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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La vía chilena, en punto muerto

LA SITUACIÓN política chilena parece como suspendida en el vacío, aunque no exactamente en la cuerda floja. Desde el comienzo de las grandes manifestaciones de protesta del verano pasado, particularmente desde la conmemoración del décimo aniversario de la violenta instalación del general Pinochet en el poder, se había venido aventurando, con decreciente optimismo, que el régimen militar chileno podía hallarse a punto de liquidación y derribo. Nada parece en estos momentos más lejos de la verdad.De igual manera, y coincidiendo con la crecida de voluntades entre la oposición para encontrarle una salida transicional al régimen pinochetista, se habían producido algunos movimientos del poder en Santiago, que trataban de vender la idea de una democratización paulatina del régimen. El nombramiento de Sergio Onofre Jarpa para el Ministerio del Interior, aunque escasamente tonificante en cuanto al historial democrático del personaje, se entendía como una tentativa de entablar un diálogo con las fuerzas moderadas, extramuros del régimen, en la línea del establecimiento de unas reglas de juego que permitieran dirigir la evolución política desde dentro, para asimilar las tensiones que gravitaban sobre el santiagueño palacio de La Moneda.

La evolución del régimen militar brasileño hacia fórmulas de democracia dirigida, no totalmente incompatibles con la participación popular, y, en menor medida, la apertura del régimen de los espadones uruguayos son fenómenos que, presumiblemente, no podían dejar indiferente al dictador chileno, cuya habilidad y falta de escrúpulos para mantenerse en el poder son capacidades que nadie le discute. Nada, sin embargo, tras la celebración de la última de las grandes protestas populares, parece tampoco más lejos de hacerse realidad que esa réplica política del general a la agitación en la calle.

Chile vive hoy una situación de tablas, en la que ni Pinochet remueve el norte político de su régimen, más allá de insulsas declaraciones prometiendo uno que otro referéndum para no se sabe qué reforma de sí se sabe, desgraciadamente, qué constitución, ni la oposición, pese a formar un frente tan extenso como decidido a mantener sus exigencias dentro del más estricto posibilismo, logra conmover al régimen. Y ese punto muerto lo paga el pueblo chileno con su sangre, tan bárbaramente derramada.

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Las dos únicas posibilidades de evolución hacia la democracia parece que sólo pueden provenir desde el interior mismo de las columnas del régimen o, por vía inducida, por una decidida presión de Washington. Y en ambos casos las expectativas no parecen tampoco excesivamente prometedoras.

La eventualidad de que la creciente protesta popular, el interés que la jerarquía del arma de Aviación tuvo en desmarcarse, con ocasión de las matanzas callejeras del pasado septiembre, de toda responsabilidad en la represión habían alentado la esperanza de que no todo fuera monolitismo en las Fuerzas Armadas, pero la habilidad del dictador, en tantos puntos mímesis de la de quien tantas veces ha proclamado como su inspiración histórica, el general Franco, ha acallado cualquier mala conciencia de los militares chilenos. En este sentido, la probable firma, en fecha no lejana, del acuerdo con la democrática Argentina sobre el canal de Beagle, que, a mayor abundamiento, da sustancialmente la razón a las tesis chilenas, constituye un apreciable apuntalamiento exterior del régimen. De la misma forma, el período electoral norteamericano provoca un profundo punto muerto hasta noviembre, mes en el que se conocerá si el republicano Ronald Reagan continúa en la Casa Blanca, como sin duda deseará fervientemente el ceñudo señor de La Moneda, o hay un relevo, poco o mucho a la izquierda, con la victoria de un candidato demócrata. Unicamente en este caso cabría contemplar la posibilidad de que Washington pesara con alguna intensidad sobre los propósitos futuros de la cúpula de mando chilena.

¿Puede el general Pinochet mantenerse indefinidamente como un visible anacronismo de la historia? Lamentablemente, parece que la historia, incluso la de países relativamente desarrollados y con una notable tradición democrática como Chile, son terriblemente indulgentes con sus propios anacronismos, cuando a éstos los respaldan razones tan contundentes como las bayonetas.

Posiblemente tan sólo cuando el general chileno haya completado lo que considera, sin entrar en mayores profundidades, la institucionalización de su régimen, sobre la base de brutales limitaciones de la participación democrática, será posible ensanchar el corsé del juego político desde dentro. Para entonces es de temer que el pueblo chileno haya tenido que demostrar tan fehaciente como heroicamente su decisión de que los anacronismos duren el mínimo estrictamente inevitable.

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