Rafael Alberti, visto y entrevisto
En 1930 ingresé en la Escuela Nacional Preparatoria, en donde se cursaban en aquella época los dos últimos años de bachillerato. Muy pronto, con mis amigos de entonces, casi todos aprendices como yo, comencé a leer a los nuevos poetas de España y de América. En unos pocos meses saltamos de los modernistas hispanoamericanos -Lugones, Herrera y Reissing, López Velarde- a la poesía moderna propiamente dicha: Huidobro y Guillén, Borges y Pellicer, Vallejo y García Lorca. Los poetas españoles me deslumbraron. Recuerdo mi sorpresa al leer Manual de espumas, de Gerardo Diego, una sorpresa que la lectura de la Fábula de Equis y Zeda, un poco después, hizo más intensa y lúcida. Es difícil describir el estado de espíritu, a un tiempo exaltado y perplejo, con que leí Cántico, Romancero gitano, Seguro azar, Cal y canto, La destrucción o el amor... Asombro, delicia, pasión, complicidad y, en fin, simpatía. Pero simpatía en el sentido que daban los estoicos a la palabra: esa fuerza afectiva que, al unir a las cosas y a los espíritus, les da coherencia. Por la simpatía, los elementos desunidos se vuelven universo. La lectura de esos libros, además, me hizo comprender mejor a Juan Ramón Jiménez, que fue el maestro de esa generación. Y aquí vale la pena decir que el mejor Jiménez, el del final, el de La estación total y En el otro costado, aprovechó la lección de sus discípulos como el último Yeats aprovechó la del joven Pound.La poesía moderna de nuestra lengua nos unió en un culto y nos dividió en pequeñas cofradías. Unos juraban por Huidobro y otros por Neruda, unos por García Lorca y otros por Alberti. En 1934, ya en la facultad, supimos que Rafael Alberti visitaría México acompañado de su mujer, la escritora María Teresa León. Viajaban por América en gira de propaganda en favor, si mi recuerdo es exacto, del Socorro Rojo Internacional. Alberti acababa de ingresar en el partido comunista español y su gesto nos había conmovido y, también, desconcertado. No sólo era el autor de Sobre los ángeles (1929), sino que hacía poco, en 1931, había publicado, con Carlos Rodríguez Pintos, unos poemas de título devoto: Dos oraciones a la Virgen. Pero las conversiones al comunismo no sólo son fulminantes, sino contradictorias: Luckács decidió adherirse a la Tercera Internacional cuando aún estaba fresca la tinta de su ensayo contra el marxismo, y a mí me tocó, hace unos años, ver cómo un escritor cubano, en unas cuantas semanas, saltaba del vademécum del Opus Dei al marxismo-leninisno según Castro... Rafael y María Teresa llegaron a México a fines de 1934 o a principios de 1935. Era una pareja atrayente, vistosa. Los dos eran jóvenes y bien parecidos: ella, rubia un poco opulenta, vestida de rojo llameante y azul subido; él, con aire deportivo, chaqueta de tweed, camisa celeste y corbata amarillo canario. Insolencia, desparpajo, alegría, magnetismo y el fulgor sulfúreo del radicalismo político. Los rodeamos con entusiasmo.
Los Alberti pasaron varios meses en México, y durante esa temporada los visité con cierta frecuencia. Vivían en un pequeño apartamento de un edificio moderno en Tacubaya, hoy en ruinas. Rafael tenía 33 años y yo 21. Él era un poeta célebre y yo un desconocido; sin embargo, nunca adoptó el tono del maestro, sino el del amigo de mayor experiencia y saber. Algo que nos unió casi inmediatamente fue nuestro origen: él es gaditano y yo, por mis abuelos maternos, vengo de El Puerto de Santa María y de Medinasidonia. Acostumbrado al trato un poco ceremonioso de los poetas mexicanos de entonces, Alberti me pareció la negación de la solemnidad: chispeante, más satírico que irónico y más jovial que satírico, a ratos un fuego de artificios y otros un surtidor de ocurrencias. Era maravilloso oírlo recitar un pasaje de Góngora, una canción de Lope, un soneto de Garcilaso. Hablaba con calor y generosidad de sus amigos -García Lorca, Altolaguirre, Cernuda- y también de Neruda, que en aquellos días era cónsul de Chile en Madrid. Alberti me regaló la preciosa edición que había hecho Bergamín, en Cruz y Raya, de los Tres cantos materiales. Admiraba al poeta chileno: "Un temperamento anárquico", decía, "pero hondo; un pez de las profundidades, un extraño cetáceo de la poesía". Y agregaba, moviendo la cabeza: "Por desgracia, está lejos de la revolución".
