Lo que Salgari comparte con Shakespeare
No he oído ni leído demasiados comentarios derogatorios (ni por supuesto, ninguno elogioso) del referéndum de escritores propiciado por varios periódicos europeos -entre ellos, este en el que escribo- e inspirado por la sagazmente comercial revista francesa Lire. Mejor: este desdeñoso semisilencio confirma que la ridiculez de la iniciativa ha sido lo suficientemente patente como para ahorrarse las cajas destempladas. De todas formas, creo que a partir de esa insustancial ceremonia de autocomplacencia cultural pueden hilvanarse unas cuantas reflexiones sobre la gozosa miseria de la literatura, que serán cosa liviana propia de estos días veraniegos, nota a pie de página, divagación previa a la siesta. Ni yo estoy para más ni ustedes tienen derecho a exigírmelo.Como recordarán, se trataba de elegir el mejor escritor europeo; como ustedes han aprendido gracias a Lire, ser europeo y escritor no es tan fácil como parece. Para ser europeo con voz y voto (que viene a ser europeo de veras, europeo comme il faut) hay que ser británico, alemán, italiano, francés (esto ya nos lo esperábamos) o español (¿quién se habría atrevido a pedir tanto?). Para ser escritor importante (es decir, escritor, porque, ¿a quién diablos le importan los escritores no importantes?) hay que estar muerto y en una lista muy lista preparada por unos señores a los que no tenemos el gusto de conocer, pero que cuentan con nuestra confianza (se trata de un juego, repiten sin cesar, con la modélica seriedad del asno, los muchachos de Lire).
Consecuencias de lo anterior, que muchos, con demasiado obvia razón, han deplorado: Dostoievski no es europeo y Quevedo no es escritor, mientras que Yeats no es escritor ni europeo. En cambio, Curzio Malaparte y Virginia Woolf (esta última, apoyada por Simone Weil: así, cualquiera) son todo lo que hay que ser en este mundo para salir en el hit-parade. Virgilio no era europeo, ni falta que le hizo, o quizá no fue suficientemente escritor, ni tampoco aquellos viejísimos poetas griegos (¿existieron acaso?) cuyas obras, según señala un estudioso actual (A. M. Davies), con lo que supongo que en Lire tomarán por condescendiente menosprecio, "tratan de una vieja lanza o de un perro muerto, tratan de las dificultades de ser virtuoso, de la fragilidad de los monumentos, de la brevedad de la dicha". Se dan algunas paradojas, pero ¿dónde no?; por ejemplo, en el noveno lugar de la clasificación definitiva figura James Joyce, cuya obra menos deplorada lleva por título el nombre de Ulises, personaje creado por un bardo jonio que ni era europeo, ni escritor, ni siquiera existió. Y es que si el griego clásico también es una lengua culta, no acabaremos nunca el Mercado Común. ¿Qué pinta en Estrasburgo Esquilo, bárbaro antiguo que soñó un tribunal de dioses y hombres para conseguir que las furias sanguinarias se convirtieran en protectoras de la ciudad? ¿Consentiremos que los miembros de la OTAN escuchen a Sófocles, cuya más terrible heroína murió por haber nacido para el amor y no para el odio? De Fernando Pessoa, Kierkegaard, Cavafis, Isak Dinesen, Nabokov, etcétera, sin olvidar a Tolstoi, nada hay que decir: son modas pasajeras, no homologables. ¡Lástima, en cambio, que Bernard Pivot no haya muerto, porque sería el candidato perfecto a la más ilustre pluma televisual del continente... !
