Desventuras de una maleta
Sin consigna de equipajes en Barajas, Atocha ni Chamartín, el viajero en tránsito por la capital del Reino no tiene sitio donde aparcar sus maletas
La maleta de Joan Fabas (viajante de ropa interior de señora) llegó, con Joan Fabas, en el avión de Valencia a Madrid de las 22.45 horas. Era una maleta resistente llena de variado género: sujetadores de la marca Mamellet, de París, bragas de tipo love, del Reino Unido, y fajas catalanas tubulares con fina lencería.Todo esto pesa mucho, fisica y psíquicamente, y por eso el señor Fabas quiso deshacerse del bulto aquella noche y dejarlo en consigna de equipajes, o facturarlo para el vuelo del día siguiente a Málaga, donde el mercado de lo íntimo era prometedor.
¿La con qué?, respondió un empleado de Barajas al oír la palabra consigna. "Eso lo quitaron hace años, cuando lo de las bombas en Atocha, Barajas y Chamartín, y no lo han vuelto a poner: Madrid no tiene ninguna consigna".
Otro empleado, esta vez de Iberia, le informó de que hasta las siete de la mañana no se abría la facturación próxima: "Oiga, y no proteste que somos la primera compañía del mundo que factura con tanta antelación".
A Joan Fabas le sirvió de poco que Iberia fuera la número uno si su maleta era la última. Otros viajeros, de países lejanos y con abundante equipaje que no necesitaban esa noche, cargaban sus bultos resignadamente. Una señora nórdica dijo: "¿Y qué hago yo con todo esto si quiero visitar monumentos?". Otra, al, parecer de la capital, comentaba que también había estallado una bomba en los aseos de una cafetería de Goya y no por eso habían quitado el retrete para siempre. Pero era inútil tanta protesta. "¡Basta ya!", gritó el empleado de Iberia, "¡vayan al aparcamiento subterráneo de la plaza de Colón, que creo que, allí hay consigna. Lo que no sé es si abren de noche!".
Joan Fabas cogió un taxi. El conductor pesó la maleta, la miró y dijo: "Esto le sale por más de la tarifa, le aviso". Abrió luego el portaequipajes lleno de bombonas de butano y enfiló hacia la capital del Reino. Resignadamente, Fabas pensó aquello- de ave de paso cañazo y le pidió al taxista que le dejara en el aparcamiento subterráneo de Colón. ¿No sería aun más grave una bomba allí abajo, con tanto coche lleno de gasolina, que en el aeropuerto? ¿No se podrían poner consignas con sistemas electrónicos de seguridad? Si hay un pepinazo a los pies de la estatua de Colón, el descubridor irá por los aires al Nuevo Mundo.
En estas, ya es taba allí abajo. Pagó los extras de aeropuerto -nocturnidad y maleta, y fue a la consigna, la única consigna oficial de Madrid, donde no había nadie. Tocó palmas. Un empleado surgió de las sombras,de una garita donde había otro empleado y dijo: "Las prisas le pueden costar caras, ¿eh?, porque faltan cinco minutos para las doce de la noche y si tiene tantas prisas le meto la maleta ahora y le tengo que cobrar el día que termina y el que empieza, ja, ja, ¿quiere eso?, ¿aún tiene prisas?".
Fabas reculó. Pidió disculpas por las palmas. Dijo que era representante, o sea, un obrero también. Y esperó a las doce y cinco, a las doce y diez, hasta las doce y cuarto esperó. Entonces, el empleado se avino a entregarle el resguardo y le pidió 140 pesetas por adelantado, además del DNI.Cargar con el muerto
El lugar parecía seguro. ¿Lo era? "Seguro, seguro, ¡todos preguntan igual!", dijo el empleado, "llevo ya cinco años y no ha pasado nada, pero esta misma noche puede pasar, me meten una navaja aquí y se lo llevan todo". Fabas leyó el resguardo expedido por la EMT: "Las condiciones que regulan el servicio de esta consigna están a disposición del usuario, el cual declara conocer y aceptar...".
Todo aceptado hasta la mañana siguiente, una mañana muy calurosa. Antes de las diez, el termómetro callejero marcaba 20º a la sombra y Fabas fue derecho a recoger la maleta, no fuera que, en un exceso de confianza, se perdiera su muestrario para siempre. Prefería cargar con ese muerto, como los turistal.