Una tarde, paseando por el centro de la ciudad, nos detuvimos frente a una librería: en una vitrina estaba expuesto el volumen de la Poesía, de Quevedo, que en esos años había publicado Astrana Marín en la editorial Aguilar. Entramos y Alberti compró el libro. Creo que durante esa temporada mexicana leyó a Quevedo con pasión, como puede comprobarlo cualquiera que recuerde los sonetos de la elegía a Sánchez Mejías (Verte y no verte, México, 1935). Al salir de la librería caminamos un largo trecho hablando de Quevedo hasta que, cansados, entramos en un café. Alberti me leyó algunos de los sonetos a Lisis. Me atreví a interrumpirlo y le dije uno que sabía de memoria: "En breve cárcel traigo aprisionado, / con toda su familia de oro ardiente...". Me miró primero con sorpresa y después con simpatía, sonriendo con aprobación. Comprendí instantáneamente que no era la ideología lo que podía unirnos, sino la comunidad de la lengua y el amor a nuestros poetas.
Rafael y María Teresa eran muy activos y participaban en muchos actos públicos. En materia política, me parece, ella llevaba la voz cantante. En ese dominio nunca le oí decir a él nada que no fuesen vaguedades y fórmulas devotas. Su marxismo, más que una ideología, era una fe, y más que una fe, un ritual. En cambio, se transformaba al decir en público sus poemas. Los decía muy bien, quizá demasiado bien. A pesar de mi admiración, lo encontré siempre un poco teatral. Al oírlo me parecía asistir a un espectáculo, no participar en una experiencia espiritual. Julio Torri lamentaba no ser un buen actor de sus propias emociones: ¿se puede serlo sin convertirse en un personaje de sí mismo? Entre el sacerdote y el político hay una figura intermediaria: el actor. Los tres son oficiantes en ceremonias donde la acción se confunde con la representación y ésta se resuelve en liturgia. En aquellos mítines en que Alberti oficiaba con pasión y elegancia ante centenares de feligreses entusiastas era difícil distinguir entre la política y el rito, el rito y el espectáculo.
Aunque el propósito de su viaje y de sus actividades era esencialmente político, los Alberti se sentían incómodos entre los intelectuales revolucionarios mexicanos. Era natural que los radicales mexicanos les pareciesen a los Alberti un poco arcaicos, rústicos y estrechamente dogmáticos. Todos ellos pertenecían a la Liga de Artistas y Escritores Revolucionarios (LAER), una agrupación que había sido fundada a imagen y semejanza de otras similares que existían en Europa, como las AEAR de Francia y de España. En aquellos años, esas sociedades estaban a punto de desaparecer, transformadas en alianzas de escritores antifascistas para la defensa de la cultura. Era el momento de los frentes populares, la mano tendida a demócratas burgueses y católicos, la amistad con Gide, Malraux, Forster, Auden, Spender. En realidad, por su edad, su formación y sus gustos estéticos, los Alberti se sentían más cerca del grupo de poetas de la revista Contemporáneos -Pellicer, Novo, Villaurrutia, Gorostiza y otros-, tildados por los radicales de cosmopolitas, artepuristas y reaccionarios. Por esto no es extraño que el libro de poemas que Alberti escribió en México a la memoria de Sánchez Mejías fuese ilustrado por un pintor ajeno a las luchas ideológicas, Manuel Rodríguez Lozano, y no por Siqueiros.
