Un partido Madrid-Barcelona
UN PARTIDO de baloncesto ha vuelto a poner de manifiesto la enorme fragilidad de nuestras estructuras deportivas y la suprema irracionalidad que acompaña, en ocasiones, a la mayor parte de quienes rodean lo que está concebido como deporte y espectáculo. Por un momento, el fútbol ha perdido el escandaloso protagonismo que ha tenido en las últimas jornadas con la divulgación de las cuentas de la Federación que preside Pablo Porta, y se sitúan en la palestra unos incidentes de baloncesto, el segundo deporte español en profesionalización, movimiento de dinero y falta de seriedad. Después de la temporada más emocionante que recuerdan los aficionados, en la final de la Liga ha llegado la factura de los errores federativos del pasado, de la falta de serenidad de muchos directivos y jugadores, de la falta de neutralidad de algunos árbitros y, sobre todo, del excesivo apasionamiento de los espectadores, recalentados por el partidismo periodístico, algo que desgraciadamente se ha convertido en moneda común dentro del tratamiento del deporte en determinados medios de comunicación españoles.El codazo intencionado de un jugador madridista a otro del Barcelona, el puñetazo vengativo de éste y la entrada en escena de un tercero para devolver la agresión al compañero no constituyen, globalmente, más que un suceso antideportivo que tenía que haber acabado con la lógica expulsión de la pista que sufrieron los tres implicados y con unas suspensiones proporcionales a lo sucedido. Todo muy lamentable, aunque sin mayor trascendencia. Pero a la hora de sancionar llegaron las irregularidades, con el presidente del Comité de Competición insinuando el fallo del organismo antes de que se iniciaran las deliberaciones, con claras discordancias entre el acta arbitral y el dictamen que se hizo sobre los hechos recogidos en ella, y con el recuerdo de otras agresiones que fueron interpretadas al revés. Eso, tras la tensión del encuentro y la crispación generada por los errores arbitrales, radicalizó las actitudes. Inmediatamente después entraron en escena los directivos, en este caso del Barcelona, que acabaron impulsando una retirada antideportiva de su equipo de la competición, con lo que traían a colación otra factura del pasado: el abandono que hizo un año átrás el Real Madrid en la Copa del Rey, una actitud antideportiva que fue premiada posteriormente por la Federación al darle caprichosamente opción a representar al baloncesto español en la Recopa europea, competición que después se adjudicó.
Al aludir a lo sucedido en el partido del pasado viernes no puede dejarse de lado la actuación del público. La competitividad entre las dos principales ciudades españolas, Madrid y Barcelona, se suele traducir en un apasionamiento multitudinario cada vez que se disputa cualquier encuentro deportivo entre un equipo catalán y un oponente castellano. Durante el franquismo, este tipo de rivalidad encerró, además, en cada Barcelona-Real Madrid, o viceversa, una lectura de afirmación de la identidad catalana frente al centralismo. En aquellos momentos de persecución del catalanismo no era una broma nuñista lo de que el Barcelona era más que un club.
De esa politización de la rivalidad, hemos pasado hoy, con democracia y Estado de las autonomías, a la inconsecuencia de que en el partido del viernes se jalease al Real Madrid con el grito casi unánime de "¡España, España!", cuando el adversario era el Barcelona y, en definitiva, se alineaban en los dos equipos el mismo número de norteamericanos, en una manipulación partidista que inevitablemente recuerda a la que ha ejercido la derecha totalitaria durante la transición al intentar apropiarse de los símbolos de todos. No es la primera vez que ocurre esto con el partidismo en el deporte, y hay que añadir a su bajeza un alto grado de inoportunidad. Esos gritos, que resulta justificado calificar de separadores, han provocado una oleada de animosidad en Cataluña, que vive su campaña electoral autonómica, y han dado pie a comentarios oportunistas, tan despreciables como los mismos gritos del pabellón madridista, de algunos políticos, como Miquel Roca, que ha intentado capitalizar lo sucedido a favor de los nacionalistas de Convergencia i Unió. Resulta ridículo, por lo demás, que las pancartas y las alusiones anticatalanistas de ese público representen para nada el verdadero sentir de los madrileños respecto a Cataluña. Es muy lamentable que un incidente deportivo ponga al descubierto tanta antideportividad, y a tantos niveles. Pero es todavía más preocupante que un hecho tan banal provoque unos resentimientos tan irracionales por una y otra parte.
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