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Un modesto argumento contra la pacificación de Euskadi

A alguien le recordará el título que acaba de leer, Un modesto argumento..., aquel opúsculo en que Jonathan Swift, uno de los más grandes irlandeses (y mira que los hay), hacía "una modesta proposición", cuyo objeto era, si no recuerdo mal, ayudar a resolver el problema del hambre en Irlanda. En aquel caso me parece que se trataba de tomar algunas medidas de esas que se suelen llamar drásticas -o, lo que es casi lo mismo, dramáticas, y hasta catárticas o purgantes-, pues la vía de solución estaría en disminuir la población y aumentar los recursos alimenticios por medio de una sola medida, cuyo efecto sería, venturosamente, doble: comerse a los niños.Trata este artículo de Euskadi, y desde luego, que no voy a proponer medidas tan drásticas como que el llamado problema vasco se resuelva mediante la degustación española de la santa infancia euskaldun, aunque, ciertamente, en la medida en que disminuya la población de Euskalherria lo más seguro es que sus manifestaciones de inconformidad con el curso de los acontecimientos fueran menos numerosas. Por lo demás, después de la experiencia de Herodes en el asunto de los santos inocentes, parece claro que no se puede tener gran confianza en esos genocidios de tipo degollación sean ellos acompañados o no de manducaciones-, pues ya se vio cómo el niño clave puede escaparse entre las mallas de la sangrienta redada, y aquí tenemos el cristianismo como prueba de lo que acabamos de decir.

Además, es que uno no tiene proposición alguna que hacer -ni modesta ni inmodesta- sobre este problema a la hora de escribir estas palabras. De un argumento y no de una proposición se trata, y precisamente de un argumento contra la pacificación de Euskadi, y a él quiero referirme precisamente cuando parece que, incluso en medios de la izquierda abertzale, se asume este término -"pacificación"- sin mayores problemas. Es un descuido terminológico sin duda, en tales casos, porque lo último que necesita el País Vasco es, precisamente, lo que está sufriendo: un proceso de pacificación. Las gentes de mi edad, a poco sensibles que hayamos sido, sabemos que se trata de un término impresentable desde un punto de vista político de izquierda, y no digamos ya en el plano propiamente ,ético, porque, en ese plano, "pacificación" apesta a napalm y a otros curiosos y lamentables excesos. Argelia o Vietnam no me dejarán mentir a este respecto. Otros muchos casos, en el curso de la historia, podrían aducirse para exponer el modelo según el cual en determinados territorios se mueven tribus levantiscas y se pone en marcha una actividad pacificadora. Los pieles rojas norteamericanos quizá tendrán algo que decir sobre este asunto, por poner un ejemplo cualquiera.

Este tipo de palabras contiguas, digámoslo así, presentan estos problemas. Resulta, por ejemplo, que el halo semántico de la palabra paz se conserva en la degradación de su significado, de manera que pacificación, refiriendo en realidad una operación guerrera -una acción contra la pazsigue sonando a empresa deseable que apuntara a un objetivo humanista. Con palabras cuya contigüidad es de otra índole -no sígnica- ocurren también fenómenos dignos de mención.

Así es con palabras como autonomía e independencia que, abstractamente consideradas, son casi sinónimas (serían sinónimas en el caso de que pudieran hablar rigurosamente de sinonimia), y que en la práctica se han hecho más de una vez la guerra, y hasta una guerra sin cuartel, en la medida en que, bajo el manto de las autonomías se ha cubierto muchas veces el rechazo de las metrópolis a conceder la independencia a sus colonias. La autonomía es entonces el último cartucho ideológico contra la independencia de los pueblos. Los patriotas cubanos, en su guerra de independencia, sabían que sus más envenenados enemigos eran los autonomistas. En la historia de Irlanda será posible hallar, sin mucho esfuerzo, esa dialéctica según la cual los imperios, en un momento determinado, tratan de conservar su poderío político y económico postulando, ¡ay, tardíamente!, la autonomía de determinados territorios, y ello, frecuentemente, como el ingrediente político de la pacificación armada.

Mi modesto argumento presenta algo así como dos vertientes: una moral (que es la que me expresa a mí mismo) y otra pragmática (que es la que tendría que expresar a quienes traten de enfrentarse con el debido realismo a lo que se suele llamar el problema vasco). Estos últimos tendrían que saber que por medios pacificadores lo más que pu ede conseguirse, en casos como éste, en que se da una mayoritaria, más o menos matizada o radicalizada, consciencia nacional, podrán dar, en el más efectivo de los casos, apaciguamientos temporales que, en el fondo, contienen situaciones de enterramiento (provisional) de las armas. De paz de los sepulcros se ha hablado muchas veces con cita implícita y culturalmente ilustre; de cuarenta años de paz se habló no hace mucho profusamente y algunos demócratas de hoy no fueron ajenos a aquellas apologías del orden público. Pax americana y Gran garrote recuerdan una de tantas mixtificaciones de la paz que uno, como quien esto escribe, desea en lo más hondo de su corazón y cuya imposibilidad no está en función de la testarudez criminal de algunas personas violentas, que irrumpen, inopinadamente y obedeciendo a pulsiones patológicas o intereses inconfesables, en el curso de un sistema

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cuyos horrores fueran subsanables por medios discursivos y pacíficos.

En realidad, lo que hoy se llama paz social es el dominio de la violencia invisible, como todo el mundo sabe, y así, es obvio que no hay otra estrategia para la paz que la que se plantea en términos, impacientes, de justicia sobre la base de análisis profundos de la vida social. Para empezar, el pensamiento sobre Euskadi tiene que prohibirse a sí mismo el uso de la terminología ideológica. Es preciso aprender a pensar este tema sin emplear, por ejemplo, la palabra terrorismo. Ya sé que es dificil; pero nadie ha dicho que sea fácil nada menos que pensar.

Recientemente, con motivo de la muerte de Foucault, se ha dicho de él que era un hombre dedicado, sobre todo, a escuchar. Sabía oír lo que sucede en la calle; tal sería el secreto de la riqueza de su pensamiento. Guarden, por favor, un momento de silencio. ¿Que se oye? ¿Disparos? Es cierto. ¿Qué más se oye? ¿Suspiros, gritos? ¿Quién suspira, quién grita? ¿Desde qué sufrimiento? ¿Contra quién? ¿Y palabras? ¿Qué dicen las palabras? Hay gritos de cólera, hay gritos de dolor. Paciencia, paciencia. ¿Qué más se oye? ¿Nada? ¿O todavía algo? ¿Es una voz más dulce, más suave? ¿Acaso es una música? ¿Estamos sordos? Silencio, silencio. ¿Qué pasa allí? Empiezan a oírse palabras como música. No entiendo nada. Es una lengua extraña. ¿Acaso es otro país? ¿Acaso es, verdaderamente, otro país? Pero ya alguien lo ha definido: zona especial norte. El general Custer vuelve al camino al frente del 7º de Caballería. Lleva un cargamento de alcohol, rifles y pieles envenenadas, y uno se guarda, allí donde le cabe, su modesto argumento contra la pacificación de Euskadi.

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