Los cuatro primeros clasificados resultaron, como era obligado, los cuatro grandes escritores oficiales de sus respectivos países. Shakespeare, por Inglaterra; Goethe, por Alemania; Cervantes, por España y Dante, por Italia. Se trata de un baile en capitanía con asistencia del cuerpo diplomático, de modo que no caben sorpresas. A los franceses siempre les ha perjudicado no tener un escritor nacional oficialmente reconocido: Proust, Molière y Voltaire, en buenas colocaciones, salvaron la honra de los anfitriones del evento. El quinto -es decir, el primero después de los inevitables- fue Franz Kafka (¿qué hace un checo como tú en un hit-parade otanista como éste?), y García Lorca (pronúnciese Logká) quedó en un honroso undécimo puesto... delante de Flaubert, Petrarca, Schiller o Stendhal: ¡casi nadie al aparato! La interpretación de estos interesantísimos datos (pero, por favor, es un juego; idiota, pero juego al fin) queda al arbitrio del ocioso lector de Lire: parece evidente a simple vista que no se puede hacer el bachillerato impunemente y que quizá llegue el momento de deplorar la decadencia del analfabetismo que preocupaba a Bergamín.
No podía faltar la nota discrepante de un rebelde. Entre los comentarios de Lire a la puntuación de cada uno de los países, que constituyen una pequeña y educativa obra maestra de cuistrerie de alto vuelo, se menciona la anécdota de un niño español que propuso esta trinidad impecable: Alejandro Dumas, Julio Verne y Emilio Salgari, desdeñando los nombres de genios oficiales que se le ofrecían. Aquí surgió el problema, porque pase lo de Dumas y lo de Verne, franceses al fin y al cabo, pero, ¿quién demonios es Salgari? Nadie en la Redacción de Lire lo sabía, como confiesan ellos mismos con ufana modestia que les retrata; una enciclopedia vino en su ayuda, y con sonrisa paternal se enteraron de la existencia del autor de Los tigres de Mompracem y El león de Damasco. Añaden: y luego dirán que este referéndum no ha resultado útil... En efecto, la lección implícita en el voto del niño pudiera haber sido provechosa, si los que la recibieron hubiesen estado menos empedernidos. Porque el chico lo que intentó fue explicar a esos señores qué es un gran escritor, y para ello, como un pequeño Galileo, no recurrió a la dogmática voz de los sabios, sino al telescopio de su experiencia. No mencionó a Shakespeare, ni a Goethe, ni a Cervantes, ni a Dante. ¿Por qué? Porque no los ha leído aún, concluirán de inmediato los redactores de Lire ¡En modo alguno! No haberlos leído es precisamente lo que el mozo tiene en común con los votantes que les han hecho encabezar unánimemente la lista de sus preferencias. Pero él tampoco ha leído, bendito sea su limpio y jubiloso corazón, a los que establecen quién es genio y quién no, quién es el primero y quién el segundo ante los ojos del Señor. A él le gusta Salgari, y por eso votó a Salgari, sin saber que no se trata de gustos de lectura -cosa deleznable-, sino de saber quién es el más grande escritor. Y el más grande dependerá de los votos, que es cosa por encima de caprichos y ventoleras subjetivas: la cultura de la comunidad europea es una cosa muy seria, y si con sus literatos se hacen juegos, nunca serán juegos de niños...
