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Tribuna
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El golpe

La contumacia de los golpes de Estado africanos se ha tratado de explicar de muchas maneras, por lo común socioeconómicas: echando materialismo dialéctico en la receta; cargando sus causas a la cuenta del subdesarrollo; y recurriendo a la magnífica coartada de la disgregación tribal casi siempre.Nada de eso. En África florecen los golpes de Estado porque el Estado no existe; se aporrea las estructuras de lo inexistente a la vez como protesta y como conjuro que reta a existir a lo que el colonialismo europeo dejó corno sutil herencia: una capital, unos cascarones blanqueados en los que mágicamente mora la Administración y una pasable red telefónica para que se pongan en contacto unos funcionarios que han heredado la mesa, el papeleo, la gestión, como una mueca vacía dé contenido. Como los practicantes del cargo cult de Nueva Guinea, unos y otros, administradores y administrados, contemplan la fantasmal carcasa esperando que, de una apariencia en todo idéntica a la superestructura de un Estado moderno, surja como por encantamiento LA ADMINISTRACIÓN. Pero nada brota.

Por eso, las masas exasperadas, los militares más o menos nacionalistas, los políticos descontentos derriban una tras otra las creaciones ectoplásmicas del Estado africano como invocando a la sagrada medicina que presumiblemente se encierra tras el impecable decorado.

Occidente hizo las cosas formidablemente bien, come, acostumbra. Cuando el bombeo de materias primas empezó a hacerse difícil por la rebelión de las minorías a las que había educado en su propia modernidad, apagó la luz dejando a sus espaldas un sello y un tampón como legado para sus sucesores. Eso era el Estado. La carga del hombre blanco que rimó Kipling, de la que tenía que surgir la prosperidad y el buen gobierno.

El Estado como taquilla; como almoneda; como lonja de comisionistas. No en vano el Estado africano cambia tan frecuentemente de administradores. Nadie quiere creer que no existe hasta que lo comprueba desde dentro con sus propios ojos.

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