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Cinco minutos de silencio

Mientras escribo estas líneas no sé cuántos barcos y petroleros han sido afectados por las bombas en el golfo Pérsico. Todo el mundo habla de lo mal que se están poniendo las cosas por aquellas tierras. Menos son los que comentan los desastrosos daños -ya irreparables- causados al mar por el hundimiento de alguno de los petroleros. Quienesquiera que sean los responsables, intentan acabar con un rival, con un enemigo, con unas vidas determinadas, pero, en realidad, cada día se ve amenazada de forma más grave la vida de todos, el planeta de todos.Creo que pocas veces ha existido una guerra más inútil. Aparentemente, estas peligrosas confrontaciones brotan de tensiones e intereses territoriales, pero qué duda cabe que una guerra como la entablada entre Irán e Irak nace de otros intereses: de los armamentistas, por ejemplo. Los proveedores de armas de aquellos desiertos regados con sangre joven deben de estar frotándose las manos. Pocas guerras hemos visto en que las necesidades armamentísticas fueran tan urgentes y sustanciosas.

No menos injustificadas nos parecen las razones religiosas para explicar este conflicto límite. En unos tiempos en los que se tiende al universalismo de los sentimientos y a sepultar para siempre cierto tipo de dogmas, toda cruzada religiosa es doblemente triste. Es frustrante que se mantenga a sangre y fuego el rigor religioso cuando el mundo comenzó viendo en esos brotes de religiosidad todo lo contrario. El jomeinismo nacía -en principio- como una curiosa e implacable avanzadilla de espiritualidad. Todos creyeron ver que con él se ponía freno a una determinada forma de ser que no iba en consonancia con las raíces de un pueblo.

El jomeinismo parecía frenar los excesos gratuitos y burdos de la modernidad. Esos mismos excesos con los que se tienen que debatir los países que abandonan el subdesarrollo: consumo sin freno, tráfico rodado abrumador, conductas sociales no sometidas a trasnochados e impuestos moralismos. El mundo veía con una cierta lógica que a un país como Irán no se le podía reprimir para hacerle pasar, de la noche a la mañana, del velo en el rostro a los espectáculos desinhibidos, de un cierto medievalismo en las costumbres al siglo XXI. Radicalismos, pues, de índole espiritual podían ser comprensibles, e incluso beneficiosos, frente a intereses especulativos y a esa especie de modernidad a la fuerza.

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Los nuevos tiempos parecían conducirnos a tina aproximación -no territorial ni ideológica, pero sí anímica- de las culturas de Oriente y de Occidente. Ciertos brotes desesperados y valientes de espiritualidad podían tender a limar diferencias, a sembrar armonía, a hacer descender la temperatura de los conflictos armados. Con ello se pretendía también poner freno a los materialismos,de cualquier color o signo. Se repetía, en definitiva, una y mil veces, aquello del callejón sin salida de una sociedad desarrollista ad infinitum. Se trataba de romper ese cruel dilema, al que ya hemos aludido, que padecen los países que abandonan el subdesarrollo para entregarse, a un alto precio -desarraigo, pérdida de identidad-, a la "civilización del estómago digestivo".

En fin, tentativas de aproximación entre las culturas oriental y occidental -el último viaje del papa Wojtyla también podría estar en esta órbita- que tenderían a limar las ásperas diferencias dogmáticas y a armonizar un poco más el mundo. Pero esa aproximación de los valores culturales y religiosos no es labor de un día. Así lo ha debido de creer también Juan Pablo II al ver la túnica color azafrán, el hombro desnudo y la cabeza rapada del patriarca budista Vasana Tara. De hecho, Vasana impuso en el encuentro las normas budistas -silencio, inmovilidad, descalcez, bisbiseos, ausencia de fotó

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grafos-, tan poco acordes con el tono bullicioso y espectacular de los últimos viajes papales.Pero volvamos u nuestro tema. Creo, pues, que cuando los intereses bélicos y económicos chocan con creencias arquetípicas arraigadas -con la forma originaria de ser de un pueblo- es cuando surgen los estallidos y los petroleros saltan por los aires. El fanatismo, por otra parte, no coopera a esa labor armonizadora de que tan necesitado está el mundo. Esa labor sobre la que sólo es posible sentar las bases de una sociedad nueva. Una sociedad distendida y libre de los riesgos nucleares de esta hora. Aunque, por otro lado, hay quien piensa que la medida suprema para esa armonización sería que todo el planeta reventara y que fueran las amebas y los habitantes de los polos quienes volvieran a reconstruir el mundo partiendo de presupuestos menos ambiciosos y ciegos.

Resulta sorprendente -para terminar- la noticia que el diario alemán Bild transmitía hace algunas semanas. El portavoz de una firma industrial alemana señalaba que el Gobierno iraní deseaba construir 13 centrales nucleares en su país. El sha Reza Pahlevi había ya comenzado a construir dos. Y es curioso: todos creíamos que el sha había cavado en buena medida su propia fosa por construir precisamente esas centrales; es decir, por traer un determinado tipo de progreso a su país, por quererlo transformar a marchas forzadas y de manera traumática.

Todos pensábamos que lo último que podían hacer países como Irak o Irán era pasar del Corán al fervor nuclear y al armamentismo desenfrenado. En medio, claro está, queda la lección más triste y más grave de este tipo de historias: el suculento negocio que para la empresa constructora supondría la firma del contrato de esas 13 centrales nucleares. Afortunadamente para todos, ese contrato no se firmará. La causa es bien clara: los tácitos intereses políticos priman -por el momento- sobre los económicos.

Uno piensa a veces, ante estas confrontaciones llenas de riesgos, que no son las grandes decisiones, sino las mínimas, las que sirven para algo, las que pueden ser el comienzo de una solución. Por eso, quién sabe si en esos cinco minutos de silencio taoísta mirándose a los ojos que Vasana Tara impuso en su entrevista a Juan Pablo II -en el silencio de las armas, en el silencio de las palabras, en el silencio, sin más- no se encontrará el comienzo de la revolución que ponga al mundo en armonía.

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