Hay detrás de todo esto, además de urgencias comerciales e ingenuos proyectos de falsa unanimidad europea, la vieja obsesión literaria por el ranking. Entre escritores, el escalafón es aún más importante que entre las demás castas burocráticas de la Administración, porque es más impalpable, más discutible. Todos estamos obsesionados con él, sobre todo quienes aseguran que a ellos esas cosas les traen sin cuidado. Las batallas mordaces e implacables entre mandarines y arribistas, patriarcas y malditos, facilones y exigentes, entre quienes están, quienes decaen, quienes vienen o quienes no llegan del todo, son una constante en la sociología literaria desde el Renacimiento. Si alguien lo duda, puede leer el clásico de Lucien Fèbvre El problema de la incredulidad en el siglo XVI, o, más cerca de nosotros, las memorias literarias de Cansinos-Assens. Cada época ha conocido lamentaciones por la corrupción del gusto, la entronización de la mediocridad y la postergación del auténtico mérito; nunca han faltado los que, acusados de haber vendido su alma al diablo por un plato de lentejuelas, han respondido a sus acusadores que les envidiaban porque ningún pobre diablo ofrecía nada por su alma. Siempre se ha propuesto como ejemplo de probidad artística para los contemporáneos el nombre de los maestros de generaciones anteriores, olvidando que éstos también padecieron en su día la misma comparación desfavorable y maliciosa, etcétera. Lo que cuenta es: ¿quién está ya arriba?, ¿quién es el primero?; si no lo soy aún, ¿quién está usurpando mi puesto? En esta puja no sólo intervienen los incapaces, ambiciosos o resentidos, sino también, sorprendentemente, los autores de obras admirables, a los que se podría suponer por encima de estas zozobras. Por lo demás, los más vigilantes de su renombre, y por tanto censores del ajeno, suelen revestir su refriegapro domo de objetiva y abnegada tarea moralizante: ¿recordaremos a quienes convocan una conferencia de prensa para denunciar que son marginados, a los que escriben artículos de primera plana denunciando a quienes escriben artículos de primera plana, a los exiliados voluntarios que -entre presentación en la universidad de su última novela y almuerzo con el ministro de Cultura- lamentan amargamente el mandarinato cultural establecido?
La obsesión del ranking tiene múltiples explicaciones, todas más o menos válidas. Los francfortianos hablaron de mercantilización competitiva de la cultura; Adler, de la protesta masculina; Nietzsche, de la voluntad de poder... Freud enseñó que la libido conoce otras formas de dinero que el de curso legal, y que la fama es ese aurum non vulgui con que se tonifica nuestro pobre ego acosado por lo irremediable y lo imposible. Sospecho que, además, la vanidad tiene raíces estrictamente profesionales: corresponde a la intensa humillación del escritor debatiéndose contra la limitación hostil de las palabras, viendo cómo todo lo que se objetiva -incluso en el mejor de los casos- se empobrece... ¿Quién se atrevería a escribir sin hacer acopio de una soberbia mayor que la de Luzbel para contrarrestar la vergüenza de nuestros sueños caídos en la voz pública? De aquí que nos guste imaginar un Parnaso poseído de nuestras mismas rencillas y podamos suponer, tras el referéndum de Lire, murmuraciones ácidas en las alamedas elíseas, por las que un Dante de semisonrisa desdeñosa en el rostro adusto se cruza sin saludar con un indignado Virgilio...
William Shakespeare, grande entre los mas grandes, dulce cisne del Avon ("Nosotros, que admitimos que en literatura todo puede ser aún hecho, no creemos de veras que nadie pueda escribir mejor que él", vino a decir una vez George Steiner), abandonó cierto día el bullicio teatral londinense y sus envidiosas zancadillas para morir en su campiña natal, dejó intactos todos sus secretos, enigmático él mismo -aunque hasta los analfabetos conocen su nombre- tanto como el señor W. H., a quien de dicó sus oscuros y ardientes sonetos de amor. El capitán Emilio Salgari fue el escritor más popular de su tiempo, pero editores sin escrúpulos le explotaron hasta la consunción; amarrado como un galeote a su mesa hipotecada, alimentándose sólo de café negro, trabajando 14 horas diarias, 16 horas diarias, para sacar adelante a sus hijos pequeños y a su mujer loca, narró las victorias de piratas remotos y el hundimiento del Rey del Mar. Una mañana de invierno dejó definitivamente la pluma, tras re comendar su familia a los negreros que le explotaron: "Yo os he hecho ricos: preocupaos al menos un poco por mis hijos". Una hora más tarde se hizo el harakiri con un yatagán sobre la nieve recién caída, cerca de Turín. Shakespeare, Salgari, nombres, páginas y humo, pasto para el vampirismo deljournaliste y para el arrobo inicial del niño. Al cabo, nada nos deben: les debemos cuanto han escrito.
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