La gran noche medieval
Turistas llegados del Este y del Oeste contemplan en el muy respetado castillo de Alfaz los agitados lances de un incruento torneo
Ya los teníamos aquí. No fallaron. Eran, otra vez, las civilizadas hordas de la moneda fuerte. Se habían expuesto al sol playero con toda su inocente desnudez desde la temprana hora de maitines y, llegadas vísperas, sus carnes ofrecían signos espeluznantes: las albinas del Benelux tenían llagados los tuétanos, las lechosas de la Gran Bretaña sufrían encarnadas ampollas más grandes que el tomate murciano, y los blanquísimos teutones lograban, en cosa de segundos, un tejido celular totalmente aberenjenado. Sólo verlos producía escozor.Pero a ellos no les importaba este calvario. Se habían dado la ducha y el bálsamo refrescante en lo más alto de sus apartamentos ecológicos y, con vértigo y ansiedad, buscaban los autobuses de las agencias de viaje para que les llevaran a la gran folla medieval.
¿Qué folla sería esa? ¿Qué torneo y qué lances se brindaban en el castillo de Alfaz? Todos parecían muy impacientes por recibir la terapia del besamanos, los mandobles, el pollo frito que se come con los dedos y el combate entre caballeros sobre corceles empavesados. La boca se les hacía agua cuando el guía, desde el autobús, hablaba de la grandeza de esta España de doncellas y aristócratas que, muy pronto, saltarían a la arena con cientos de litros de vino peleón, tan necesario para la fiesta de armas.
Al castillo se llegaba en un abrir y cerrar de ojos. Se alzaba junto a la carretera nacional y había sido edificado con bloques prefabricados. Éste era su séptimo aniversario Ya tenía solera. Por el enorme portalón entraban las turbas y, como alguno había huido de la taquilla, el director José Castro llamó al halconero: "¡Tú, Alonso, tráete a Felillo y no te me muevas de ahí, que se nos quieren colar!".
El tal Alonso era un zagal de 18 años que vino embutido en unas ajustadas mallas y con una pluma en el gorro montañés. Traía al halcón Felillo en el antebrazo: "Quieto Felillo, abre ese ojo amarillo".
El ave abría el ojo como un semáforo y dejaba pasar el tráfico que, en cola, penetraba en el vestíbulo para besar las manos de los señores condes, luego de haber sido uncidos con unas coronas de cartón.
Las alemanas tenían miedo del ave de cetrería. Pero Alonso las tranquilizó: "Tranquilas, tías, no hace nada si no hay un gato por ahí; entonces se pone loco y se echa a picotear al personal".
Fanfarrias y esplendores
Sonó la fanfarria con mucho esplendor. Sonaban estas trompetas cada vez que un autobús descargaba turistas a las puertas del castillo. Y los turistas -sobre todo los teutones, noruegos y suecos- hacían tal reverencia ante el conde que la señora condesa se tenía que cubrir el rostro en su sitial de honor. "Son muy, pero que muy reverenciosos estos nórdicos", comentaba.
Para la condesa el papel era sencillo. Había heredado el vestuario de Sofía Loren (un saldo de la película El Cid), y la dificultad de rellenar cavidades pectorales con materias propias quedaba subsanada por medio de sistemas ortopédicos invisibles "Te haces a todo", dijo la condesa (nombre auténtico, Purificación Marcos Seisdedos, 47 años y abuela ya), "y la verdad es que esto del torneo es muy entretenido, aunque lo hagamos seis días a la semana".
Para el conde existía otro problema: "Yo lo que no soporto es tanta colgadura de ter ciopelo encima, que si la malla, que si la pechera, que si guantes, que si capelina; un rollo y un calor del demonio debajo de este techo de uralita". Este conde era oriundo de un pueblo alicantino llamado Parcent y respondía al nombre de Salvador Perelló. "Me metí en la aristocracia medieval porque hubo un follón con el anterior conde ficticio. El anterior conde se volvió un poco loco y se creía conde de verdad, y no se ajustaba a su trabajo, y por eso lo echaron y me llamaron a mí, que soy cantautor de oficio".
El público llenaba ya las 1.000 localidades en torno a la pista de arena de 80 metros. El director, Castro, esperaba que esta noche todo saliera bien, sin accidentes: "De cuando en cuando tenemos accidentes. Se caen del rocín, ¿comprende?, y se pegan mandobles con la espada o se pinchan con la lanza; al jefe de caballeros lo tuvimos hace dos años muy malito: le metieron la lanza por el ojo y de milagro no se lo sacó; estaba el pobre en cama y quería llorar, y no le convenía nada con el ojo así".
Estas cosas las debía intuir la chusma medieval, que, sentada en sus bancos, bebía sangría a go-gó y jalaba patatas en espera del espectáculo y de la gran cena. La bebida provocó una general transpiración, y los turistas, abrasados por dentro y por fuera, resollaban y piafában como el equino. También derramaban gotas de cera los grandes velones encendidos aquí y allá, y este público coronado temía algún fuego ornamental.
