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Toledo y Garcilaso

Hace días, bajo los toldos de Zocodover, pregunté a uno de los mozos que sirven en las terrazas ante los soportales: "Aquí, en Toledo, ¿de quién están más orgullosos, de El Greco o de Bahamontes?" "De El Greco", me respondió sin dudarlo. "De Bahamontes viven él y su familia; en cambio, El Greco da a muchos de comer".Tal sentido pragmático no es de extrañar en los tiempos que corren, ni que nadie se acuerde de Garcilaso en la ciudad, sobre todo teniendo en cuenta que no sólo los toledanos, sino la mayoría de los españoles, jamás volvieron a asomarse a sus versos desde los viejos tiempos del bachillerato. No sirven, como los de Bécquer, para alzar todavía leves sueños románticos o, como las estrofas de Neruda, para explicar la historia de los pueblos nacidos de los españoles, perdidos en las riberas de nuestro océano.

Y, sin embargo, si Neruda es América, y Bécquer, postrer suspiro de una época, Garcilaso es Toledo sobre todo, a pesar de sus viajes por Europa, y a la vez gala de corte, soldado valeroso, amante tan generoso como mal marido.

Garcilaso volcó sobre sus damas, en Toledo, en Nápoles, a lo largo de toda la Provenza, los mejores versos en lengua castellana, donde el amor respira, calla y siente más cerca de los dioses que de este mundo terrenal. Sus églogas famosas nacieron de sus propias vivencias, que supo alzar a categoría universal. Guerra, vida y pasión le acompañaron siempre donde quiera que fuese, desde el alcázar regio de sus días primeros hasta el Danubio, cara al turco, condenado al exilio por asistir, aun conociendo el riesgo que corría, a una boda secreta en contra de la voluntad del emperador. Con padrinos tan poderosos como el duque de Alba, no debió ser su destierro demasiado duro ni le impidió acabar en Nápoles, donde sus hazañas de pluma y cama sazonaron una corte bastante más abierta que la de Toledo. Si Cervantes retrata el fin de los caballeros andantes, Garcilaso interpreta a su modo ese papel. Atrás quedan los paladines medievales, la honra de las mujeres ganada y perdida en trances singulares, las escenas de celos que debió odiar como nacido más allá de los Pirineos. Tras él se adivina un hombre de hoy, pero también al brillante" soldado temido por sus rivales, brazo del césar, admirado por las damas, a las que regalaba los oídos con amor y el corazón con cama. Quizá el secreto de este Garcilaso múltiple se halle, como siempre sucede, en su primera juventud y en sus días en los salones del alcázar. Nacido en un palacio cuyo solar hasta hace poco se mostraba a los curiosos, de allí salió para formarse en la corte del monarca luchando a su lado contra los comuneros, entre los que se hallaba justamente su hermano. No es difícil imaginar sus dudas: ambos bandos tenían la razón , y sin llegar a resolver el eterno dilema que las guerras civiles plantean cayó herido en Olías. Otras heridas vinieron después, no de hombre, sino de mujeres, de las que nunca pudo o quiso librarse a lo largo de su breve carrera. Unas fueron de tedio junto a su mujer; otras, más dolorosas, en su amor por Isabel de Freire, portuguesa. Ésta, como las otras damas venidas con la emperatriz, llamó al punto la atención de los altivos caballeros castellanos, graves y mudos, tal como los retrata El Greco en sus cuadros. Su modo de andar alegre -su meneo, dice el poeta; su contoneo, se, diría después- venía a ser anuncio de otras delicias de la carne. Formaba parte

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de una tradición que desde Pedro Mendoza, arzobispo de Toledo, tercer rey de España, había de llegar a Garcilaso, recién casado ahora. La dama portuguesa fue referencia y punto de partida para las que tras ella vinieron, llenando el corazón del poeta y sus versos de una profunda melancolía. No se sabe si fue correspondido o no, al menos el tiempo suficiente para comprobar si aquella pasión fue verdadera; mas el amor crecía en Garcilaso y su obra incluso cuando Isabel se casó con un varón gordo y romo en amores y ambiciones, muriendo en el primero de sus partos.

El destino que niega a los mediocres modelos, que seguir en la hora suprema, espejos en los que mirarse a la hora de enjugar las lágrimas, concedió a Garcilaso de por vida un modo de, a la vez, olvidarla y perdonarla. No hubo en sus versos ira ni reproches, ni mucho menos celos de amante resentido, de amor que pudo ser y se quedó en el camino de tantos otros antes; su amor salió a la luz doblemente en sus églogas disfrazado de diversos nombres, que van de Elisa a Galatea. El mismo poeta, unas veces Silicio y otras Nemoroso, según se queje o no del bien perdido, viene a ser siempre Garcilaso el mejor caballero, el más grande poeta que conoció Toledo a través de los siglos.

Después de Isabel vino una sucesión de amantes, alguna de las cuales le dio un hijo, que heredó del padre la pasión por la pluma y de la madre otra pasión más peligrosa: la intriga, que le hizo morir tempranamente camino del exilio de Orán.

Mas, como un río subterráneo, como fuente perenne, el recuerdo de Isabel de Freire continuó fluyendo en Garcilaso hasta el día de su muerte ante la torre de Muey. Allí le derribaron de una pedrada en la cabeza cuando subió el primero la escala de la torre sin casco ni coraza para calmar las prisas del emperador. Herido de muerte, fue llevado a Niza, donde, si fue creyente, fue a encontrarse con Dios. Pues éste es un enigma más que aquel guerrero, galán impenitente: en sus versos nunca aparece una alusión a la divinidad. Su ambigüedad manifiesta en tantas cosas nunca va más allá de la fría barrera de la razón. Puede que aquellos instantes decisivos le hicieran cambiar de idea; quizá de haber vivido más, sus postreros años, como los de algún amigo suyo, hubieran sido de completa devoción. Pero es el caso que murió joven y que sus restos fueron devueltos a Toledo, donde su viuda durante tanto tiempo en vano le esperó. Allí fueron las lágrimas tras los negros presagios en el claustro de la catedral o en los corrillos de Zocodover. Llegaban día tras día multitud de capitanes y soldados, y la esperanza renacía en doña Elvira, que ordenó decorar patio y alcoba a fin de recibir al ausente.

Y el ausente llegó. Dos amigos enlutados dieron aviso de que abajo esperaba. Garcilaso había vuelto muerto tras salir vivo un día de entre aquellos muros.

El emperador, quizá reconociendo su parte de culpa en la muerte del amigo, favoreció a la viuda, que vio casarse a su hija Sancha con un sobrino que acudió a los funerales. Hasta su muerte vieron los toledanos pasear a una nieta del poeta, convertida por la abuela en compañía favorita y discreta.

Todo esto sucedió en Toledo. Por ello se halla Garcilaso vivo y actual en cada rincón de su ciudad, en su vida y también en sus églogas, aunque no se le nombre y sólo dé de comer a las sombras de un más allá que no supo o no quiso descifrar.

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