_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

OrweIl, el poeta y el dedo

Todo el prestigio y el ruido referencial que durante años ha tenido la novela de George Orwell 1984, y que ha desembocado precisamente ahora, en este año, en algo así como en un desencanto o, como mucho, en una evocación retórica de aniversario, ha consistido en que se veía en ella algo así como un texto sagrado o profético de desastres universales que habrían de ocurrir en esta fecha. Y no han ocurrido, así que todo el mundo se siente como un poco estafado o aliviado, según los gustos y talantes.¿Pero es seguro que no ha ocurrido nada de lo adivinado en la parábola de Orwell? Desde luego no lo que él quiso anunciar o simplemente temía, porque no pensó nunca hacer de Nostradamus, esto es seguro. En este sentido, Orwell se equivocó tanto como Gabriel Marcel en su Roma ya no está en Roma o Jacques Maritain instalándose a toda prisa en Estados Unidos en previsión de que los tártaros y los mongoles llegaran de un día para otro al Arco del Triunfo de París. No sólo el estalinismo no invadió Occidente, sino que en la propia URSS recibió, con Nikita Jruschov y el XX Congreso del PCUS, un tan duro golpe que ya no se repondrá jamás. Pero lo que ocurre es que en la parábola de Orwell la infección o peste denunciada es mucho más profunda de lo que el mismo escritor pudo percatarse, y no necesariamente habría de manifestarse en un universo totalitario con un partido único, que se parecía como un huevo a otro huevo a la URSS. Exactamente como el nazismo es otra expresión de una peste que el muy arrepentido Martin Heidegger llamaría metafísica, y no necesariamente tenía que manifestarse a propósito del mito ario y del milenio alemán, sino que también iba a adoptar pronto otras formas conocidas de todos en una guerra como la de Vietnam o en las sangrientas satrapías latinoamericanas. Así que muy bien puede suceder que 1984 esté funcionando tan perfectamente en 1984 que hasta nos podamos hacer la ilusión de que hemos escapado de él.

Pero ¿es tan seguro?, ¿es tan seguro que en las democracias modernas no existen centros de decisión global y total más poderosos que una pesada burocracia, que los medios de comunicación no nos manipulan culturalmente lo mismo que en cualquier otro sentido y que las sociedades de la abundancia no son de hecho dictaduras del bienestar? ¿Acaso no somos constreñidos a pensar en esquemas y estereotipos que se nos facilitan desde los centros de poder cultural y fuera de cuyos esquemas no hay salvación posible, y que no tenemos más remedio que comunicarnos -por decirlo de algún modo- mediante un lenguaje cosificado, es decir, administrado por el academicismo o marcado por las reglas de la jerga tecnológica? Somos despojados de nuestro sentido crítico y de nuestra misma experiencia de la realidad por los pronunciamientos sacramentales de los expertos que nos dicen lo que debemos pensar de cada cosa, cada acontecimiento o cada hombre, o de nuestra propia experiencia, y nuestra propia personalidad individual es disuelta en un conjunto de datos técnicos referidos a nuestra biología o a nuestros diversos papeles sociales: 1,70, ingeniero, presidente de XVZ, casado, dos hijos, 45 años, etcétera.

Se tecnifican nuestros afectos (el amor o el odio) mediante su reducción a la facticidad (lo genilal o el permiso para usar armas), y mientras se nos reescribe constantemente el pasado manipulando la historia con fines empíricos, se nos niega el futuro o se niega para nuestros hijos haciendo ahora opciones irreversibles que van a condicionar ese su futuro: armamento atómico o incluso utilización industrial del átomo. Y ahí, a nuestro lado, está toda una masa de proles en cuyo nombre se gobierna políticamente y se toman opciones económicas, y a los que se suministra una subcultura popular que los mantenga en su sitio o lugar social: en la inmadurez, la mediocridad, la puerilidad y la autosatisfacción.

Y todavía hay una legión de subhombres que no podrán llegar nunca a ser hombres, o ya han dejado de serlo, por cuanto no poseen la verdadera cualidad por la que son definidos los hombres: la capacidad de producción-consumo. ¿Y acaso se necesitan muchas mediaciones para comprender que nuestra condición no rebasa mucho la de un ganado nutrido para la fábrica y el osario y que lo que se espera de nosotros, tanto en el Este como en el Oeste, es que nos convirtamos cada día un poco más en inmensos rebaños o, como diría el propio Orwell, "en masas inmensas detrás de sus máquinas, cada uno con sus consignas, su ideología, sus eslóganes, decididos a matar, resignados a morir y repitiendo hasta el fin con la misma resignación imbécil y la misma convicción mecánica: es para mi bien, es para mi bien"?

Afortunadamente, todo este síndrome '1984', por muchos estragos que ya haya hecho y esté haciendo todavía, no ha penetrado por todas partes, e incluso si lo hubiera hecho, quizá un solo hombre que quedara sin contagiarse de él sería capaz de vencerlo. Desde luego 1984 no es el apocalipsis. Pero lo que estaría muy cerca de la idiocia o de la frivolidad más imperdonable sería negarse a ver lo que de la parábola orwelliana se ha encarnado ya en nuestro mundo o los síntomas que hay de que pueda incubarse. Hay libros como 1984 que, incluso siendo una frustración literaria -y este libro lo es como novela-, nos invitan, como el poeta que señala a la Luna, a mirar más lejos o más profundamente. Sería de esperar que no nos contentásemos con contemplar el dedo, o en proporcionarle informaciones sobre sus defectos, o en sobarlo con aceite de aniversarios. Sería de esperar.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_