Lillian Hellman y otras conductas
La reciente muerte de Lillian Hellman ha tenido una repercusión ambigua. Por una parte, se ha mencionado su importante obra dramática, situándola en su tiempo y en su contexto y aventurando la opinión de que quizá haya envejecido más de la cuenta. Por otra, se ha citado algo tangencialmente su formidable trilogía autobiográfica (Mujer inacabada, 1969; Pentimento, 1974; Tiempo de canallas, 1976) y el significado que tuvo su actitud ejemplar en plena pesadilla del macartismo.La repercusión es ambigua porque estos tiempos también lo son. Quizá por eso nadie ha dicho que la verdadera obra maestra de Lillian Hellman fue su conducta. En un momento en que conspicuos intelectuales abren o cierran filas y balbucean enmarañadas opiniones sobre temas tan acuciantes como la OTAN, el pacifismo, la invasión a Granada o la guerra de galaxias y la caza de argumentos se convierte casi insensiblemente en fábrica de pretextos, una postura como la asumida allá en los años cincuenta por Lillian HelIman constituye un paradigma de entereza cívica que, trasplantado al presente, supone por lo menos un elemento de preocupación moral y duda saludable. Ni siquiera a los coetáneos y compatriotas de la Hellman ha de traerles esta muerte buenas reminiscencias, ya que, por más conspiraciones de silencio o de apatía que intenten bloquearla, es inevitable que provoque embarazosas reconstrucciones e incómodos recuerdos.
Ante la furia savonarólica del senador Joseph McCarthy -con su extraño amalgama de oportunismo y anticomunismo, de puritanismo y xenofobia; con su congénita animadversión hacia todo cuanto oliese a cultura-, y también frente a la astucia y el juego tramposo de un Richard Nixon que ya empezaba su irresistible ascensión, en esa temporada norteamericana que Arthur Miller calificó de infierno, fueron muchos los actores, directores, guionistas, escritores, periodistas, coreógrafos, etcétera, que se convirtieron en delatores. Hubo un momento en que la histeria soplona llegó a un grado tal que los colaboracionistas hacían cola para proporcionar listas de nombres ante la Comisión de Actividades Antinorte americanas. Nombres de tan asentado prestigio como Elia Kazan, Clifford Odets, Larry Parks, José Ferrer, Robert Taylor, Edward Drnytryk, Lee J. Cobb, Sterling Heyden, Jerome Robbins, Budd Schulberg, Robert Rossen, Artie Shaw y tantísimos otros no tuvieron escrúpulos (y si los tuvieron, se sobrepusieron rápidamente a ellos) en delatar a sus amigos y compañeros y, ocasionalmente (sólo para hacer dudosos méritos ante la Comisión de Actividades Antinorteamericanas), en inventar responsabilidades ajenas, asignándoles nombres y apellidos reales. En sus películas posteriores al macartismo, un personaje como Elia Kazan ha llegado incluso a justificar, a veces de manera subliminal y otras ya sin rodeos, el expediente de la delación.
Unos delataban espontánea y gozosamente, y siempre encontraban una justificación patriótica; otros delataban culposa y tartajosamente, y no se repondrían jamás de ese gesto abyecto; otros más delataban como quien reconstruye una red de enconos y resentimientos, como quien teje una venganza, y así llegaban a sentirse realizados. La amenaza de quedarse sin contratos, y, en consecuencia, sin mansión en Beverly Hills, sin fans, sin oscar, sin Louella Parsons, resultó insoportable para muchos. Nadie fue torturado para que declarase a gusto del tándem Nixon-McCarthy, y, sin embargo, pocas sevicias han logrado en el mundo tantos y tan bien dispuestos informadores como esta simple amenaza de eclipse. Eclipse del confort y de la fama, claro.
La histeria anticomunista debió su primer impulso al entonces presidente, Harry Truman; al procurador general, Tom Clark, y al director del FBI, John Edgar Hoover; pero encontró sus ejecutores ideales en Richard Nixon -en aquellos tiempos sólo diputado-, en el senador McCarthy y en el presidente del House Committee on Un-American Activities (HUAC), John S. Wood. Lo de Truman es quizá lo más lógico. Todavía hoy su nombre figura como el del único ser humano que ha ordenado arrojar bombas atómicas sobre poblaciones indefensas de un país ya virtualmente derrotado. Quien no había vacilado en aniquilar en un instante a 80.000 hombres, mujeres y niños en Hiroshima y a 40.000 en Nagasaki no iba a sentir náuseas al arruinar las meras carreras profesionales de algunas pocas decenas de intelectuales y artistas. Vale la pena recordar que por aquellos años nada menos que Winston Churchill (según recuerda Garry Wills) dijo que los alemanes debían "sangrar y arder, ser aplastados hasta no quedar de ellos más que una masa de ruinas humeantes" y que a los japoneses era preciso "borrarlos de la faz de la Tierra, a cada uno de ellos: hombres, mujeres y niños". Tampoco lo de Nixon es inexplicable. Quien años más tarde iba a concluir en Watergate era bastante lógico que aprovechara la HUAC para pergeñar sus primeros borradores de cinisrno ideológico.
