La conciencia fiscal
CUANDO FALTAN escasos días para que finalice el plazo de presentación de la declaración -de signo positivo-del impuesto sobre la renta y sobre el patrimonio, los contribuyentes se ven sometidos al fuego cruzado de los mensajes publicitarios y de las declaraciones del Ministerio de Hacienda. La campaña oficial de anuncios ha explicado que los ingresos fiscales constituyen una unidad, de forma tal que las ocultaciones de los defraudadores tendrán que ser pagadas finalmente por los restantes contribuyentes. El nuevo lema, ominoso en su equivocidad, de Hacienda, cada vez más cerca ha sustituido al antiguo lema Hacienda somos todos, cuya falta de verosimilitud exigía seguramente su rápido reemplazo. Los hechos cantan: uno de cada cuatro contribuyentes, tres de cada cuatro agricultores y el 60% de los profesionales no presentan la correspondiente declaración sobre la renta. Estos elevados porcentajes de evasión total acercan a nuestro país a una situación impropia de quien aspira a ingresar de modo ininediato en la Comunidad Económica Europea.-A la vista de tanto contribuyente potencial que no acaba de serlo, el Gobierno ha ajustado los contenidos de sus mensajes y ha comenzado a designar las cosas y las conductas por su nombre: quien evade sus impuestos defrauda al Tesoro y es, a la vez, insolidario con sus vecinos y con la sociedad entera. Pero en este orwelliano 1984, el Ministerio de Hacienda no se ha limitado a realizar exhortaciones político-morales a la solidaridad, sino que ha incorporado a sus mensajes la expectativa de la coacción. La perspectiva de que el inspector, pertrechado por la informática, vigila de cerca al contribuyente parece una estampa propia del Gran Hermano, conocedor al dedillo de todas y cada una de nuestras pequeñas -o grandes- miserias tributarías.
La eficacia publicitaria ha quedado fortalecida durante los últimos días con nuevas declaraciones de los máximos responsables del Ministerio, de Hacienda. Aumentarán las multas para los defraudadores, se revisará la tipificación del delito fiscal a fin de hacerlo aplicable en la práctica procesal, se concederá la presunción de veracidad al inspector de Hacienda cuando levante un acta o una diligencia y -lo que resulta sorprendentese promoverá la delación fiscal. Al parecer, estas medidas están incluidas en el anteproyecto de ley de Represión del Fraude Fiscal, que podría ser aprobado en la próxima reunión del Gabinete, en fechas coincidentes con el fin del período de declaración de la renta.
Cabe pensar que este ajuste de tuercas se debe menos a la voluntad del Gobierno de mentalizar a la población respecto a sus deberes tributarios que a la imperiosa necesidad de aumentar los ingresos para que el déficit público no vuelva a desbordarse. En cualquier caso, la única forma moral y políticamente respetable de fortalecer la conciencia fiscal de los ciudadanos es asegurar la transparencia de los gastos públicos, la ejemplaridad en la administración de los recursos, la eficacia de las prestaciones estatales y el carácter equitativo de la distribución de los tributos. La pedagogía para demostrar que las cargas fiscales constituyen la única forma de financiar esa empresa común que es un Estado democrático debe descansar sobre el supuesto previo de que los recursos comunes serán gestionados con honradez, talento y justicia. Durante el anterior régimen, casi nadie pagaba impuestos; muchos tenían a gala no hacerlo. Pero cuando la legitimidad de un Estado descansa en los votos de los ciudadanos, nadie puede esgrimir ya pretextos políticos para rehuir su contribución. La conciencia fiscal, por lo demás, se eleva conforme aumentan las prestaciones sociales y mejoran los servicios públicos. Si el cumplimiento con Hacienda de los ciudadanos de los países de la CEE es más alto que en España, no es menos cierto que las prestaciones públicas de esos Estados son mucho mejores. La sensación de que la carga tributaria se distribuye equitativamente también refuerza los componentes morales, cívicos y solidarios de la obligación tributaría. Nada más eficaz, como coartada para la evasión, que los agravios comparativos, reales o supuestos, provocados por la injusticia relativa de un sistema tributario y por las bolsas de fraude.
Ahora bien, el desfogue que para los agravios comparativos pudiera significar la delación del fraude fiscal es una falsa salida al problema. El Gobierno tiene razón en su estrategia de conseguir que el aumento de la recaudación no se logre mediante el incremento de los impuestos de los que ya cumplen satisfactoriamente, sino a través de la disminución de las bolsas de fraude, que dejan de ingresar en el Tesoro -según algunas estimaciones- un billón de pesetas. Ahora bien, el procedimiento adecuado para conseguir tal objetivo no puede ser una campaña publicitaria inductora del temor o estimuladora de la delación. El Gobierno jugaría con fuego al desatar los de monios inquisitoriales y promover en la sociedad españo la una nueva caza de brujas, cuyo probable resultado sería azuzar las oscuras pasiones de quienes manejarían la denuncia fiscal contra el vecino como una forma esta talmente bendecida de llevar a cabo ajustes de cuentas y venganzas personales. La decisión de resucitar en nom bre de la equidad fiscal las abominables tradiciones de las denuncias de los cristianos Wejos contra los judíos, o de las gentes de orden contra los rojos, implicaría un elevado coste para los hábitos de tolerancia, mutuo respeto, pro tección de la intimidad y presunción de inocencia sobre los que descansa una sociedad civilizada.
La modernización de nuestra inspección financiera y tributaria, más próxima al mundo novelesco de Galdós que al 1984 de Orwell, y la sustancial mejora de los servicios públicos, de forma tal que su financiación a través de los impuestos parezca natural al ciudadano, son los procedimientos adecuados para elevar la conciencia fiscal de los españoles. La mejor campaña para recordar a los contribuyentes sus deberes es conseguir un sector público eficiente, bien administrado, transparente en sus cuentas, parsimonioso en sus gastos corrientes y poco despilfarrador del dinero presupuestario. Es verdad, sin embargo, que la pedagogía y la moral son insuficientes por sí mismas a la hora de conseguir el perfecto cumplimiento por todos de sus deberes cívicos, de forma tal que resulta inevitable la coacción para forzar a los insolidarios a satisfacer sus obligaciones fiscales. En este sentido, la reforma del delito fiscal y el agravamiento de sus penas son de aplaudir. Pero es tarea exclusiva del Estado, a través de sus propios servicios, la persecución y el cobro de los impuestos evadidos por los defraudadores, sin que existan razones moralmente válidas para que el Gobierno delegue en la sociedad la labor de espiar a los presuntos incumplidores y fomente entre los ciudadanos hábitos de delación. E igual podría decirse respecto a la decisión de publicar sólo la lista de defraudadores según el criterio de las delegaciones de Hacienda, cuando el PSOE tiene una magnífica oportunidad de publicar las listas de todos los contribuyentes, según la propia UCD hizo en su día y se arrepintió después.
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