encontrar un restaurante y se evitan las aglomeraciones y la sensación de agobio. Opinan que un cielo cubierto, incluso una llovizna, refresca los cuerpos y las ideas, y algunos acuden a bañar se precisamente cuando se levanta la galerna y la playa se desaloja precipitadamente, en un espectáculo hecho de toallas sobre la cabeza, madres que arrastran a sus hijos y gritos de "tus zapatos, ¿dónde están tus zapatos?".Con escaso éxito, porque los donostiarras y también los guipuzcoanos no desaprovechan fácilmente un rayo de sol y están dispuestos a sustituir la comida del mediodía por un bocadillo rápido con tal de ganar una hora de playa, este año, por cierto, más reducida que nunca. Las mareas vivas de la primavera han desplazado la arena al interior de la bahía, dejando al desnudo algunas rocas. Las pleamares cubrían la playa a excepción de una estrechísima franja de terreno donde se agolpaban miles de irreductibles; tres o cuatro por metro cuadrado. Toneladas de arena transportadas en camiones municipales han conseguido detener el desastre cotidiano de la desaparición, siquiera momentánea, de la playa de la Concha.
Los donostiarras han aprendido a utilizar la playa, independientemente de si hay sol o no.
No renuncian a bañarse a cualquier hora del día y hasta de noche, haga el tiempo que haga, incluso con lluvia -un placer delicioso- juegan a pala o al fútbol, corren por la arena o pasean por la orilla del mar para rebajar las varices. Hendaya, a media hora de coche, con permiso de la policía de frontera, concentra, especialmente por fines de semana, a muchos donostiarras que buscan la tranquilidad de una gran playa, menos poblada que la Concha, y que ofrece la posibilidad de practicar el desnudismo. Curiosamente, muchas donostiarras que no se desprenden de la parte superior de su biquini en la Concha, pese a que el ayuntamiento admite el top-less, desde hace años, practican libremente el desnudismo en un extremo de la playa de Hendaya en la que no existe siquiera un punto fijo de referencia que separe las dos áreas.
Italianos con pasta
Los franceses, que hasta hace pocos años constituían el 80% del turismo en San Sebastián, han dejado de venir. No es agradable encontrarse en las calles con, carteles firmados por las gestoras pro amnistía o por Herri Batasuna, en los que se advierte: "Atención, franceses: vuestro Gobierno colabora en la represión fascista contra los vascos... ", y mucho menos pasar las vacaciones bajo el temor de que tu vehículo sea incendiado con cócteles Volotov. El descenso espectacular de turismo francés y de los veraneantes tradicionales se produjo, sin embargo, en los años 1976, 1977 y 1978, coinciendo con los momentos de mayor convulsión política. Los guipuzcoanos, vizcaínos, navarros y alaveses, tomaron rápidamente el relevo, y ahora, año tras año, se incrementa paulatinamente la afluencia de visitantes.Los italianos llegaron masivamente el pasado año. Se inclinan con veneración ante el chacolí y ante la buena cocina, pero no olvidan cumplir con el hábito de comer pasta, que los más exigentes traen en sus equipajes. Vinieron antes, cuando el Mundial de fútbol, y vuelven ahora siguiendo el ejemplo de otros muchos extranjeros que pasaron por aquí para estar en los sanfermines o camino del sur. Los que regresan saben ya lo suficiente como para saborear los encantos de la ciudad. Se introducen en el bullicio de la parte vieja donostiarra, visitan la costa guipuzcoana e incluso el interior de la provincia, conocen ya los buenos restaurantes y se los ve recorrer el paseo Nuevo contemplando a los pescadores aficionados o deambular por el puerto junto a los cuerpos anudados de parejas nada furtivas y escuchar al atardecer el tintineo de las campanillas de los mástiles de los barcos que cabecean bajo las caricias de la marea. Por la noche se entregan con entusiasmo a la ronda de copas en el Txiki-Tenis, por el ,bulevar, la calle de San Martín o en las terrazas que surgen en cualquier esquina.
Los donostiarras gastan su dinero alegremente, sin mirar demasiado al futuro, visten con la elegancia cosmopolita de la ciudad y estos días se dejan atrapar por la frivolidad del verano, orgullosos de sí mismos. Comentan los resultados de las carreras de caballos, se interesan por el programa festivo de la Semana Grande, hablan de regatas, del festival de moda, de las pruebas de vela, del golf, de la Quincena Musical y, como todos los años en esta época, discuten sin demasiada pasión de la posibilidad de recuperar la plaza de toros.
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