La decadencia económica de Europa
En vísperas de la histórica cumbre de La Haya de diciembre de 1969, Paul Henri Spaak, uno de los más tenaces y más convencidos partidarios de la unidad de Europa, se preguntaba si los políticos que acudirían a esta reunión tendrían la audacia necesaria para remontar los obstáculos y lanzar de nuevo la idea de la integración europea, y valoraba su actitud en los siguientes términos: "Ciertamente, sus discursos son en ocasiones alentadores, llenos de palabras de buena voluntad. El examen que hacen de la situación es a menudo lúcido. Indican el camino por el que sería preciso marchar, pero su acción es vacilante y temerosa. Van de compromiso en expediente. Saben que están retrocediendo. Quizá lo deploran, pero ninguno parece tener la voluntad de reaccionar...". Y concluía de este modo su examen crítico de la situación: "Los que miden su esfuerzo europeo por los aplausos que recogen protegiendo algunos intereses particulares, sin preocuparse del interés general ni del futuro, no están a la altura de la tarea histórica que les incumbe".Afortunadamente, la cumbre de La Haya se saldó con un gran paso adelante; Francia levantó el veto al ingreso del Reino Unido en la CEE. Casi 15 años más tarde, y en las fechas de la cumbre de Fontainebleau, Europa se debate de nuevo entre el pesimismo y la esperanza. Una vez más parece como si esa "crisis de la conciencia europea" -de la que nos hablaba P. Hazard- fuese el rasgo más característico del estado actual de la construcción europea.
Un nuevo baricentro económico
Para comprender en su verdadera dimensión la crisis política de la CEE, hay que tener presente que a la altura de 1984 los problemas de la construcción europea son mucho más complejos que hace tan sólo una década. Como consecuencia de la crisis económica y del impacto de un nuevo ciclo tecnológico, el orden mundial ha sufrido una profunda transformación, y Europa no podía ser ajena a estas mutaciones. En realidad, este cambio radical no sólo ha afectado al "triángulo estratégico" (Estados Unidos, URSS y China), sino, sobre todo, al "triángulo económico" (Estados Unidos, CEE- y Japón), que en los últimos años se inclina peligrosamente desde las orillas del Atlántico hacia las del Pacífico.
El ciudadano europeo, que durante algunos lustros se había acostumbrado a pensar en Europa como una especie de contrapoder económico en el sistema atlántico, observa cómo la economía europea pierde competitividad frente a Estados Unidos y Japón y esta debilidad se acentúa en el sector industrial de nuevas tecnologías. La CEE, en otro tiempo definida como un gigante económico y un enano político, hoy corre el riesgo de convertirse en un enano económico.
Lo cierto es que, desde el siglo XVIII, ésta es la primera vez que una gran revolución industrial no nace en Europa y que, por razones tanto institucionales como culturales, las nuevas tecnologías se adoptan con mucha mayor rapidez entre las dos orillas del Pacífico: un mundo del que ha sido excluida Europa.
La 'tecnopolítica'
Sin embargo, la traslación de los ejes económicos mundiales -con el declive de Europa y la consolidación de la zona baricéntrica formada por Estados Unidos y los países de Extremo Oriente capitaneados por Japón- puede tener la virtud de sensibilizar a todos los europeos no sólo respecto, a la necesidad de abordar políticas integradas en los sectores de la investigación científica y las nuevas tecnologías, sino también en lo que hace a su papel e imagen fuera de Europa y, especialmente, en el Tercer Mundo.
Por ello, en el horizonte inmediato de la nueva Europa adquieren todo su sello de urgencia los planes de relanzamiento industrial y tecnológico de alcance comunitario. Si todos los europeos son conscientes de que cada día es mayor la incidencia de la tecnología en la geopolítica -la "tecnopolítica" según la expresión acuñada por H. Kissinger- y de que su enemigo común se encuentra en la decadencia tecnológica, con las secuelas de dependencia política que genera, la nueva Europa no se impondrá por principios discutidos, sino por una necesidad indiscutible.
La reforma de los tratados
La presión de la competencia y la aceleración tecnológica de nuestro tiempo van a imponer la modificación no sólo en el ritmo, sino en el contenido del proceso de construcción de la unidad europea.
