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Reportaje:La reforma de la función pública, en su última fase parlamentaria

Un 13% de la población ocupada trabaja para el Estado y decide el gasto del 40% del producto interior bruto

Un 13% de la población ocupada trabajando en sus dependencias y una decisión de gasto equivalente al 40% del producto interior bruto (PIB) son dos datos que dan idea de la mastodóntica dimensión del aparato de la Administración española del Estado. Su reforma es la asignatura pendiente de los Gobiernos españoles desde hace casi un siglo. La estructura de la Administración, conseguida a base de entradas masivas de funcionarios conforme a los vientos políticos que soplaban en cada momento, se sustenta en unos cimientos heredados de la ley de Bravo Murillo de 1852, y cuyas directrices fueron modificadas y completadas en 1918 por el Estatuto de Antonio Maura.

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El funcionario, consciente de su mala imagen

Hasta 1963, con la llegada de los tecnócratas a los Gobiernos de Franco, no se introdujo ninguna otra variación sustancial en el aparato administrativo del Estado. El PSOE dedicó todo un capítulo de su programa electoral a la reforma y modernización de la Administración pública y lo presentó como una de sus prioridades de gobierno.El Gobierno del PSOE ha decidido, con un año de retraso sobre sus promesas electorales, iniciar la modernización de la Administración por la vía legislativa. Y lo ha hecho con un proyecto de ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública que ha resultado ser una de las normas más polémicas de los últimos años y ha dejado al Ejecutivo prácticamente solo frente a las críticas de todos los grupos políticos, sindicales y de los sectores sociales afectados.

Este proyecto de ley ha suscitado enfrentamientos desde que se plasmó el primer borrador. Los ministros de la Presidencia, Javier Moscoso, y de Economía y Hacienda, Miguel Boyer, forzaron el primer aparcamiento de la ley, al no llegar a un acuerdo sobre las competencias de uno y otro ministerio.

Moscoso, argumentando que se conseguiría una mayor racionalidad, pretendió asumir el control total de los funcionarios, incluidos los aspectos retributivos, desde su departamento, unificando de esta forma los el control funcional y el salarial, que en su actual estructura pluridependiente de cada uno de los ministerios y organismos autónomos constituye uno de los capítulos más caóticos.

Miguel Boyer, inflexible cuando se trata de asumir decisiones o introducir modificaciones que puedan afectar a la estrategia de su política monetaria, cuyo fin es la contención del crecimiento del déficit público, no cedió las competencias que históricamente tiene atribuidas Hacienda en esta materia y hubo de buscarse una solución alternativa a los planteamientos iniciales. En el proyecto de ley aprobado en el Congreso hay dos artículos exclusivamente dedicados a las competencias de cada uno de ellos: Presidencia "coordina, inspecciona y vela por el cumplimiento" de las funciones de la Administración pública, y el reunificado Ministerio de Economía y Hacienda fija el presupuesto para cada departamento ministerial, retribución, complemento salarial o convocatoria de nuevas plazas.

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No obstante a última hora del pasado martes se aprobaba, en la correspondiente comisión del Senado donde se debatía este proyecto de ley, una enmienda por la que se redactaba de nuevo el artículo 2 de la ley y se establecía que todos los Cuerpos y Escalas de la Administración tendrán una dependencia orgánica del Ministerio de la Presidencia, sin perjuicio de la que puedan tener funcionalmente de cada ministerio.

Varios proyectos del PSOE

La gestación del proyecto de ley para la Reforma de la Función Pública sufrió diversos avatares. Existían posturas divergentes en el seno del PSOE en cuanto al modo en que debía ser acometida la reforma del aparato de la Administración del Estado. Desde el Ministerio de la Presidencia, y más concretamente desde la Secretaría de Estado para la Función Pública, se ofrecía un proyecto de ley amplio y bastante minucioso en algunos aspectos concretos.

Este borrador era criticado desde otros sectores del propio partido, donde se insistía en la conveniencia de redactar una ley breve, que sirviese exclusivamente para solucionar los problemas más acuciantes, a la vez que se dejaba al futuro Estatuto de la Función Pública el planteamiento y desarrollo de las bases de una nueva Administración.

Aparte de problemas estrictamente formales, se argumentaba desde estos sectores la conveniencia de evitar el doble desgaste político que representaría el debate parlamentario sobre esta ley y el consiguiente sobre el Estatuto, que a la vista de la situación actual posiblemente no verá la luz hasta la próxima legislatura.

Sin embargo, los reproches de la oposición parlamentaria al presidente González durante el debate sobre el estado de la nación en septiembre pasado, en el sentido de que la tan anunciada reforma de la Administración se había quedado en hacer madrugar a los funcionarios, impulsó al Gobierno a acelerar la presentación de este proyecto de ley. Una vez aprobado en Consejo de Ministros, comenzaron a generarse las primeras protestas por la práctica totalidad de los sectores afectados.

Javier Moscoso decidió buscar el consenso del Grupo Popular sobre este proyecto de ley. Las negociaciones aparentemente marchaban por unos cauces de entendimiento mutuo, hasta que inesperadamente, y sin que ninguna de las dos partes ofrecieran a la opinión pública ninguna razón convincente, los populares rompieron las conversaciones.

Sobre esta ruptura existen varias versiones. Una apunta la hipótesis de que el secretario de Estado para la Administración pública, Francisco Ramos, aceptó la negociación con el Grupo Popular a regañadientes. Según fuentes socialistas, Ramos no veía con buenos ojos alterar el contenido del proyecto de ley en los aspectos que pretendían los populares.

Con ocasión de los debates a puerta cerrada de un suplicatorio, Ramos tachó de de "fascista" -al menos eso aseguran quienes afirman haberlo oído-, al diputado del Grupo Popular Arturo García Tizón, uno de los parlamentarios designados por AP para negociar con el PSOE.

La otra versión hace referencia a la rentabilidad política que Alianza Popular podía obtener dejando solo al Gobierno ante un proyecto de ley criticado en todos los frentes. El desgaste evidenciado por el Gobierno en las elecciones catalanas y los propios problemas intemos de AP con el Partido Demócrata Popular parecen reforzar esta segunda interpretación de la ruptura. Una ruptura que, en cualquier caso, no se produjo por desacuerdos fundamentales con el texto de la ley.

Descontento general

Así las cosas, el Gobierno trata en estos momentos de sacar adelante una ley que no contenta a nadie: todos los partidos de la oposición la han atacado duramente en el Congreso de los Diputados; el propio Grupo parlamentario Socialista ha tenido que recurrir a portavoces improvisados para su defensa, como fue el caso de Eduardo Martín Toval o de Fernando Gimeno, ya que los más autorizados -por su especialización en temas de Administración pública- han procurado escurrir el bulto argumentando diversas circunstancias, quizá porque no aprueban el conjunto de la ley.

Diputados y senadores socialistas comentan en privado el malestar existente por tener que votar favorablemente un proyecto de ley con el que discrepan en varios aspectos, especialmente en el referido a la carrera administrativa. No obstante, los parlamentarios socialistas mantienen a rajatabla el principio de la disciplina de voto y no es probable que se produzca ninguna manifestación pública en contra de los planteamientos gubernamentales.

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