Liberalismo y decencia
Si el macartismo no hubiera sido tan nefasto quizá habría que calificarlo de farsa. ¿Qué otro calificativo, puede merecer Walt Disney cuando declara que "quienes se adueñan de la Cartoonists Guild intentan darle a Mickey Mouse un carácter subversivo" o el novelista Ayn Rand cuando detecta propaganda comunista en la película norteamericana Songs of Russia sencillamente porque los rusos sonríen? Si Nixon y McCarthy eligieron el campo específicamente cultural para propinar un castigo ejemplarizante fue porque sospechaban (y luego confirmaron) que la debilidad ideológica del mundo del espectáculo, así como su dependencia del confort, lo convertían en materia apropiada. La verdad es que quienes actuaron con decencia lo perdieron todo o casi todo. Dashiell Hammett, el notable novelista con quien Lillian Hellman compartió los años más intensos de su vida, fue encarcelado en 1951 por negarse a proporcionar nombres, y luego, cuando recuperó su libertad, ya no pudo seguir cobrando sus regalías. La propia Lillian tuvo que vender su tan querida granja, y cuando se le acabaron las reservas sólo consiguió trabajar, con un nombre falso, en el departamento de comestibles de un gran almacén.
Varios de los artistas citados por la HUAC se acogieron a la quinta enmienda constitucional, que establece que "nadie podrá, en una acción criminal, ser obligado a testimoniar contra sí mismo". Así lo hicieron, por ejemplo, los llamados diez de Hollywood. Pero Lillian Hellman, pese a los consejos de su abogado, Joseph Raul, y del propio Hammett, se negó al comienzo a ampararse en ese recurso y dirigió a John Wood, presidente del comité, una célebre carta en la que decía cosas como éstas: "Estoy dispuesta a contestar ante los representantes de nuestro Gobierno todas las preguntas que deseen plantearme sobre mis opiniones y actividades personales", pero "ni ahora ni nunca me prestaré a causar problemas a personas que cuando se relacionaron conmigo en el pasado eran completamente inocentes de toda expresión o acto desleal o subversivo. ( ... ) Hacerle daño a gente inocente que conocí hace muchos años para salvarme yo misma es, en mi opinión, un acto inhumano, indecente y deshonroso. No he de recortar mi conciencia para estar a la moda de este año". El comité no aceptó su talante, y a partir de esa negativa no tuvo otra salida que acogerse a la quinta enmienda.
Lillian llevó su concepto estricto de la decencia a desechar argumentos que tal vez la hubiesen ayudado. A fin de probar la condición independiente de su pasado, el abogado intentó utilizar, como parte de la defensa, el hecho de que en varias oportunidades la Prensa del partido comunista norteamericano la había atacado y había comentado desfavorablemente algunas de sus piezas dramáticas. Pero ella se negó: "Aprovecharme de los ataques de los comunistas sería como atacarlos yo a mi vez en un momento en que estaban siendo perseguidos, y le habría hecho el juego al enemigo".
Si bien le trajo incomprensión y resentimiento por parte de los colegas que habían claudicado, la levantada actitud de la HelIman obtuvo apoyo del público y admiración de los jóvenes. Pocos días después de su comparecencia ante el comité tuvo. que subir a un escenario. Se trataba del estreno de Regina, ópera de Marc Britzstein basada en The little foxes (Los zorritos), de la Hellman. Según lo programado con antelación, ella debía dar lectura a un largo texto que servía de introducción a la versión operística. No bien apareció en escena, el público y los músicos se pusieron en pie y le dedicaron una ovación atronadora. Realmente, Lillian Hellman fue casi un mito para los liberales norteamericanos. No sólo por lo que hizo, sino porque fueron poquísimos (Arthur Miller, Pete Seegers y algunos más) los que hicieron algo parecido. Un mito liberal que, según ella misma ha confesado, ya no creía en el liberalismo: "El liberalismo perdió para mí toda su credibilidad. Creo que lo he sustituido por algo muy privado; algo que suelo llamar, a falta de un término más preciso, decencia".
Curiosamente, cuando McCarthy, llevado por su delirio anticomunista, arremetió nada menos que contra el Ejército norteamericano y tuvo que enfrentarse al abogado Joseph Welch, éste le hizo una pregunta que ha pasado a la historia: "¿No tiene usted sentido de la decencia, señor?" No, el señor no lo tenía. McCarthy murió en 1957, pero no estoy igualmente seguro de que el macartismo haya fenecido.
La limpia imagen de Lillian Hellman fue de incalculable importancia en el compromiso asumido por intelectuales y artistas que vinieron después. Se opusieron a la guerra de Vietnam y, en pleno 1984, impugnan la política de Reagan en América Central. En las últimas páginas de Tiempo de canallas puede leerse: "Somos un pueblo al que no le gusta recordar el pasado". Sin embargo, la propia Lillian Hellman es un pasado que, guste o no, debería recordarse siempre. Sin espectacularidad ni alharacas, su conducta intachable constituyó un alerta. Para los intelectuales norteamericanos, y para todos los intelectuales, incluidos los que creen que la libertad y la justicia son meros problemas semánticos y no derechos inalienables de los pueblos. En su notable libro Los delatores: el cine norteamericano y la caza de brujas (del que he extraído más de una referencia para esta nota), de Víctor Navasky, figura una breve declaración de Lillian Hellman: "Es a Dios a quien corresponde perdonar, no a mí". Pero tampoco han llegado noticias del perdón de Dios.
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