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Velázquez, desvelado

Uno de los temas más apasionantes y conflictivos que se plantea la actual ciencia museográfica es el de la restauración de las obras de arte. En realidad, es éste un problema directamente relacionado con el de la conservación de las mismas, pues conservar no significa el milagroso embalsamamiento de un material corruptible, sino una continuada atención para evitar, con todos los medios al alcance entre los eventualmente considerados como mejores, los estragos del tiempo. Con este combate, muchas veces desesperado, se intenta no sólo preservar, sino, en la medida de lo posible, restituir la original belleza del bien artístico conservado. Este segundo aspecto es muy importante, porque, al margen de la destrucción padecida por la acción de determinadas agresiones excepcionales, una obra de arte sufre normalmente alteraciones en la coloración de los pigmentos, oscurecimientos progresivos de los barnices, degradación de los soportes, etcétera.

Cicatrices desfigurantes

Aunque la técnica contemporánea ha dado un paso decisivo para controlar, en principio, este deterioro irreversible mediante la creación artificial de microclimas estables, la práctica totalidad de obras del pasado que han sobrevivido a circunstancias ambientales adversas acusa la situa ción con un número mayor o menor de cicatrices, a veces auténticamente desfigurantes. El caso de los Velázquez del Museo del Prado, puesto recientemente de actualidad, es bastante ilustrativo. Hay cuadros del genial pintor español casi destrozados, como sucede con el de Las hilanderas, pero, en general, la mayoría de los que posee nuestra pinacoteca demuestran un alarmante apagamiento que hace inadmisible la pasividad.

En este sentido, desde hace bastantes años, fue una preocupación constante de sucesivos directores de la institución la de acometer la limpieza de los Velázquez, aunque la falta de medios y garantías hacía posponer continuamente la decisión. Esta actitud, explicable en el pasado régimen, resultaba hoy inaceptable y no ha habido más remedio que encarar el problema. Ahora bien, ni Velázquez es un pintor más ni precisamente Las meninas una de sus obras menos relevantes, con lo que era necesario adoptar el criterio de intervención más fiable desde el punto de vista científico.

Comoquiera que el oscurecimiento progresivo de Las meninas era un hecho comprobable y comprobado en los últimos 50 años, tratar de recuperar ese esplendor perdido me parece fuera

Velázquez, desvelado

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de discusión. También lo es, desde mi punto de vista, buscar el especialista o especialistas más acreditados mundialmente para llevar a cabo la operación, sobre todo cuando nuestro museo continúa hoy, por una inercia de la que es directamente responsable la Administración, sin resolver el problema de fondo de su taller de restauración.

Polémica distorsionada

Por todo ello, personalmente lamento que una polémica que debía centrarse en los males endémicos de estructura del Prado se desvíe en la discusión sobre la calidad profesional de John Brealey, excelente técnico en la materia, cuyo buen hacer ha sido reconocido a costa de otros trabajos previos sobre Velázquez, como lo será, según creo, por éste de Las meninas, cuyo misterio no puede estar basado en el amarillo de unos barnices envejecidos, sino en eso que quedaba enterrado bajo ellos y no podían contemplar las generaciones actuales. Comprendo la alarma social ante las reiteradas muestras de irresponsabilidad y desatención con que la Administración ha tratado y trata el tema de los museos, pero no creo que sea justo convertir a John Brealey en un chivo expiatorio ni paralizar la limpieza de los cuadros. Hay que ir a las auténtica raíces del mal, que desgraciadamente no apuntan al frenesí con el que nuestra Administración se dedica a la restauración.

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