Un grupo de portugueses protagorizaban una bronca en la misma consigna por razón del pago. Nuestro hombre recuperó su maleta y se escabulló del lío. Iba ya por la esquina de Serrano y Goya cuando vio a un hombre con otra maleta parecida. Se sonrieron. Este último la dejó en la acera. La abrió. Montó un tenderete y empezó a vender Tejeros, Armadas y recuerdos del golpe en forma de minitricornios. "Qué, ¿le pongo algo?", preguntó el vendedor, "las calcomanías para maletas valen 100 pelas".
Fabas siguió adelante sin meterse en política. Giró en redondo. Subió por Castellana hacia Alcalá Galiano y los guardias civiles del Ministerio de Administración Territorial parecían apuntarle a la maleta con sus armas automáticas. "¡Coño!", se dijo Fabas, "a ver si esto me crea problemas".
El autobus que podría llevarle a Sol no quiso aceptar a un viajero con maleta. Va contra las ordenanzas. ¡Metro, se vaya usted al metro, hombre!", vociferó el conductor. Y al metro fue Fabas por debajo de un cartel amarillo que decía "Tercera Feria de la Poesía", y en el metro la taquillera hizo la vista gorda (ella misma era gordísima) y un pasajero del vagón comentó que "si ahora le da al personal por llevar maletas no te digo, jo". Naturalmente, Joan Fabas se sentía humillado y confuso.
Bajó en Opera, que es lo que
Desventuras de una maleta
queda más cerca del palacio Real, y un Volvo de estos que ha traído la prosperidad del señor Boyer casi le atropella. Quizá su conductor también miraba esos carteles publicitarios que inundan la ciudad, señoras en traje de baño boca arriba con una bebida en la boca, y señoras en traje de baño boca abajo con otra bebida en la boca. Bebidas refrescantes. A Fabas le cayó, no se sabe si por el mensaje subliminal o por el calor que iba en aumento, un poquito de baba.En el palacio Real, los turistas (muchos con mochilas, grandes bolsos y paquetones) guardaban cola. En ella se puso Fabas, agarrado al asa de su maleta. ¿Le dejarían entrar a ver el trono? Nunca lo había visto. Y hoy era el día. La cola avanzó. Un guardia con boina verde abría los bolsos y las carteras. Cuando vio la maleta del viajante, meneó la cabeza a un lado y otro: "Abra, ábrala, pero no creo que le dejen entrar así". La abrió y el guardia dilató sus pupilas ante el contenido que, muy ordenado, parecía el ajuar de una virgencita.El guardia suspiró: "¡Ay, leñe, no sé a dónde vamos a parar¡".
Fue a parar a manos de un solemne empleado de palacio con levita gris y adornos de oro: "Mire, más tarde como un sonámbulo por una vez me la quedo, pero poco rato, maletas aquí no, el problema de la consigna no es problema del palacio Real", dijo amable mente este hombre apartando valija.
Fue un alivio. Fabas se sentía, agradecido, y para demostrarlo ayudó a los empleados de la institución a subir a una inválida en e coche de ruedas por los 73 escalones de la gran escalinata. Un niño dijo: "¡Anda, qué suerte, la suben en la sillita de la reina!"
Admiró el trono en esa bella sala en cuya bóveda, obra de Tiépolo tambíén había un personaje con una maleta que representaba el descubrimiento de América. En el reloj de John Ellicott daban, entonces, las 11.30 de la mañana, así como el día, el mes y la fase de la Luna.
Falsa alarma .
Fuera del palacio caminó sudoroso con su maleta hasta la calle de Toledo. Necesitaba descansar los pies. ¿Dónde mejor que en la fresca y sombría catedral? ¿O le impediría algún sacristán el paso por llevar el catricofre?
Nada le dijeron. No había nadie. Los santos estaban abandona dos a su suerte, entre velas y almas del purgatorio que esperaban mortificaciones como la de Fabas. Se sentó en uno de los últimos bancos y meditó, allí, en lo relativo que es todo en la vida tan breve. Andaba en esas cuando un cura, al divisar la maleta en el pasillo lateral, se mosqueó. Vino hacia él con gesto de suministrar óleos. Pero era una falsa alarma. El clérigo, risueño, quizá entendía la absurda circunstancia de su presencia aquí y, como no hay mal que por bien no venga, celebraba el hecho. Al pasar a su lado le oyó decir "que Dios le bendiga".
