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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un futuro incierto en Israel

LAS ELECCIONES israelíes han confirmado el inmediato pasado, congelado el presente e hipotecado el futuro. Una evolución iniciada en las urnas con los comicios de 1977, sostenida a lo largo de estos años en la personalidad y fuerza casi fanáticas del ex primer ministro Menájem Beguin, alcanza ahora la mayoría de edad con el mantenimiento en las urnas del bloque derechista Likud, en esta ocasión ya no dirigido por su creador, sino por la figura en absoluto carismática, del actual primer ministro Isaac Shamir.El nacimiento del Estado de Israel fue un parto casi exclusivamente laborista. Como la democracia cristiana en Italia, el laborismo de Ben Gurion, partido de militancia predominantemente centroeuropea, motor del Haganah -las fuerzas armadas en la clandestinidad en el tiempo del protectorado británico sobre Palestina-, del Palmach -el ejército formalmente constituido a la independencia- y del Histadruth -la gran central sindical-, tendía a confundirse con el Estado. A su izquierda, algunos flecos de ideologías más o menos marxistas para los que el fabianismo socialdemócrata teñido de ruralismo kibutz resultaba demasiado moderado; a su derecha, los partidos religiosos, que le reconocían ese carácter de partido fundador del Estado sionista pese a su laicismo, y una constelación de pequeños partidos conservadores que habían perdido la batalla de la creación del Estado con las huestes de Ben Gurion. Entre estos últimos esperaba su hora Menájem Beguin.

Durante los primeros 30 años de existencia del nuevo Estado, el laborismo había gobernado sin obtener ni una sola vez la mayoría absoluta de 61 escaños en la Kneset de 120 bancas parlamentarias, apoyándose en los flecos izquierdistas y en las más moderadas de las formaciones políticas rabínicas, como el Partido Nacional Religioso.

En esa larga generación de guerras contra el cinturón de Estados ásabes limítrofes, el laborismo había de vencer en todas ellas sin que el pueblo pudiera decir que había ganado en el campo, de batalla el derecho a la paz. El cansancio, producto del punto muerto en el que unos dirigentes conquistaban sin decidirse a la anexión, pero se mostraban igualmente incapaces de las renuncias que hacen posible la paz, dio su oportunidad a la coalición de Beguin, llevándola al triunfo en 1977. Paradójicamente, sería el gran líder del fanatismo nacionalista, apoyado en los votos ultraconservadores de los menos favorecidos, la masa de origen sefardí, quien firmaría su paz con el Egipto de Sadat, al tiempo que anexionaba el Golan y aceleraba la implantación hebrea en el valle del Jordán. El electorado, colocado ante una oferta abrupta pero clara, se dividía en dos grandes bloques nacionales, de fuerzas muy similares, que ahora, con el buen resultado obtenido por el sucesor de Beguin y el mantenimiento previsible de la alianza con una parte de los partidos religiosos, que ya habían abandonado al laborismo en 1977, consolidan un nuevo mapa electoral.

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El Gabinete saliente de Shamir se presentaba al electorado con más de un 400% de inflación anual, una enorme sangría de vidas en la franja de ocupación líbanesa y ni siquiera un atisbo de alternativa política en cualquiera de esos dos frentes. ¿Por qué, entonces, ha retenido prácticamente la totalidad de sus votos? Como afirmaba en la víspera de los comicios el escritor israelí, próximo a los laboristas, Amos Oz, el Likud ha conseguido que las elecciones se hayan transformado en un plebiscito sobre el futuro de los territorios ocupados y la necesidad de mantener un muro defensivo más allá de la frontera líbanesa. Y ese reférendum no le ha sido, por decir poco, desfavorable.

Mientras el laborismo defiende un programa de relativa oscuridad: la retirada de unos dos tercios de los territorios ocupados, el mantenimiento de guamiciones en el valle y la rectificación de fronteras con Jordania; el Likud apenas esconde sus intereses últimos: consolidación de la ocupación del Golan, y anexión, también, en todo menos en la forma, de Cisjordania en el marco de una autonomía para la población palestina de base personal pero no territorial. Por ahí se traza la línea divisoria entre los dos electorados, y de ahí nace el hipotecado futuro de la política israelí.

Aunque la victoria numérica haya correspondido al laborismo, el partido de Peres se halla lejos del guarismo que le permitiría fácilmente formar gobierno, y que se sitúa en tomo a las 50 actas. Por el contrario, el umbral de gobernabilidad para el Likud se sitúa algo más bajo, quizá no por encirna de los 45 escaños. En las presentes circunstancias sólo se dibujan tres líneas de exploración futura. Un Gobierno de coalición minoritario, con menos de los 61 escaños necesarios para sostenerse en la Kneset, lo que parece más factible para el Likud que para el laborismo; un Gobierno de coalición con mayoría raspada, lo que parece muy difícil para cualquiera de las dos formaciones políticas; y un Gobierno de unión nacional entre ambas fuerzas. El tira y afloja propio de los intentos de formar una coalición ganadora se prolongará fácilmente semanas, posiblemente meses.

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