Las cunetas de la historia
El metro; un pequeño grupo de estudiantes habla de cine. Al lado, otros dos o tres estudiantes escuchan en silencio. Nada en el atuendo distingue a unos de otros; quizá más gafas -sin que ello tenga especial significación- en el primer grupo y, eso sí, una mirada más despierta. Por su conversación se adivina que son cinéfilos, jóvenes de esos que no sólo han visto casi todas las películas, sino que han.leído casi todo lo que hay que leer sobre esas películas y saben, no ya quiénes las dirigieron o interpretaron, sino también quién fue el productor y quién el cámara, y el autor o autores de la música, de los efectos especiales y todo eso. Cuando llegan a determinada estación y se disponen a salir, el que lleva la voz cantante está hablando del expresionismo alemán. Sus silenciosos oyentes le siguen con la vista, mientras uno de ellos realiza el expresivo gesto de hacer como que se destornilla algo de la sien. Un loco. Un tío que dice todo eso es que está loco. Y no porque hablase de cine; lo mismo hubiera dado que hablase de otra cosa. Un tío que sabe tanto de algo, de lo que sea, tiene que estar loco.Para los profesores universitarios, la responsabilidad de que el nivel de aptitud de los alumnos sea cada vez más bajo recae en los institutos. Para los catedráticos de instituto, la culpa es de la Universidad, que estropea lo que ellos habían logrado. Con todo, reconocen que el nivel decrece de año en año; y no sólo en los institutos de barriada: en todos. El estudiante aplicado está mal visto por sus compañeros, que lo consideran insolidario, una especie de acusica, y en un ambiente así no es posible conseguir nada. Claro que la instrucción pública, la cultura que hay que dar al pueblo, es decir, lo que durante lustros fue considerado el único remedio definitivo para resolver todos los problemas del país, poco tiene que ver con la enseñanza de hoy. Entonces se pensaba en la educación, o mejor, en la formación integral del hombre, y la información que hoy recibe el estudiante se parece más bien a un banco de datos mal provisto y peor memorizado; justamente hoy, cuando uno diría que aquel viejo sueño es por fin realizable.
Claro que esta paradoja es sólo la que destaca a modo de primer plano, que detrás, en segundo término, hay materia para otras paradojas. El saber, que no ocupa lugar, ¿para qué sirve? ¿Para qué sirve tener un título académico, algo que hace sólo unos años se consideraba razón suficiente para estudiar una carrera? El alumno lo sabe, eso al menos sí que lo sabe: que lo que quieren que aprenda no sirve para nada. Y lo de ir al cole se convierte entonces en una pesada carga inútilmente impuesta por el mundo adulto. Es aquí, no obstante, donde el telón de fondo de nuestra composición adquiere toda una gama de ricos matices. Ya que, pese a todo, no es lo mismo un cole de la zona residencial de una ciudad que un cole de barriada. Pues una cosa es, para el alumno, contar con el respaldo social y, sobre todo, familiar -por conflictivo que sea- del medio en que vive, y otra muy distinta que ese medio actúe en su contra. La falta de utilidad de los estudios se hace mucho más patente cuando el presunto estudiante se encuentra rodeado de parados. Y lo mismo sucede con los demás problemas que repercuten sobre la vida de la familia, sea en la propia, sea en la vecina. El lector está más que harto de leerlo en la Prensa o de haberlo visto en la tele, un testimonio tan directo, que casi parece una película: el padre que bebe y entonces sacude a la mujer y a los chicos, y una vez hasta quiso violar o violó a la hija. 0 la que bebe es ella, y por eso él la pega hasta que ella se cansa y se separan y ella se larga con otro y él se junta con otra tras un reconocimiento no menos somero que el de dos perros que se encuentran, y vuelta a empezar, las palizas, el juzgado, la separación, el divorcio. Se disputarán los hijos, que si llegaron a nacer fue porque no pudieron pagar el aborto o porque no eran partidarios, pero, al margen de lo que dictamine el juez, los hijos acabarán quedándose principalmente en la calle, sea la del padre, sea la de la madre. Y en la calle están los chicos y chicas de la calle, la droga, las navajas. Después el telespectador contemplará horrorizado a los compañeros del delincuente que es noticia porque tiene no 14 ni 12 años, sino 10. Si lo encierran, saldrá peor, ya se sabe, comen,tan sonrientes sus compañeros. ¿Peor para quién? Pues peor para ustedes, señores telespectadores que me están mirando.
Se me dirá que en Nueva York hay niveles de ignorancia-delincuencia iguales o peores. Y es cierto, al igual que en la práctica totalidad de las grandes ciudades de Estados Unidos y Europa Occidental. Ahora bien: puntos negros de esta clase han existido siempre y en todo tipo de sociedades; lo nuevo es sólo su generalización, su conversión en una especie de actitud de moda que, en los países ricos, discurre paralelamente a la vida cotidiana. Cada vez son más raros los colegios y universidades donde el mal estudiante no es la norma y el alumno aplicado una especie de alienígeno. Atribuir esa tendencia a la masificación de la enseñanza no es decir demasiado. Si todo el mundo aprende lo mismo, lo aprendido deja de constituir un privilegio, una ventaja, un estímulo egoísta, si se prefiere; de eso no cabe duda. Pero el caso es que tales conocimientos están muy lejos de ser alcanzados por el alumnado y que la utilidad de alcanzarlos resulta, para la mayoría, poco menos que irrelevante. Ahora que los centros de enseñanza están en paz, ahora que atrás quedaron las sucesivas promociones de estudiantes con inquietudes revolucionarias, utopistas y contraculturales, el ambiente predominante es de contracultura pasiva.