Bueno, el buen Fabas podía ahora ir a visitar Las meninas limpias de polvo y paja, por qué no. Una maleta no tiene por qué frustrar un itinerario artístico, de modo que en Tirso de Molina se metió en el metro a Sol y de Sol siguió a Banco. Andando, andando, el representante de los sostenes Mamellet para la zona sur alcanzó el Museo del Prado. No le importaba guardar más colas. Pero cuando le llegó el turno y ante sí surgió el empleado, le dijo éste: "Hombre, es grandota, pero ya lo sé, ya sé que no tienen ustedes dónde dejarlas, ¿por qué no va a una de esas consignas piratas que hay junto a Atocha, en Méndez Álvaro?'.
Joan Fabas echó a caminar, paseo del Prado abajo, hasta los gases del enjambre del escalextric y buscó las consignas piratas que anunciaban el servicio en rótulos enormes: "Se guarda equipaje", y que eran bares como el bar Pepe y el bar Asturias, entre otros muchos. Bebió una caña en Pepe y allí le pidieron 100 pesetas por bulto hasta las doce de la noche, y en Asturias lo mismo, hasta las once. Los viajeros que llegaban a la estación de Atocha eran dirigidos a estas consignas privadas. Un sajón discutía la tarifa y, como a gran personaje gran equipaje (el suyo era abundante), le hicieron rebaja. Fabas miró el reloj y contento y liviano regresó al museo. "¡Ya estoy aquí otra vez!", dijo, "ahora directo a Las meninas"., El portero fue misericordioso: "¿Meninas? Caballero, no tendremos meninas hasta septiembre como poco, que están los expertos quitando aún mugre al cuadro".
Cosa del pasado
Sintió un escalofrío de horror. Salió sin decir nada. Le veíamos más tarde como un sonámbulo por Sol, sorteando a las loteras, y subió hasta la calle de San Martín, desde Arenal, y luego fue a la plaza de las Descalzas. Él sabía por qué. La maleta ya la odiaba en las escaleras del Monte de Piedad. Las colas eran largas. Se subastaban joyas. Se puso en pignoraciones y oía la sintonía electrónica del cambio de turno en cada taquilla. "Quiero empeñar la maleta", dijo Fabas, "por lo que me den". Y le dijeron que no le daban nada, que maletas y "otras chorradas" las pignoraban en la calle del Amparo, 115. "Aquí, sólo joyas". A las wertas de la institución.-
A las puertas de la institución, unos jóvenes repartían tarjetas gritando: "¡Oro compro!", y nuestro hombre, que ansiaba fundir su pesada valija, les preguntó si estaban interesados en comprársela. Uno, con pésima educación, le contestó: "Tu-ru-rú", y Fabas echó a correr.
Por fin, en un brote de optimismo (siempre era mejor un día de sol y calor que de frío y lluvia para cargar con el bulto) decidió agotar las posibilidades y ahora le veíamos entrar en la estación de Chamartín. El inmenso vestíbulo estaba lleno de taquillas de consigna, armaritos de color naranja, miles, pero parecían inutilizados. "Lo están", dijo el empleado que mordisqueaba tocino y pan de hogaza, del que ya no hay en la CEE, "la consigna es cosa del pasado". Pero podía preguntar a las señoritas de información: "Oficialmente, nada; en plan particular le diré que hay una casita fuera que coge equipajes, de confianza, y arriba, en la zona comercial, un hombre que vende tabaco también las guarda hasta las cuatro, sólo hasta las cuatro".
Arriba, el hombre no estaba, aunque tabaco y humo sobraba por todas partes. Al lado, la casita carecía de anuncios y tampoco era posible localizarla. Fabas compró un bocata y se lo cepilló sentado ensu propia maleta, que, al fin, servia de algo. Luego, recobradas las fuerzas y bajo el efecto del coftá, arrastró la maleta hasta la acera. Allí le pegó un empujón contra la parada de taxis, con tanto tino que, al chocar, la valija se abrió y salían los sujetadores Mamellet, las bragas inglesas, las fajas catalanas y las tiras de lencería. El señor Fabas gesticulaba en su delirio. Gritó: "¡Saldo! ¡Oportunidad! ¡Me cargo el muestrario! ¡A duro!". Y empezó a repartir la mercancía como un loco entre la multitud.
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