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La flor amarilla

Visité la costa cantábrica a primeros de marzo, cuando aún se hallaban las nieves cubriendo el Gorbea, el Udala y el Oiz, testimoniando las últimas vigencias del rigor invernal. Me gusta adivinar los primeros resuellos de la primavera antes de que el calendario la confirme. Hay varios signos premonitorios de la naturaleza que florecen en las montañas y laderas cercanas al mar. Es curioso anotar su presencia en torno a los caseríos y al borde de los caminos. Son dos plantas muy diversas de apariencia, pero de género común, las que despuntan su color en fechas simultáneas anticipando en tres o cuatro semanas el solsticio de marzo. Son la mimosa y el árgoma.Brotan los ramos de la mimosa de golpe y en forma espectacular. Todo el árbol florece al unísono y semeja gigantesco bouquet. Las flores de la mimosa se forman de miles de bolitas reducidas, como un puntillismo cromático esplendoroso y derrochón. Dura poco la plenitud de la exhibición. Su exuberancia es breve. Unos días a lo sumo. Antaño no había caserío vasco sin ese árbol inútil que no ofrece ni leña ni cobijo significativos y tan sólo anuncia la resurrección de la naturaleza vegetal. Es un árbol símbolo. Es un emblema de la certeza y de la seguridad. Representa la metamorfosis del ser después de la muerte. Su flor de oro es la anticipada pregonera de la resurrección. Despide además una fragancia sutil y cautivadora. Apenas se percibe al aspirarla, pero si dejáis un ramo en la habitación el turbador aroma despertará vuestro sueño. Es la mimosa un puro placer estético y profético. Quizá hoy se conserve más su cultivo en el País Vasco francés, donde contemplé ejemplares soberbios y exorbitantes. En el lado español van disminuyendo, aunque se mantiene, junto al caserío, el culto de la encina y el laurel, los otros custodios arbóreos de nuestras casonas rústicas. El laurel es árbol litúrgico cuyos ramos se bendicen el domingo anterior a la Pascua, y la encina -la artía de nuestra tierra- se remonta, con el roble, al culto antiquísimo de las civilizaciones célticas.

Los argomales son otro elemento anunciador del fin del invierno. Estas matas invasoras de las laderas y de los caminos de monte, con sus ásperas defensas, duras y espinosas, brotan con premeditado madrugar en una intensa floración que envuelve los dardos del zarzal. La flor del árgoma tiene un tono más apagado que el conjunto de la mimosa. Ramón de Basterra, que dirigía sus paseos vacacionales hacia el entorno campesino frontero a su casa de Camposena de Butrón, trazó en su retrato autobiográfico una estrofa que dice: "Veredas inocentes a que asoma el helecho / La pálida flor de árgoma y el madroño encendido / Mis vías naturales por donde hubiese ido / de poner al unísono la humildad de mi pecho".

El árgoma tiene, en efecto, una flor pálida. Pero una y otra tienen en común el color amarillo. Un amarillo elemental y decidido. Un aviso cromático que es como el heraldo anunciador que avisa de la subida general de la savia a través de raíces, troncos, ramos y ramajes en plantas, arbustos y árboles. Es una sugerente impresión la que causa la floración amarilla en un bosque todavía dormido y en unas laderas de monte aún desoladas.

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El amarillo es un color de alto valor luminoso y, según algunos, de contenido mágico. Goethe lo consideraba el primero de los colores y pensaba que "salía de la luz", así como "el azul venía de las tinieblas". Algunas veces me he sorprendido por la dura controversia que causó la teoría de los colores del gran anticipador que fue el autor del Wilhelm Meister, andarín y lector incansable del libro -no siempre abierto- de la naturaleza. Goethe sentía los colores como intuición poética de un estado de ánimo, frente al cientificismo racional de Newton, que los analizaba como refracciones de la luz. Eran dos visiones encontradas y dispares de la concepción del mundo. Leonardo, que manejaba y mezclaba soberanamente los colores, creía en cambio que el color de la luz era el blanco; el de la tierra, el amarillo; el del agua, el verde, y el del cielo, el azul. Era el punto de vista del artista creador. En alguna parte leí que Kandinski explicaba que "el amarillo poseía una fuerza irradiante de movimiento excéntrico". Y Van Gogh declaraba al amarillo como su color preferido, "el que tiene el oro, el limón, la miel y el azafrán".

Sea lo que fuere, el amarillo domina en estas primeras pinceladas que da la primavera en el mundo vegetal. Observo que sauces y mimbres amarillean también intensamente antes de brotar. En las praderas cercanas al mar hay más plantas amarillas que de otros colores. Y hasta el muérdago volador, que parece colgar de los árboles todavía caducos del bosque como si hubiese caído del cielo, ofrece un amarillo contenido, pero indiscutible, en sus extrañas y redondas estructuras. En España no hay tanta leyenda en torno al gui, como le llaman al otro lado de los Pirineos. Nada menos que un capítulo dedica el último tomo de la magistral obra de Fraser El ramo de oro a ese parásito misterioso que anuncia a la vez desgracias y bienandanzas al hombre, según la superstición popular.

¿Cuál es el sentido oculto de esta floración gualda de la biología vegetal que contemplé en mí corta visita norteña? ¿Serán los hombres de ciencia o los hombres del pálpito intuitivo quienes lleguen con más penetración a la raíz última de las cosas? De vuelta a mi casa madrileña abro por azar una antología de verso moderno castellano y me encuentro con la síntesis que hace el poeta de la misma pregunta que yo me formulaba: "Primero fue lo amarillo / antes que la rosa y el lirio. / Primero fue la tristeza / del amarillo elemental / y antes que toda la belleza / mortal ... Sí, primero fue lo amarillo antes que el rojo de la rosa y que el blanco del lirio". Dámaso Alonso compuso este breve poema, que se llama Daffodil.

La xantofila, como la llamó Berzelius, es el pigmento que acompaña a la clorofila en los momentos de gravidez que precede a la eclosión general, y que traerá consigo la abigarrada riqueza colorista de la primavera plenaria.

Los siete colores del espectro participarán entonces en las fiestas de color campestres que inspiraban a Botticelli en la Toscana de abril. Pero el poeta lo resumió concisamente: primero fue la flor amarilla.

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