De cortesanos y políticos
SUÁREZ Y Calvo Sotelo, los dos presidentes de Gobierno democráticos anteriores a Felipe González, han expresado en ocasiones que la causa de su fracaso electoral reside en gran parte en el hecho de no haber sabido contar a los españoles ni las acciones emprendidas durante su mandato ni las dificultades objetivas para cumplir promesas electorales del partido entonces gobernante. En las últimas semanas, ante el evidente desgaste del Gobierno en su conjunto y la incipiente erosión de la hasta hace poco intocable figura de Felipe González, en la Moncloa ha cundido el nerviosismo, a la vista del programa tan activo que se le prepara al presidente: recibe en estos días a periodistas y personas relacionadas con el mundo de la información como no lo había hecho nunca; se anuncia un papel más activo del presidente en el Parlamento; se estudia la posibilidad de programarle una serie de visitas oficiales por el país y se prometen futuras intervenciones televisadas a la nación, al estilo de mensaje desde la chimenea, sobre reconversión industrial.Esta reacción del aparato de la Moncloa tiene algo de saludable respecto a lo que le sucedió con equipos anteriores como los que rodearon a Suárez. Esperemos que responda al hecho de que el propio presidente se ha apercibido de que la política informativa de este Gobierno es un fracaso; la ventana abierta de la nueva Administración hacia los ciudadanos es una entelequia; el cambio de estilo en las relaciones entre el Estado y la sociedad no se ha producido, y aparecen, en cambio, fenómenos de corrupción nueva, soberbias infantiles y abusos tan intolerables como los que se conocían.
No es posible saber hasta qué punto han influido en la reactivación de la presencia pública del presidente los demenciales rumores propalados sobre su estado de salud. La rumorología es una hierba de mal arraigo en sociedades bien informadas y de generoso desarrollo en las dictaduras.
Pero no nos encontramos ante un problema de salud física, sino de capacidad política del equipo en el poder. El presidente, aparte el mensaje televisado sobre reconversión industrial y de contadas conferencias de prensa -alguna, como la de diciembre pasado, convertida en un aburrimiento insoportable-, ha tenido sólo dos importantes intervenciones en el Congreso: una, inevitable, con motivo del debate de investidura, y otra, casi un año después, en el debate sobre el estado de la nación, cuya expectativa de celebración fue excusa durante la primavera para justificar otras incomparecencias del jefe del Ejecutivo, y cuya, celebración parece haber cerrado hasta el momento la posibilidad de otras intervenciones en el Congreso o el Senado.
Cuando se criticaba la vaguedad de las intervenciones del presidente en el debate sobre el estado de la nación, se replicaba desde el Gobierno que no caben concreciones en un debate general y que éstas quedaban para futuros debates sectoriales. Al día de hoy el único debate de este género que se ha celebrado es el de política exterior, materia en la que, por otra parte, la ambigüedad es invocada como virtud. En septiembre, Felipe González propuso un debate sobre política de defensa y otro sobre política autonómica a celebrar en el Senado, de los que nadie más se ha acordado. En un tiempo en que continúan sin clarificarse aspectos decisivos de la política del Gobierno; en el que se ha planteado una batalla sindical desconocida desde hace varios años; en que las resistencias a la política de reconversión industrial han ido, incluso en el sindicato socialista, mucho más allá de lo esperado; cuando el Gobierno deshace lo andado y arroja la toalla en importantes reformas legales, el presidente no ha encontrado mejor ocasión de dirigirse al Congreso que para responder a una pregunta sobre por qué la Administración norteamericana se inclinó en favor de un avión británico y descartó el Aviocar español.
En unas recientes declaraciones, González lamentaba que la Prensa sólo destacara los aspectos negativos de la gestión de su Gabinete. Candoroso. Pero su ingenuidad estaba todavía lejos de la filosofía -qué gran palabra para tanta chapuza- del portavoz del Gobierno, Eduardo Sotillos, cuando afirmaba que los periodistas deberían prestar más atención al Boletín Oficial del Estado que a otros eventos informativos. Si el Gobierno socialista desconoce que goza de una Prensa infinitamente más fácil, asequible, contemporizadora y simpática que la que tuvo Suárez y que la que acostumbran a tener los Gobiernos democráticos en el mundo es que o no lee los periódicos o no tiene memoria política. El vicepresidente un día dijo, refiriéndose a los editoriales, que no leía anónimos sin firma, y quizá ahí esté la clave del entendimiento gubernamental sobre la Prensa: en que el vicepresidente del Gobierno sólo lee los anónimos con firma.
En un sistema parlamentario y no presidencialista -el nuestro es una monarquía monocéfala, pese al ambiente de corte que empieza a respirarse en la Moncloa, cuando curiosa y felizmente la Zarzuela lo ha sabido evitar- el presidente del Gobierno tiene la obligación de participar en la actividad de la Cámara. Además, con ello el Parlamento, arruinado por lo que la derecha llama "el rodillo socialista", recuperaría quizá interés, y resucitaría en Felipe González al orador que sabíamos que era en otros tiempos. Este sería el camino lógico para acercar los asuntos del Estado y al propio presidente a los ciudadanos. Mientras tanto, pretender sustituir el contacto con los ciudadanos -¿donde está la línea caliente que González prometiera en su campaña electoral?- por esas variopintas cenas que se celebran los viernes en Moncloa, donde los progres de hogaño emulan a los marqueses de antaño en adulación y sonrisas al poder, es, simple y llanamente, una burla sonrojante para cuantos creyeron que el cambio era un proyecto político de altura y no la corte de los milagros.
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