José María López se quitó la vida para no delinquir, afirma su familia
José María López Virosta, el toxicómano de 27 años que se quitó la vida en la madrugada del pasado sábado con una sobredosis de heroína, tomó esa decisión para evitar seguir siendo un angustioso problema para sus familiares y para no caer en la delincuencia, única vía que le quedaba para seguir costeando su adicción. Tal es al menos, la impresión que tienen sus padres, su esposa y sus amigos, conocedores de la personalidad del joven y de la carta que escribió antes de suicidarse. "Son muchos y están en todas partes", dijo Jose María a su mujer hace unas semanas acerca de los traficantes de caballo.José María consumía estupefacientes desde los 17 años. Había nacido en Madrid, primero de los cinco hijos de una familia gallega de clase media sin grandes apuros económicos. Estudió el bachillerato en los Salesianos y tipografía en la Escuela de Artes y Oficios Virgen de la Paloma.
A los 17 años, y después de trabajar un corto período de tiempo en una empresa de artes gráficas, José María se marchó del domicilio familiar. Estuvo medio año viajando por España con unos amigos, obteniendo dinero de empleos temporales. Terminada su etapa hippy, regresó a casa unas Navidades y empezó a trabajar como conductor de una furgoneta. "Un fin de semana no quiso venir con nosotros al chalé de la sierra. Cuando volvimos, le encontré como atontado, con un gran sopor y los ojos extraños. Supe entonces que se drogaba y reaccioné mal. No le eché de casa, pero me puse violento", recuerda su padre.
Entonces empezaron los verdaderos problemas. José María se casó con Antonia. Él tenía 19 años y ella, 17. La pareja alquiló un piso en Vallecas y José María, para terror de su compañera, se hundió más y más en el culto a la heroína. Empezó a manifestar síntomas de agresividad cuando carecía de caballo.
Pasó una noche en comisaria por robar un coche y seis meses en casa de sus padres con hepatitis; fue ingresado durante cortos períodos de tiempo en el Hospital Psiquiátrico Provincial y en la clínica del doctor López Ibor, y robó del domicilio paterno un mechero de oro. Antonia, su mujer, se quedé, de piedra la noche en que José María empezó a hablar de una mafia de Vallecas que le tenía atrapado. Estaba muy enganchado.
Y, de repente, las cosas cambiaron. Hace cosa de cuatro años, más o menos, Antonia y José María tuvieron su primer y único hijo. José María acudió al único centro público de rehabilitación de toxicómanos de Madrid, el que la Cruz Roja tiene en la calle de Fúcar, y consiguió desengancharse. Hasta dio charlas en colegios sobre la muerte blanca. Empezó a trabajar como perforista en una empresa informática. Pero la sobrecarga de trabajo del centro de rehabilitación de la calle de Fúcar, donde los heroinómanos tienen que pedir plaza con varios meses de antelación, impidió el seguimiento de su caso.
Un día de marzo hizo la maleta y se marchó de casa. Quería acabar en solitario. Alquiló un cuarto. No informó de su paradero a nadie. El pasado viernes se encerró en el estrecho y desangelado dormitorio, preparó una sobredosis y escribió una carta: "La droga ha podido conmigo". El lunes le enterraron en Carabanchel Alto.
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