Autonomías, un proceso abierto / y 3
En medio del proceso autonómico, termina el autor de este trabajo, nos encontramos con algo que se parece funcionalmente a un Estado federal. Pero esto no es malo, en su opinión, ya que el modelo a desarrollar es el del Estado autonómico, que, además, no se puede modificar sin el acuerdo de las poblaciones afectadas, por lo que es irreversible. De hecho, lo que hace falta, dice, es menos reticencias centralistas a ceder parcelas de poder y menos espíritu demagógico por parte de los autonomistas radicales, estableciendo un diálogo, incluso externamente.
Por lo demás, es una ingenuidad y una incoherencia pensar que la frustración política que pudiera haber en Cataluña por el insuficiente desarrollo de su autonomía y la parte pendiente del problema vasco vayan a arreglarse rebajando el nivel autonómico esperado de todos o alguno de los demás. No veo, por mucho que me esfuerce, relación de causa a efecto. Esos experimentos más bien parecen peregrinas sinrazones en que pretende apoyarse un sentido centralista que se resiste a no prevalecer.Lo primero que hay que hacer, en relación con Cataluña y el País Vasco, es apurar la aplicación de sus respectivas previsiones estatutarias; eso es lo pactado (y la alusión al pacto es aquí mucho más que un recurso a la metáfora; el pacto tiene, en materia estatutaria, un sentido político y jurídico muy profundo y muy real), y hay que cumplir lo que, arropado con grandes aplausos, se pactó. Y hay que cumplirlo con lealtad política, prescindiendo de las interpretaciones restrictivas sistemáticas. ¿Que eso supone descentralizar también, ampliamente, con todos los demás? También eso es lo pactado con cada uno de ellos. Y es, además, lo conveniente; es el camino político elegido.
Hay quien descubre ahora que así, al final, nos encontramos con algo que se parece, funcionalmente, a un Estado federal. Pero lo que sorprende es que lo descubran ahora. Cuando es un objetivo perseguido desde el centro, precisamente por eso, por razones funcionales. ¿Cómo puede funcionar adecuadamente un Estado en el que las competencias, por ejemplo, en materia educativa, o de aguas, o de regadíos, están distribuidas entre el centro y 17 comunidades, con participaciones desiguales de cada una de las 17 en el acervo total de las competencias? ¿Cómo puede organizarse territorialmente el Estado central si sus órganos periféricos tienen competencias distintas en cada uno de los 17 territorios?
Éstas eran las preguntas que se hacían en el centro, no precisamente en la periferia. La propia lógica racionalista hacía exigible, desde el centro, una descentralización homogénea, al menos en muchos aspectos funcionales. Recuerdo muy bien que cuando se perfiló el esquema financiero de las autonomías nadie dudó, en el centro, de que lo conveniente era una solución estructuralmente homogénea, sin más excepciones que las forales y la de Canarias, que tenía razón de ser probada. Nadie, ni entre los expertos de la Administración ni entre los políticos del partido del Gobierno o de la oposición no racionalista. Y eso conduce a situaciones funcionales técnicas que tienen un claro aspecto federal; por otro lado, perfectamente constitucionales y compatibles con el carácter no federal que, políticamente, tiene nuestro Estado, en el sentido de lo que tradicionalmente se entendía por federalismo.
La voluntad de los afectados
Por otra parte, se hicieron los estatutos, con aprobación unánime, de modo que el sistema político regionalizado no puede modificarse sin el consentimiento expreso de los afectados. Ningún estatuto se puede modificar sin el voto favorable, y muy calificado, de los parlamentos respectivos, y, en cuatro casos, sin pasar por el referéndum en el territorio. Hay supuestos en que el Estado no tiene ni siquiera la iniciativa para esa modificación. ¿A que va a resultar que alguno de los que aprobaron los estatutos no se los habían leído? No se puede modificar la autonomía sin contar con la voluntad de los afectados, salvo que se ponga boca abajo la Constitución. La autonomía no fue concedida ni otorgada desde el centro; fue establecida en virtud de acuerdos entre el centro y los territorios interesados, utilizando posibilidades constitucionales, y ese sistema, claro, tiene resonancias federales. Todo lo que es pacto tiene resonancias federales. También esto se sabía. No sé a qué viene ahora tanto escándalo.