Entre tanto, Pedro Sánchez, de Málaga, que lleva ocho años repartiendo empanada y galletón a los comensales, iba arrastrando su atavío de fraile capuchino con una resignación franciscana. En las cocinas se ultimaba el macroasado de los 1.000 pollos. Las doncellas llenaban vasos a dos manos: "Los ingleses son los peores; disimuladamente, pero son los que soplan más, y te ponen una sonrisa de huérfano para que les llenes hasta arriba", dijo una de estas zagalas de la corte.
Un fotógrafo venido de Albacete, Pedro Martínez, disparaba el flash sobre cada cliente coronado y les decía, juntando testas con un amoroso manotazo, que se besaran para la foto: "¡Kissis, kissis", repetía; "eso me lo entienden hasta los chinos".
No había chinos, pero llegaron los checoslovacos y los húngaros, auténtica novedad de la temporada: "Al turismo del Este le chifla la guerra, lo medieval y el refregón", dijo un directivo acariciando la espadilla.
El millar de coronados había recibido, también, la foto a color de su coronación media hora después de efectuada, y ahora se contemplaban y se reían con sus narices rojas y sus ojos brillantes.
Desfilaron los caballeros, con el halcón Felillo, sobre sus bestias de guerrear: "Dignísimas damas y noble público, aquí tenéis al muy noble señor de estas tierras y dominios, el conde, con su esposa, doña Edelvira de los Montes Claros y del Bustillo de Páramo, descendientes de don Pedro el Navegante y de doña Urraca". El noble público bramó, con los vasos de aluminio en alto. Allá arriba, en su palco, los condes hablaban primero en inglés, luego en francés -igual que en un avión de Iberia- y luego en valenciano, como el políglota san Vicente Ferrer. "¡Salud", gritó el susodicho conde.
Ya estaba encarrilado el espectáculo y la hipnosis se produjo cuando un tipo como del Ku-Klux-Klan, pero con caperuzón verde, echó golpes de incienso con un enorme botafumeiro. Fue un alivio aromático. Un inglés, salido de madre, maldijo a la Inquisición y le pusieron más sangría. Los 12 caballeros en sus caballos magníficos arrancaban relinchos del bestiaje. Sonó por la megafonía enlatada un fragmento de El buque fantasma. Y los húngaros se ponían de pie y gritaban "¡Bravo, bravo!", como en la ópera. En el último momento, el caballero don Mendo de Baena se quitó el reloj digital. Y sacaron pollastres en unas camillas llameantes, y la chusma se servía entre risotadas y devoraba pechugas y alas grasientas.
Una anciana parecía sufrir un vahído: "No, no es nada; es que entre el cirio ese, la lona de arriba que no deja pasar aire y estos acordes del sacro-imperio me estoy ahogando un poquito".
Los valerosos caballeros ya iban a galope unos contra otros en esta falla de solípedos y mandilones. El conde le recordó a la condesa que aún no estaban en lo peor de la canícula. Cenarían más tarde, en paños menores. Pero hacían el simulacro de alzar sus copones en señal de feliz y refrigerante celebración.
Polvorones en la pista
Una música gregoriana trajo el polvorón de Soria, que el pueblo consumía a modo de postre, y el paladín de los infantes de Lara le asestó un mandoble al paladín del duque de Allende, que, desfallecido teatralmente, gritaba desde el lecho de arena: "¡Guarro!".
La dirección del espectáculo pidió al respetable que no arrojara objetos a la cancha, que esto era la Edad Media y no un estadio de fútbol: "Por favor, please, nada, no tiren nada a los caballos, que se espantarán y tendremos un accidente, please".
Desde una fila poco iluminada, alguien arrojó el polvorón de Soria contra el caballero Garciamuñoz de Valdeavellano, pero no le dio el proyectil ni al caballero ni al caballo. Se deshizo en los aires.
El conde gritaba, muy en su papel de conde español, una terrible frase: "¡Que se manifieste el juicio de Dios! ¡Pelea a muerte!", y la comunidad sueca se quería lanzar sobre los combatientes (todos ellos extras de películas) para patearlos como uvas y sacar vino del esqueleto.
Corría el espumoso como sangre en la batalla, la turba babeaba entre tanto mamporro y los derrotados se retiraron cabizbajos y bajo el clamor del abucheo. Pero los vencedores merecían aplausos y besos de las damas y de las doncellas, besos en las espuelas y en los guantes de motorista: "¡Machote! ¡Valiente!".
De pronto, la ilusión se esfumó. Los velones se apagaban. El cortinaje se tragó a los corceles. La fanfarria era ahora música de Glenn Miller; una voz dijo: "Damen und Herren, todos a bailar", y la condesa de Alfaz se quitó el traje de Sofía Loren y ya era Purificación Marcos Seisdedos, con prisas para irse a casa y para ver a sus nietos. El director, en cambio, seguía siendo el director. Se despidió reverencioso de los actores principales: "Señora condesa, señor conde, hasta mañana a las ocho menos cuarto".
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