La crisis de la Unesco
LA UNESCO -cuyo director general, el senegalés Amadú Maitar M'Bow, nos visita desde el lunes- vive una crisis profunda en tomo a la discusión sobre el "libre flujo de la información" cuya consecuencia puede ser la retirada de Estados Unidos, quizá con otras naciones. M'Bow viene a España a buscar una colaboración y una mediación, alentado quizá por las posturas del consejero español del organismo José Luis Abellán, alineado por su cuenta y riesgo con las tesis del Tercer Mundo y del grupo soviético, y en contra -o, por lo menos, no a favor- de las que mantiene el Gobierno al que representa.Nacida la Unesco con el idealismo de la Carta de San Francisco, su finalidad era la de la expansión mundial de la educación, la ciencia y la cultura. Tuvo amargas críticas después, como la acusación de "repartir lapiceritos de colores entre niños que morían de hambre" (la Unicef y la FAO, pese a todos sus esfuerzos, no consiguieron tampoco borrar ese hambre) y se enfrentó con el mismo problema agudo de todas las organizaciones internacionales cuando, a partir de los años sesenta, las nuevas independencias comenzaron a inundar de países del Tercer Mundo con problemas muy concretos el proyecto original. Hasta que cayó sobre ella algo que debía haber rehuido a toda costa: el peso del orden y la organización de la información.
No es posible negar el correlato de la información con la educación, las ciencias y la cultura, como con ninguna otra de las actividades humanas; pero si hasta el momento el problema de la Unesco era el de estar considerada como ornamental en ese momento fue poseída directamente por la política. Los países del Tercer Mundo, apoyados directamente por la URSS en esta cuestión -y con propuestas y proyectos salidos de los no alineados a instancias de Fidel Castro-, comenzaron a desarrollar una teoría del colonialismo informativo: las grandes agencias universales, los satélites de comunicación, están en manos de las multinacionales y de los Estados, que difunden y propagan lo que conviene a su fondo económico, social y político. No es una idea disparatada, pero la alternativa sugerida por los países del Tercer Mundo, empujados por la Unión Soviética, es muy peligrosa y rechazable: se trata de poner bajo el amparo del desarrollo cultural diseñado por los Gobiernos las ayudas a la creación de un nuevo orden informativo. Dirigismo, intervención y censura estarían con eso a la Vuelta de la esquina. Hay incluso proyectos para crear un carné internacional de periodistas, y, en definitiva, todo el programa sugiere abiertamente peligros para la libertad de expresión allí donde se aplique. La gran mayoría de los países del Tercer Mundo viven además bajo dictaduras de uno u otro orden, y hasta de democracias muy dudosas: la nacionalización de la información garantiza escasamente la libertad de recibirla por los nacionalizados y puede suponer una censura internacional.
Durante el tiempo de Nixon y de Carter la posición de Estados Unidos era una cierta admisión del fondo de las reclamaciones contra el colonialismo informativo. Éste es indiscutible y deposita un considerable poder en manos de los países desarrollados. Kissinger hizo una propuesta ambivalente a la Unesco, en 1976, por la cual ofrecía la'adaptación de los programas nacionales de satélites a las solicitudes del Tercer Mundo, pero a cambio de la admisión por parte de éstos y, desde luego, de la URSS, de lo que se considera piedra angular de la filosofía del tema: el "libre flujo de las informaciones". En 1980 la Unesco adoptó el informe McBride (Many voices, one world), que parecía un compromiso, un nuevo orden, aunque contenía numerosos elementos equívocos (entre otros, el ya propuesto por Kissinger de la "ayuda a la formación de periodistas"). En cualquier caso, quizá se hubiera podido alcanzar algún tipo de consenso, pero el cambio de la Administración americana endureció un diálogo que había sido ya utilizado abiertamente como elemento de presión política por los dos bloques. En 1981 el vicepresidente Bush explicó claramente que por esta vía se aseguraba la propaganda de las "naciones extremistas" y se podía establecer la "censura intercontinental": volvía al principio del libre mercado de la información, y estas ideas encontraban un refuerzo muy claro en las resoluciones del Congreso de Estados Unidos, amenazando con suspender su contribución a la Unesco y retirar a su país de ella si perseveraba en la "vía antiamericana". Está claro que sin el 25% de sus gastos -la contribución de Estados Unidos- y sin ese país en su seno todo acuerdo sobre la información es inútil.
La tensión ha ido empeorando a lo largo de los últimos meses, y en el año en curso expira el plazo dado por Washington para abandonar la organización. Han surgido críticas paralelas contra el propio M'Bow, al que se acusa de favoritismos y de politizar la administración de la Unesco. La presión para hacerle dimitir es así tan fuerte como el apoyo que recibe de los países subdesarrollados y del bloque soviético. En esta crisis imposible vive la Unesco, y si antes de fin de año no existe un acuerdo que evite la retirada americana, sus problemas de supervivencia pueden ser definitivos. Su utilidad, adobada sobre la condición ambigua y muchas veces superflua que adquieren los funcionarios internacionales, será pequeña sin la presencia de la primera potencia mundial.
En este estado de cosas España debe y puede potenciar una mediación. Pero el Gobierno haría bien en aclarar si las tesis proferidas por el profesor Abellán son las que oficialmente sostiene nuestro país, pues manteniéndolas nos alineamos claramente en un bando de la guerra, el del señor M'Bow. Si no es así, entonces lo que el Gobierno tiene que explicar es por qué sigue en su puesto un representante que se dedica a entorpecer la política exterior española y a hacer el ridículo en los foros internacionales.
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