Un ambiente que en algunos aspectos recuerda al que tam
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Las cunetas de la historia
Viene de la página 9bién predomina en la juventud del mundo socialista, para desesperación de su clase dirigente. También allí la moral oficial está en quiebra, y fuera de los centros de enseñanza de elite hay una ignorancia generalizada y pasota, un creciente gamberrismo y, a falta de la posibilidad de robar un, coche, atracar un barco y escapar a toda píldora, corrupción y mercado negro. El modelo de esa juventud, en lo que a forma de vida se refiere, es el nuestro. Sólo que sería erróneo, a partir de este hecho, intentar establecer un paralelo entre su actitud y la de los jóvenes de Europa Occidental y Estados Unidos. En ambos casos se percibe una reacción negativa respecto a la cultura establecida, con la salvedad de que lo que allí se reclama es lo que aquí se rechaza como representación misma de la sociedad de consumo. Nuestros punks no son los suyos.
En la mayoría de los países del Tercer Mundo, en cambio, el planteamiento es, ya radicalmente distinto: ni la gente sabe lo que sabían, sus antepasados ni en sustitución de los conocimientos perdidos ha recibido otra cosa que enseñanzas residuales. La única enseñanza que parece haber interesado verdaderamente a gran parte de sus dirigentes es la del manejo de las armas. Y no sin cierta lógica: el que maneja más y mejor es a menudo el que manda. Muchos de sus ideólogos se quejan, con fundamento, de la colonización que les tocó soportar; algunos se preguntan incluso si no hubiera sido mejor para todos no haber sido descubiertos, no haber sido incorporados a la moral y a la cultura occidentales. Pero ni siquiera quienes así hablan intentan seriamente dar marcha atrás, volver voluntariamente a la añorada situación anterior, sea porque en el fondo no es cierto que lo deseen, sea porque tal giro de 180 grados es, hoy por hoy, inviable.
Recuerdo mi tentativa, hará ya unos 10 años, de darme una vuelta por el Harlem neoyorkino. Tras atravesarlo de punta a punta en autobús sin haber avistado ni un solo blanco, renuncié a tan innecesario y provocativo propósito. Hoy se dice lo mismo de determinadas barriadas de Madrid y Barcelona: no se puede ir. Entiéndase: no es que no se pueda ir; sus habitantes viven allí y no les pasa nada. Pero el que no vive allí, sencillamente, no va. Y sus pobladores, aquella gente pillada entre el paro y la droga, aquellos inquietantes pilletes que aterrorizaron a nuestro telespectador, se quedan en las cunetas de la ciudad. Como países enteros se están quedando en las cunetas del mundo, países a los que pronto el eventual visitante se abstendrá de ir, del mismo modo que los Gobiernos europeos, en la medida en que las leyes de inmigración lo permiten, se esmeran ya en frenar más y más la entrada de gentes procedentes de áreas tan problemáticas. Hombres, barriadas, naciones que, como bultos mal acarreados en un camión, se bambolean hasta caer, hasta ir a parar a las cunetas, sea por el trazado irregular de la carretera y el mal estado del firme, sea por la marcha del camión, por la velocidad excesiva a la que circula. Y si algún lector se empeña en identificar, pese a todo, al camión con el progreso y a la pérdida de carga con el precio que hay que pagar por ese progreso, habrá que concluir que los bultos caídos, ya material de desecho, se encuentran en las cunetas de la historia.
Inútil, además de cínico, seria intentar convencer a ese hombre de los suburbios a los que ya no se puede ir, a ese inmigrante africano clandestino, que la privilegiada vida de las áreas residenciales, de los países residenciales, no es lo que parece a primera vista; que sus habitantes no son todo lo felices que parecen ser; que en ellos, las angustias, las depresiones, los trastornos psíquicos, los suicidios, no hacen sino desmentir la imagen establecida. Inútil, en primer lugar, porque aunque no sean felices, lo parecen, y su vida es, en todo caso, apacible, confortable, muelle, como suele decirse. Y en segundo, porque si no son felices, si no saben vivir, es asunto suyo. ¡Que les dejaran ellos en su lugar, y verían si no iban a sacarle jugo a la vida! ¿Algún voluntario para un intercambio, aunque sólo fuera temporal? Lo que manda es la imagen. Una imagen que para el inmigrante, para el hombre de esos suburbios a los que ya no se puede ir, tiende a superponerse a la que ofrecen los anuncios de la tele: el barrio ajardinado, la casa con piscina, el descapotable, la rubia que camina con paso firme, el perro de raza. Si hasta sus cementerios parecen parques públicos.
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