Al alba
Estos partidos de baloncesto a las siete de la mañana siempre se tintan de optimismo. Allá no serán a lo mejor las siete de la mañana, pero como lo importante no es lo que se dice que es, sino lo que estamos viendo que es, vana es la esperanza de disuadirnos. Por otra parte, serán acaso en verdad las diez de la noche para los jugadores extranjeros, pero, ¿cómo ha de ser así para los españoles de España? Ellos salen a jugar como frutales madrugadores. Con el mérito de esa decisión que convierte a la cancha en un templo fresco y vacío, momentos antes de la primera misa. Es coherente pues que inhalen con el pecho limpio y sean al cabo premiados.Este equipo de baloncesto es el más claro caudal de nuestras satisfacciones deportivas. Da gozo, en este caso, ser hincha. Mientras que con la mayoría de las demás modalidades nuestra actitud de seguidor tiende a retorcernos como sarmientos y acabamos convertidos en cenizas, el juego de estos hombres nos enaltece. Entre su capacidad y la del contrincante hay a menudo una holgura suficiente para permitirnos abandonar el puesto de telespectador y atender pausadamente al teléfono, abrir la puerta con sosiego, hojear el periódico mientras seguimos el partido o incluso, a estas horas de la mañana, ir a afeitarse mientras siguen jugando seguros de que no harán una trastada al quedarse solos.
Algo de esta opulenta seguridad mostraban también los comentaristas de TVE en el partido de ayer contra Uruguay. Al parecer, les bastó observar algunos rasgos externos de los uruguayos, no necesariamente referidos al estricto baloncesto, para calibrar su inferioridad. Con la ayuda de los comentaristas, que nos informaban en parte sobre lo gárrulos y mal educados que eran los jugadores, y en parte cómo se impacientaba sin modales su entrenador, comprendimos que tal rival sería una mediocre o dulce víctima.
De hecho, y ya sobre tal pista no había más que sopesar las ropas de cordón y baratillo con las que se aderezaba Echamendi, frente a ese pantalón de algodón blanco con finas estampaciones de Fernández Ordóñez que vestía Díaz Miguel. Y esto ya sin contar con el excelente surtido de gafas diseñadas y cronómetro colorado que escoge nuestro entrenador. En el baloncesto español hay un look. Algo que sólo empezó a alcanzar la selección de fútbol gracias a Le coq sportif en el último campeonato de Europa y que fue, según todo el mundo sabe, la única razón que los analistas han estimado como pertinente para explicar nuestra presencia en la final.
¿Imaginan, por lo demás, y ya que sale esto, lo que sería en nuestro fútbol ponerse a compartir un desayuno a las siete de la mañana con la impotencia de un solo jugador en punta? El baloncesto español, al contrario de este insufrible estreñimiento, favorece la evacuación, es fácil, ligero, productivo, estimulante. No ha de parecer pues extraño que más personas de las que serían de prever madruguen para asistir a este tónico matinal. Por una vez, no es sólo esa dureza salobre, correlato de una cotidianidad sin éxito, lo que nos espera al alba.
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