Porque el problema de fondo es otro, y la solución está, después de apurar los estatutos, en otro lugar y en otro talante. Nadie puede pensar seriamente que la tensión que produce la existencia de un determinado porcentaje de independentistas en el País Vasco se vaya a aliviar reduciendo los techos autonómicos de Extremadura o Andalucía. Ni aumentándolos, claro. Porque conviene no engañarse. Una vez que hayamos puesto en pie las previsiones estatutarias el problema vasco no estará resuelto. Pero habremos avanzado en una vía que puede conducir a su solución. El desarrollo del estatuto es condición necesaria, pero no, desde luego, conjuro mágico que vaya a transformar a los independentistas en fervorosos admiradores de las glorias de Lepanto y Otumba, ni a los etarras en paradigmas del sentido común. Las actitudes, no ya de independentistas, sino de nacionalistas vascos (y catalanes) producen, en muchas personas, profundo enojo, santa indignación, escándalo de dimensiones históricas, y viceversa; pero esas reacciones no sirven para resolver los problemas reales de la convivencia política, porque, bien al contrario, alimentan las mismas actitudes contra las que se alzan. La indignación será buena para la guerra, pero hay que sobreponerse cuando lo que se quiere es una convivencia que salve la unidad, lo que hay de positivo en la pertenencia a una unidad superior. Y esto no quiere decir que haya que tragar carros y carretas; pero las situaciones concretas no suelen tener las únicas alternativas de todo o nada; además, yo no conozco a nadie que haya cambiado realmente su sentir porque alguien le predique sin cesar que está obligado a hacerlo, y, en último término, los convertidos a guantazos suelen ser muy falsos conversos.
Tampoco estoy haciendo una defensa de los nacionalistas, que a veces se comportan con la misma irracionalidad que los antinacionalistas, es decir, los nacionalistas de otra cosa. Pero sí se puede mantener que, si algo hay que hacer, es mantener una actitud esencialmente dialogante, es decir, política.
Eso del diálogo quizá no suena muy bien, porque parece evocar inútiles zarandajas pasadas de moda; pero no estoy intentando hacer una prédica moral; Dios me libre. Estoy hablando de una actitud política muy concreta: es necesario, para resolverlos, racionalizar los problemas agudos de convivencia, y esto no es sólo algo conveniente para este Gobierno o el otro, para los responsables políticos del centro o de la periferia; es conveniente para la sociedad toda, diálogo, por tanto, es negociación, compromiso, arreglo político; diálogo es llamar a las cosas por su nombre y no asustarse por el nombre de las cosas. Diálogo es tenacidad, conciencia de que no siempre hay soluciones rápidas y satisfactorias, conciencia, incluso, de que se puede fracasar. Diálogo es no ocultarse la realidad. Diálogo es hacerse respetar para convencer. Lo que no quiere decir falta de energía ni entreguismo: el diálogo puede ser extenuante sin dejar de ser diálogo. El diálogo supone que la fuerza es el último e indeseable recurso, que la pedagogía del grito es una estupidez y que la provocación es un camino falso.El reino del diálogo
Una sociedad con disparidades profundas como la sociedad española no puede conducirse en paz y en libertad más que con ese tipo de actitudes. Lo que resulta especialmente válido para los problemas que son, en mayor o menor medida, las nacionalidades históricas (y quienes, sin ser nacionalidad histórica, tienen su alma en su armario). Pero es que, además, la democracia parlamentaria es, por esencia, el reino del diálogo. Y cuando el Estado se articula en una organización autonómica, mucho más.
De esa actitud necesita, y mucho, el problema vasco. De esa actitud necesita el problema de los nacionalismo en general y esa actitud puede llevar (ya ha llevado) a soluciones de singularidad sin privilegio. Pero, ¿puede alguien decirme en qué perjudica la más amplia autonomía de los demás? La autonomía, no ha sido sólo una respuesta a los nacionalismos, ni la sola respuesta a los nacionalismos es la autonomía. ¿O es que para tener autonomía de verdad, como prevé la Constitución y dicen los estatutos, hace falta presentar un grupo significativo de ciudadanos partidarios de la independencia, o al menos de la autodeterminación?
ex ministro de Hacienda, es catedrático de Economía Política y Hacienda Pública en la universidad de Sevilla.
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