Las relaciones de Alberti con los jóvenes eran más naturales. En una ocasión nos reunimos con él en un bar. Cada uno de nosotros leyó uno o dos poemas. Alberti escuchaba con cortesía, aunque, hay que confesarlo, sus comentarios eran parcos y poco entusiastas. Cuando llegó mi turno, vacilé: mis poemas no eran sociales ni combativos como los de los otros, sino más bien íntimos. Sentí un poco de vergüenza: de pronto me pareció que leer aquellos textos era como incurrir en una confesión no pedida. Alberti reparó en mi turbación. Al salir, me llamó aparte y me dijo: "En lo que escribes hay una búsqueda de lenguaje, y por eso tus poemas, en el fondo, son más revolucionarios que los de ellos. Tú te propones explorar un territorio desconocido -tu propia intimidad- y no pasearte por parajes públicos en donde no hay nada que descubrir". No he olvidado nunca sus palabras. ¿Las recordará Alberti?
Rafael y María Teresa dejaron México a mediados de 1935. Volví a verlos dos años después, en Madrid, en plena guerra. Aunque Rafael era ya una figura pública -dirigía la Alianza de Intelectuales de Madrid-, en la intimidad reaparecía el poeta que yo había conocido en México. Caían bombas y estallaban obuses, había poco que comer y mucho que padecer, pero en la Alianza de Intelectuales las reuniones eran frecuentes. Concurrían poetas, escritores, pintores, actores, músicos y una población flotante de amigos de Rafael y de María Teresa, así como los extranjeros que estábamos de paso. Se hablaba, se cantaba y a veces se bailaba. Recuerdo una fiesta de disfraces y a Rafael Alberti vestido de domador de un circo quimérico. Travesuras y algazaras con las que los hombres, en situaciones semejantes, se han burlado siempre de la muerte; desafíos y juegos al borde del abismo que Rafael Alberti dirigía con una suerte de soltura geométrica. Enamorado del volumen y la línea, parecía más italiano que español; sin embargo, habitado por un duende caprichoso y fantástico, a veces grotesco, resultaba al fin más andaluz que italiano. Doble y complementaria visión: vanidad y gracia de surtidor, melancolía secreta de pozo.
La guerra nos dispersó a todos, y el descubrimiento de la realidad rusa y de la verdadera naturaleza del régimen soviético nos dividió. Durante muchos años, Alberti vivió en Buenos Aires, y después en Roma; yo regresé a México y anduve vagando por el mundo. Mucho después, en 1967, volvimos a vernos, en el Festival de Poesía de Espoleto. Cruzamos unas pocas palabras: demasiadas cosas nos separaban.
Entre todas estas imágenes de Alberti retengo la de una tarde de 1937, en Madrid. Me veo paseando con él por la Castellana; al llegar a la fuente de Neptuno torcemos hacia la izquierda, subimos por unas calles empinadas y nos internamos lentamente por los senderos del Retiro. Me asombra el cielo pálido, plateado; el sol ilumina con una luz final, casi fría, los troncos, los follajes y las fachadas; apenas si hay gente en el parque; sopla ya el viento insidioso de la sierra. Oigo el rumor de nuestros pasos pisando la hojarasca amarilla y rojeante del otoño precoz. Rafael habla de la transparencia del aire y del humo de los incendios, de los árboles ofendidos y de las casas caídas, de la guerra y sus desgarraduras, de Cádiz y sus espectros. A su lado salta Niebla, su perro. Alberti se detiene y, mirando al perro, me dice unos versos que ha escrito hace poco: "Niebla, tú no comprendes, lo cantan tus orejas, / el tabaco inocente, tonto, de tu mirada, / los largos resplandores que por el monte dejas / al saltar, rayo tierno de brizna despeinada...".
Mientras recita, Niebla corre de un lado para otro, desaparece en una arboleda amarilla, reaparece entre dos troncos negros, fantasma centelleante. Las palabras se disipan, Rafael Alberti y su perro se alejan entre los árboles, yo escribo estas líneas.
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