Réquiem por Fernándo Zóbel
Mi gran tristeza es el reverso del legado de un gran recuerdo.El gran recuerdo de una amistad de más de 20 años en que la posibilidad de comunicación ha sido total. Los dos entendíamos las palabras, las actitudes, los comportamientos del otro con toda la carga de intención o de intuición, o simplemente de cotidianeidad, pero también con todos sus matices. La comprensión no impedía las discrepancias, nunca sobre cuestiones básicas.
Al contrario de lo que pueda parecer en alguna semblanza publicada, lo más importante de él era la profundidad de sus cualidades y sobre todo esa mezcla tan rara de encontrar, y que es lo que yo admiro más: la lucidez junto a la bondad, que, unido a su enorme sensibilidad y tanta erudición acumulada, daba como resultado el ejemplo vivo más actual de eso que tantas veces y con tanta frivolidad llaman hombre de cultura. Desgastada palabra en estos tiempos que más bien alude a cuestiones relacionadas con la información, la educación y hasta el poder. Cultura en el hondo sentido, ese que T. S. Eliot -al que retrató en Harvard- dice que es aquello que hace que la vida valga más, ese valor añadido a la naturaleza que es el placer de vivir la sabiduría, sea entonces la creación o contemplación de una obra de arte o sea simplemente el saborear una buena comida por sencilla que fuera.
La capacidad de Fernando para interesarse por las más diversas cosas era inagotable, y era tan respetuoso y serio su acercamiento a ellas que quedaban transformadas. Un paisaje visto junto a él era ya otro, pues la mirada ya era otra tras sus comentarios. Creo que de ahí viene su fama de coleccionista, que me parece exagerada -otra cuestión es el museo- pues no era más que su capacidad de selección de objetos, fuesen para su uso o para su contemplación. Su sentido del espacio y, por ello, del emplazamiento convertían a todo lo que tocaba en obra de arte, pero nunca porque él se planteara perseguir la belleza, sino que sólo era la consecuencia del tratamiento de cada cosa en su verdad, una adecuación de los medios a los fines, aunque su sentido del humor y la ironía con que trataba los objetos -nunca a las personas-, mezclada con un pudor para no transparentar su ternura interior, hiciera para muchos difícil de descifrar sus entornos, sus casas.
Si a esto añadirnos una personalidad llena de encanto, de simpatía, de saber estar..., el resultado es a la vez fascinante y sencillo. No la tonta sencillez, sino aquella de haber resuelto la complejidad. Y para no ser de otro planeta, también tenía sus pequeños defectos, como su impaciencia con la gente que no entraba en el juego de la apertura, de la generosidad como actitud, o como esas pequeñas vanidades, nunca grandes, que le hacían confesar que le gustaban las mentiras aduladoras...
Así se entiende la fundación del Museo de Arte Abstracto de Cuenca, cuya raíz para él, como tantas veces me lo dijo, fue un deber moral. Me atrevo a decir que ha sido la única persona que ha creído del todo desde el principio en el arte de esta generación de españoles que él recogió en el museo para mostrarlo con la mayor dignidad a la mirada internacional.
La singularidad de su pintura radicó en que siempre y conscientemente no quiso que fuera otra cosa que pintura, cuando la mayoría de nosotros queríamos que fuera también otras cosas a la vez y hasta por encima del hecho pictórico. El acierto de su camino, apoyado en su extraordinario amor y conocimiento de todo el arte del pasado y de nuestro tiempo, la conciencia de cada detalle y matiz de lo que estaba viendo en cada momento con su vanguardia ha conseguido al final un arte tan coherente con los principios de la pintura que, coincidiendo en tantos aspectos con la más actual, queda a la vez, como la vida, anclado en el gran arte del pasado.
Corazón abierto
Esta semblanza podría ser, como sus conversaciones, inagotable. Su corazón siempre abierto, como físicamente la puerta de su casa, se expresaba con un gran sentido del humor. No el sarcasmo, ni el humor negro; era simplemente el cambio de plano para entender o ver otro aspecto de las cosas, insólito e imprevisible, pero era también el buen humor, el humor de un hombre de bien que jamás habló mal de nadie.
En fin, terminaremos aludiendo a su cualidad más excelsa, que eran las premisas previas a su comportamiento en cualquier cuestión. Para él lo normal era la excelencia como planteamiento, y sabía muy bien lo que era la excelencia. Por eso sus continuos viajes por todo el mundo viendo gentes y recorriendo museos, todos los museos, y sus libros. Dificiles libros de todo, leídos y acotados, buscados por todos los lugares.
Cuando apareció entre nosotros, allá hacia los años sesenta, en aquel mundo en que la mediocridad se enseñaba como ideal y se hacía tan bien la enseñanza que nos contagió a todos, incluida la oposición, y que es tan diricil quitárnosla de encima, su aparición, digo, fue para nosotros la aparición de lo que España podría ser.
Una España universal, abierta, enraizada sin temores en la historia, trabajadora, sensible, sin envidias ni rencores, cuya única razón vital podría sintetizarse en aquella frase que Motherwell nos dijo una vez en Cuenca: la insistencia en la excelencia.
es pintor.
Babelia
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