Fresas salvajes
Vuelve el tren, no aquella tercera de Machado, ni el otro más famoso del inefable Campoamor repartiendo cartas de amor por nuestros cuatro puntos cardinales. Siguiendo el ejemplo del Oriente Express recién resucitado, uno de los más caros hoteles sobre ruedas de Europa, surgió el año pasado a este lado de los Pirineos el antiguo y más modesto vasco que une todavía León con Bilbao y que se piensa prolongar hasta el mismo El Ferrol este verano. A pesar de los innumerables atractivos de los que se ha rodeado su trayecto, el principal estriba en el convoy capaz de despertar recuerdos y añoranzas tejidos más al aire de otros tiempos. Es algo parecido a la búsqueda de una perdida juventud, como intentar recuperar un pasado que, según el sentir popular, fue mejor por la mera razón de ser pasado, condenando el porvenir sin conocerlo.En esta insólita aventura de alzar de nuevo tiempos de esplendor, novelas más o menos galan tes, paisajes antes vistos, pero diferentes gracias a una buena mesa acompañada de generosos vinos, parece que le ha llegado el turno al más famoso entre nosotros: el que a mediados del siglo XIX unía a Madrid con Aranjuez y que los madrileños bautizaron con el sabroso nombre de tren de la fresa. Ante tal apellido cualquiera pensaría que el ferrocarril nació en nuestro país, no entre ingenio e incertidumbre, entre hierro y vapor, sino mecido por un sueño rojo y dulce tras las primeras vías tendidas entre Barcelona y Mataró. Y, sin embargo, no fue así. Entre nosotros, aquel por entonces novedoso medio de transporte vino al mundo como en todo el continente, tras un bregar de encedidos intereses; matizado, como siempre, por el carácter de cada país. A aquel famoso tren entre Madrid y Aranjuez, cordón umbilical que unía el sitio real con la vecina capital del reino, cargando fresas silvestres o salvajes, le fue preciso, como a tantos otros, recorrer, antes de ser instalado, muchos kilómetros de papel del Estado, pasillo e intereses.
Azorín hace recuento de sus previos pasos empezando por las cartas de Guillermo Lobe, estudioso de ferrocarriles al otro lado del Atlántico, quien veía a nuestra Península cruzada por una red de rieles y vagones tirados por caballos. No es preciso añadir que su utopía no llegó a realizarse, como aquella que habría de comunicar Jerez de la Frontera con El Puerto de Santa María del mismo modo que, al otro lado del canal de la Mancha, Manchester con Liverpool. Fue inútil la venida de ingenieros británicos, que la Prensa dedicara sus afanes al nuevo medio de transporte explicando que no se trataba de un nuevo lujo para ricos, canal de costumbres licenciosas venidas directamente de París; el público continuó reacio a recibir tal novedad, y no faltó algún diputado que alzara su voz en las Cortes o en el Senado dispuesto a cerrar el paso a imaginarias invasiones, nuevas guerras de la Independencia capaces de repetir las hazañas de Napoleón. Sólo tiempo después, demasiado, se consiguió ganar definitivamente aquella singular batalla contra toda razón, tan pintoresca alguna como la imaginada por un articulista que escribía entonces: "Cuando el solsticio invernal dore las agujas de la catedral de Burgos, altas nubes del vapor de las locomotoras rodearán sus afiligranados contornos, y el rojo resplandor de las calderas señalará las ignominiosas almenas de Santa María que las ciudades comuneras alzaran al paso del tirano Carlos V"
Hoy, tal paisaje de fantasía científica no llama la atención de nadie, como tampoco la llamó en su día la presencia del mismo Stephenson, padre de la locomotora, llegado a España para trazar la nueva línea del Norte. El Gobierno tenía asuntos más graves de los que preocuparse, y llenó las horas del inventor y sus colaboradores con corridas de toros y algún que otro festejo improvisado. Pero el inglés, que no había venido precisamente a hacer, turismo, se cansó de castañuelas y capotes; dio media vuelta rumbo a su país y la línea que debía unirnos con Europa se quedó, una vez más, en proyecto, cuando, ya desde años antes, industriales y hombres de empresa
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Fresas salvajes
Viene de la página 11 montaban sus negocios a la sombra de la nueva invención. De tal modo andaban las cosas que fue preciso que el Gobierno tomara cartas en el asunto exigiendo revisiones periódicas de capital y el rescate previo de las concesiones otorgadas.Y, por si los franceses intentaban repetir la estrategia de su emperador, se escogió un ancho de vía diferente del recién instalado más, allá de los Pirineos, que aún trae a nuestros maquinistas de cabeza. La especulación se disparó, y ni siquiera consiguió frenarla la cláusula que ofrecía facilidades a "sujetos de conocido arraigo". Tal sucedió con el discutido marqués de Salamanca y su tren de la fresa, al que, como ministro, concedía suculentas sumas, que, según parece, acababan en su caja de caudales como accionista y director de la empresa. Tales excesos y la crisis económica provocaron a la postre la vicalvarada y un nuevo régimen que estimuló la creación de otros itinerarios. Volvieron a sacarse a la luz las ideas de Bravo Murillo en pro de unos ferrocarriles nacionales cómodos, eficaces y rentables, consiguiendo colocar a España tras el Reino Unido y Francia y mantener este pequeño tren de la fresa dulce y sabroso, sobre todo para los bolsillos de nuestro emprendedor marqués.
Fueron aquéllos tiempos de esplendor, con los hermanos Pereira decididos a unir Madrid con Irún y el marqués de Salamanca aliado con Rotschild para facilitar los viajes desde la capital al mar de Alicante. En general, el nuevo medio de transporte lo dominaba el dinero catalán. Así, un día, el ferrocarril llegó a la frontera por Irún y Port-Bou. Tras tantas normas y atenciones, hace 100 años nuestros trenes comenzaron a ser rentables, al igual que se espera de éste, que ahora tal vez haga bajar del pedestal a su promotor en la plaza que aún lleva su nombre. Quizá una mañana cruce ante su palacio, hoy banco, como la mayoría, y emprenda también esta búsqueda del camino de Europa, entre turistas disfrazados, japoneses caídos de la Luna y nubes de nostalgia que se intenta convertir en divisas, añorando, más allá de los jardines de la Isla, una entrada definitiva en la estación final del Mercado Común.
Por aquellos años, recuerda Azorín, ilustre tratadista de trenes castellanos, se publicaba en Londres un folleto sobre ellos. Su importancia le parece a su autor británico tan evidente que concluye: "Los ferrocarriles removerán los prejuicios, y harán que unos a otros, se conozcan mejor los miembros de la gran raza humana, promoviendo la civilización y manteniendo la paz del inundo".
Poco después, coincidiendo con la inauguración del tramo Madrid-Aranjuez, daba a la imprenta un periodista español una guía del Real Sitio, incluyendo la historia de otros trazados similares capaces de conseguir en un mes lo que escuelas de filósofos no alcanzaron a lo largo de siglos. "Cuando en tan poco tiempo se pueda recorrer toda Europa", escribía, "conoceránse mejor los nacionales de todos los países; podrán unirse todos con otros vínculos distintos de la falaz diplomacia, y se establecerá entre todos una comunidad indisoluble, donde todos los países serán felices, permaneciendo unidos para siempre".
Y es que, en cuestión de utopías, tanto en Europa como fuera de Europa, vivimos de sueños todavía antes que de más duras realidades.
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