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La España de don Ernesto

La recopilación de la correspondencia de los autores mayores ha sido y es habitual en la historia literaria anglosajona. Carlos Baker se ha ocupado de realizar esta tarea con uno de los escritores norteamericanos que vuelve a estar de moda entre los aficionados de la lectura novelesca: Ernest Hemingway. La selección de Baker data de 1981, alcanza 40 años -de 1917 a 1961- y acoge 600 cartas, aun cuando se estima que había escrito un número cercano a las 7.000. Hemingway necesitaba comunicarse y, sobre todo, recibir epístolas de otras personas. Este trasiego íntimo le servía de terapia para distenderse en el trabajo de narrador y para no sentir la dentellada de la soledad.Son varios los aspectos de este corpus que han atraído mi atención y por ello los resumo en un enunciado más o menos lógico: el lenguaje empleado, suprimiendo verbos, pronombres y artículos, que viene derivado del uso urgente y puntual del télex periodístico; las referencias admirativas a sus ídolos literarios -Turgueniev y Fielding, dos artistas, según su criterio; las generosas alusiones a los compañeros de oficio, Pound, D. H. Lawrence, Sherwood Anderson, Ford Madox Ford, Scott Fitzgerald y Gertrude Stein, de quien aprendí mucho, afirma-; el afecto imperecedero que guarda hacia Pound y Fitzgerald a lo largo de toda la vida; la carta al cardenal de Nueva York monseñor SpelIman, en la que le dice: "Usted mintió sobre la República española y yo sé bien por qué, pero no será usted papa mientras yo viva"; el escrito que envía al senador Joe McCarthy, el implacable cazador de brujas izquierdistas de 1950, en el que le señala que "es un asco y le pegaré una patada en el culo el día que le encuentre, cosa que será muy saludable e instructiva para usted"; el anuncio, en 1956, de no votar a Nixon debido al historial que arrastra; las 27 maneras diferentes de firmar las cartas, y las 95 cartas en las que habla de España y los temas españoles, si bien sólo una veintena de ellas fueron escritas en estos pagos. Es esta continua referencia española lo que, verdaderamente, me mueve a enhilar los párrafos que siguen.

El novelista peruano Bryce Echenique pone en boca de uno de sus personajes, el inolvidable Martín Romaña, la frase siguiente: "Hemingway no sólo me había enseñado a soñar con este París tan suyo, también me había hecho sentir que amaba a España desde tiempos inmemoriales. Hemingway inventó el Spain is different. Es rigurosamente histórico que Ernest Hemingway sentía predilección, por no decir pasión, por nuestro país, y que el coup de foudre lo recibió en 1919, cuando, regresando de Italia el buque Giuseppe Verdi, en él iba embarcado, tocó puerto en Algeciras. A partir de ese año Hemingway pasó a ser Don Ernesto, hombrón de barba y pelo en pecho, boina en lo alto y bota de vino al hombro -la blusa blanca y el pañuelo rojo al cuello quedaban para los sanfermines-. Desde ese mismo instante se vio habitado por la nostalgia de España.

Con la llegada de los viajeros románticos -desde Borrow hasta Virginia Woolf, pasando por Merimée- la aproximación a España viene motivada por la atracción de un paisaje duro y plural, la situación de subdesarrollo económico- social, la presencia de las tribus de gitanos y el tirón de las corridas de toros. Don Ernesto no escapa a ese comportamiento tópico: lo exótico español, cruce de árabe, judío y cristiano, le capta y arrebata. Pero su visión y sus opiniones afectan a varias parcelas de la realidad española, bien entendido que las calas realizadas nacen o se sustentan en las dos premisas básicas del escritor: mirada larga y oído fino. La asignatura española se halla explicitada en sus cartas a la luz de esa sensibilidad.

La primera sorpresa de Don Ernesto salta en el encuentro con el paisaje español, y en esto, quizá sin saberlo, entronca con la acción reivindicatoria de la generación del 98. Ya en 1923 comienza a afirmar que España es el mejor país que queda en Europa porque no está corrompido y es increíblemente duro y maravilloso; las montañas norteñas semejan dinosaurios cansados, y en los ríos hay truchas, y atunes en la mar; abundan las aguas verdes para nadar y las playas son de deslumbrantes arenas. En otros textos habla de la España polvorienta y caliente, y del frío seco y fino airecillo madrileños, lugar de cielos altos y con un montón de polvo dándote en la nariz. Sus