Las Comunidades Europeas fueron el fruto de la iniciativa de una generación de verdaderos estadistas -Schuman, Adenauer, De Gasperi, entre otros- que tuvieron la valentía de sacrificar un éxito inmediato y de renunciar a una victoria de prestigio en beneficio de lo esencial.
Ellos supieron traducir en realidades el deseo de reconciliación de sus pueblos y sentaron el principio de dirimir las diferencias de familia en el solar europeo no por la fuerza de las armas, sino por la vía del diálogo en torno a una mesa de negociación.
Sin embargo, hijos de su tiempo económico, los tratados de París y Roma hablaban demasiado de carbón y acero -orígenes del poder de Europa desde el siglo XIX- y de comercio; no demasiado de empleo y demasiado poco de industria, energía e innovación tecnológica. Sin duda, ha llegado el momento de suplir estas deficiencias y proceder a un efectivo relanzamiento de la integración europea que se concrete en una reforma a fondo de los tratados y del acero comunitario.
Además, el acervo comunitario estaba integrado por un conjunto de acuerdos que reflejaban un cierto equilibrio de intereses entre los seis países fundadores de la CEE.
Con la culminación del período transitorio del Reino Unido -país a cuyos intereses manifiestamente no se adaptaba el acervo comunitario- se ha planteado con toda su crudeza la. necesidad de reajustar el equilibrio político en la Comunidad.
Legitimidad democrática
La CEE se enfrenta a una crisis de identidad que sólo puede saldarse bien con su desintegración paulatina en una zona de libre cambio o bien con un salto adelante que impulse la construcción europea en las realidades y en el ambiente político de hoy. En su esencia, Europa tiene que rechazar el asalto de los egoísmos nacionales y volver al espíritu solidario de sus "padres fundadores"; en sus objetivos, Europa tiene que adaptarse a la modernidad tecnológica, y, en sus métodos, Europa tiene que reforzar el contenido democrático de sus instituciones, con el retorno al voto por mayoría y con la transferencia progresiva a las instituciones existentes de poderes reservados hasta ahora a los Gobiernos nacionales. En este contexto de vanguardia surge el interrogante sobre qué papel puede jugar el Parlamento Europeo en el diseño de la respuesta comunitaria a los nuevos desafíos de su economía y de su sociedad.
Desde que en 1979 se celebraron las elecciones directas por sufragio universal al Parlamento de Estrasburgo, la construcción europea ha recibido la legitimidad democrática que le otorga la voluntad soberana de sus ciudadanos. En su primera legislatura, y a pesar de sus limitados poderes, el Parlamento Europeo ha demostrado poseer la sensibilidad política necesaria para que de su seno emergiesen iniciativas como la del Proyecto de Tratado de la Unión Europea -aprobado por amplia mayoría el pasado 14 de febrero-, que pretende dar una respuesta rigurosa y coherente a la fase de peligroso reflujo por la que atraviesa la integración europea.
Si bien es cierto que en el horizonte inmediato sería ilusorio esperar una renovación sustancial de la Comunidad Económica Europea por iniciativa exclusiva del Parlamento, sin embargo éste ha asumido una función constituyente y ha sabido proyectar la convicción de que el relanzamiento económico y político de Europa exige la reforma radical de los tratados existentes y de que esta reforma solamente puede ser elaborada con el concurso de un órgano que sea expresión democrática directa de los ciudadanos europeos y no exclusivamente por el Consejo de Ministros, que es el órgano de conservación de las soberanías nacionales. Los recientes fracasos y lentitudes en la construcción de Europa han provocado un sentimiento de cansancio en la opinión pública europea y sobre todo en los jóvenes. De ahí que el interés del próximo acontecimiento político de signo europeísta radique en saber si la crisis política de la CEE puede desembocar en un proceso constituyente capaz de abordar el tránsito de la actual pseudounión aduanera y monetaria a un auténtico mercado común. La opinión pública europea aplaudiría todas las decisiones audaces porque lo que está en juego es hacer Europa o dejar de hacerla.
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