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La España de don Ernesto

Viene de la página 11 apuntes son recurrentes: España está aún sin destrozar, y es "the real old stuff'. Y añade: sus habitantes, "the only people". Evidentemente, Don Ernesto se fue a la tumba antes de la entrada a saco en el paisaje español por el voraz desarrollismo, incluyendo en éste la especulación inmobiliaria, la desertización del campo, la contaminación urbana y la mas¡ficación desajustada de las áreas suburbanas.Es conocido que los anglosajones son duros de oreja -y de interés práctico- para las lenguas que no son la oficial del Imperio. Don Ernesto, sin embargo, se quedó prendado con el castellano. Tan es así que confiesa hablarlo en casa, en donde Mary, su cuarta esposa, le corrige los defectos gramaticales. Considera que es una lengua bien dificil y recomienda a Quevedo para un correcto aprendizaje. Casi llega a jurar por su madre que, de haber nacido en España, como Santayana, habría escrito en castellano. De ahí que se enorgullezca al saber que la política oficial española de 1956 le considere un escritor español nacido en América. Ese mismo año asiste al entierro de Pío Baroja. Dice, acertada y lacónicamente: "Un escritorazo".

El impacto inicial de Don Ernesto con las corridas de toros lo recibe en 1923. A partir de ahí va a presenciar un buen número de ellas, tanto aquí como en las plazas de América y Francia. Es varón inclinado al riesgo físico y las corridas le parecen, no un deporte, sino una gran tragedia, que requiere más coraje y habilidad que ninguna otra cosa. El carácter épico que otorga a la fiesta le, obligará a estudiar con dedicación, conocer a sus protagonistas y participar en capeas -en una de ellas será cogido por una vaquilla-, ya que su intención es escribir sobre las corridas de toros y su mundo específico. Éstos serán el tema central de dos narraciones largas y varios cuentos. Es más, tal es su afición, que da el nombre de Nicanor. a uno de sus hijos, en recuerdo de Villalta, el reconocido estoqueador. "Las corridas de toros son lo mejor del mundo y lo que necesita un hombre; nunca me cansaré de escribir sobre ellas", repite una y otra vez. Don Ernesto plantea la vida desde un plano absolutamente viril, y las corridas le vienen a confirmar esa posición vital. Centra su aventura personal en la pugna de vida y muerte, y contempla las corridas como algo más allá de lo lúdico o lo profesional.

Su presencia en las guerras es pasada por idéntico tamiz. Las observaciones que hace a título personal con respecto a la República y la guerra civil españolas no dejan de tener interés, ya que se apartan de su tarea de corresponsal y quedan fuera de sus fabulaciones. En 1931 pronostica que no existen posibilidades de una revolución marxista. En 1933 se disgusta de la ceremonia de la confusión española y vaticina que cuando los idealistas en el poder lo abandonen habrá otra revolución. En 1937 afirma que la guerra civil española es una mala guerra, en la que ninguna de las dos partes enfrentadas tienen toda la razón. También reconoce que se han matado obispos y curas, pero, "¿por qué estaba la Iglesia políticamente del lado de los opresores en lugar de con el pueblo y por qué, simplemente, se hallaba metida en política?". En 1939 señala que a los que no eran españoles los llamaban rusos, y "sólo ganamos una batalla: Guadalajara".

Ese mismo año escribiría que Franco podía haber terminado la guerra hace muchos meses, pero ha tenido miedo de dañar a la población civil. En 1940 juzga severamente el comportamiento de los voluntarios ingleses en las Brigadas Internacionales. En 1951 recomienda el libro de Brenan, El laberinto español, para entender la situación política prebélica y expone que comenzó su libro Por quién doblan las campanas cuando la República perdió la contienda. Por último, ya en 1953, sentencia que la que hizo y deshizo a España fue la Inquisición; asimismo, anota que elige a un pescador de Lanzarote -profundamente católico, pero que creía en algo más que en la Iglesia- como modelo para el personaje central de El viejo y la mar. Un español de ficción comenzaba, así, a llamar a la puerta de la Academia Sueca en demanda del Premio Nobel. Se lo concederían al año siguiente.

Toda la gente que conoció a Don Ernesto afirma que era un hombre con coraje, es decir, que plantaba cara a la muerte y se jugaba la vida por una idea, un amigo o una apuesta. Sin embargo, detrás de la figura imponente y brava se escondía una personalidad desamparada ante la sacudida de las depresiones, con el paso del tiempo, más frecuentes. Hasta el simple cambio climatológico le afectaba. En tres cartas habla de suicidio, y en una de ellas, del de su padre, en 1928. Don Ernesto llevó a cabo dos intentos en 1961. En el tercero acertaba, con una escopeta de caza. Tras de sí quedaban escritos dos decenas de libros y la promesa de llevar de excursión al río Misisipí al niño Fritz Savier. Era la mañana del día 2 de julio de 1961 cuando Don Ernesto se negó a seguir viendo salir el sol.

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