La música y las nuevas músicas
A mediados de los años cincuenta, la tradición musical, mucho menos destrozada de lo que se pensaba, proponía al menos el intento de establecer una síntesis entre los múltiples elementos de base que integraban el fenómeno musical. Hoy, sin embargo, estos elementos parecen haberse dispersado en una multiplicidad caótica: las formas aleatorias, los avances de la electroacústica, las síntesis de lenguajes diversos, el boom de la informática, la creación de nuevos géneros y la desaparición de las fronteras entre los ya existentes, la explosión informativa sobre las músicas del pasado, los restos de la música rural, la canción, el rock, pop y derivados, etcétera. Hoy cada vez se hace menos música, se compra hecha, y ya existen muchos oyentes que no sienten simpatía alguna por la música en vivo. Es muy difícil concebir una sola música para el mundo, pese a los avances de la tecnología, y en gran medida se plantea el problema de la creación personal frente a la música sin firma. Mientras exista la diversidad humana habrá músicas para unos y otros, y compositores y oyentes que las vivan de distinta manera. Masificación y libertad individual parecen antitéticas, y Occidente, que intenta terminar con todo lo que no sea él, destruye y conserva al mismo tiempo de manera que la multiplicación de las técnicas puede ayudar también a salir de la tan temida uniformidad y banalización de la música futura.
Empezaré diciendo algo obvio: reflexionar sobre música en general me parece tan complicado que roza lo imposible. Pero ya que lo voy a hacer, me apresuro a decir que no puedo tener la pretensión de ser ni completo ni tan siquiera objetivo: aunque lo intentase, lo que no va a ser el caso, el mero hecho de elegir un punto de vista y no otro implicaría un juicio de valor. Por otra parte, mi calidad de compositor me forzará a dar un enfoque personal, justificativo de mi obra. Pero, hipocresías aparte, creo que esto es lo que ocurre con todo lo que sobre el tema se ha escrito desde los ya lejanos tiempos del Gîtalamkara hasta, permítaseme, mi propia Aproximación a una estética de la música contemporánea.
A fin de cuentas, me parece que no hay otra manera de escribir sobre música, pese a los bien probados deseos de objetividad de muchos. Quizá esa objetividad sea una de tantas presunciones utópicas, recurrentes en arte. Visto así, ya lo creo que se puede y hasta se debe reflexionar sobre música, si de antemano aceptamos lo contingente de cualquier opinión. Como todas lo son, ¿por qué no dar la propia? Al menos puedo responder de que lo por mí dicho es resultado de años de dedicación, esfuerzo y lucha no fácil. Y no me quejo: intuía lo que me esperaba.
Tal y como yo entiendo este hablar de música, me parece obligatorio intentar hacer un repaso del presente musical, aunque sólo sea para evitar equívocos. Ya sé que de todas maneras éstos han de producirse, pero por lo menos procuraré no fomentarlos deliberadamente. Y ruego se me disculpe si se me escapa, que se me ha de escapar, algún adjetivo.
En mi opinión, el presente musical en Occidente estaría compuesto por los siguientes elementos de base:
La tradición de la llamada música clásica, que hoy adopta formas variadísimas. Me limito a dar algunas de las aparecidas en los últimos 20 años, más o menos: las formas abiertas o aleatorias; las consecuencias de la electroacústica en el plano instrumental y, por descontado, en el propio; diversas síntesis de lenguaje -con el pasado, con músicas tradicionales de todo tipo, etcétera; la informática en sus variadísimas formas; los repetitivos o minimal; los intentos por lograr una nueva simplicidad; las supervivencias y transformaciones del pensamiento serial; la creación de nuevos géneros y el progresivo desgaste de fronteras entre los existentes; la reflexión crítica sobre nuestra cultura; la transformación de la figura del compositor y hasta su abolición, en aras de la ecuación creación = vida..., y, por descontado, la impermeabilidad, hostil o no, a todo ello, en aras de un inmovilismo presentado como único canúno... quizá hacia el cementerio.
La gran explosión informativa sobre las músicas del pasado y las provenientes de áreas culturales consideradas como exóticas hasta hace poco.
El fenómeno rock, pop, etcétera, verdadero revulsivo del concepto de lo popular y símbolo de la cultura musical para una parte amplia de nuestra sociedad, a la que, con ceguera y egoísmo atroces, las clases dirigentes habían negado acceso a toda forma de disfrute sonoro; símbolo también, en su origen, de disidencia, hoy un tanto suavizado y eficazmente aprovechado.
Los restos agónicos de la música popular rural, defendida hoy ante todo como signo de identidad, con las excepciones de rigor.
La canción, sentimental u otra, de cuya música apenas si se habla, aunque algunos de sus textos sean considerados por sus partidarios como de gran valor poético.
El pasado musical -el llamado repertorio, fenómeno digno de un estudio aparte-, merecedor de tal nombre sólo por haber sido hecho en épocas pretéritas, pero con el que se nos martillea tanto que apenas si nos deja espacio para vivir el presente.
Los innumerables, inevitables híbridos.
Por si poco fuera, a lo dicho habría que añadir factores que no son específicamente compositivos, pero que inciden poderosísimamente en la música y cuyas consecuencias son, sin duda, perfectamente imprevisibles:
El desarrollo de la informática, sobre todo la no específicamente enfocada hacia la creación e investigación musicales. ¿Qué ocurrirá cuando el ordenador se vulgarice, los programas musicales sean utilizados por los no compositores, las matrices para componer se vendan en el mercado?
La información musical masiva: ¿Quién puede imaginar las consecuencias de lo que ya está empezando a suceder, a saber: que (casi) todo el legado musical del hombre esté al alcance de cualquier miembro de la sociedad occidental interesado en poseerlo?
El bien conocido fenómeno de la aceleración de cualquier proceso técnico en período de formación: de esa aceleración han de nacer incontables consecuencias que no podemos ni sospechar.
La tecnificación de la escucha, que desde principios de siglo ha cambiado notablemente nuestra manera de oír: la música cada vez se hace menos; se compra hecha, como en el chiste. Y esta compra, a la par de haber puesto al alcance de muchísima más gente el patrimonio musical, lo ha hecho de forma tan impositivamente cómoda que hay ya cantidad de oyentes que no sienten simpatía alguna por la música en vivo. No entro a discutir si la cosa es buena o mala. Abrumadoramente: es.
La imposible síntesis
Frente a tal diversidad, -diversidad ha habido siempre, pero el artista del pasado pudo hacerse la ilusión de que su camino era el único, puro e incontaminado-, me parece que cualquier intento de síntesis global es simplemente una quimera. Es, sin embargo, probable que llegue un día en el que deje de serlo: cuando los orígenes de cada manifestación musical pierdan su agresividad diferencial, estén menos cargados de un yo incompatible con otros. Pero creo que aún no estamos listos para ello: nos sentimos demasiado ligados a las distintas fuentes y las vivimos, no como simple diversidad, sino como contradicción, incluso como antagonismo, a veces insalvable.
Mientras esta síntesis llega, el artista tiene ante sí un panorama amplísimo de rincones que descubrir en los que definir su mundo. Durante un período que intuyo largo para los tiempos que corren, me parece que el sendero de la creación no hará sino ramificarse indefinidamente, ofreciendo a quien lo desee mil y una formas de recorrerlo. Desde este punto de vista quizá pueda explicarse un fenómeno de otra manera sorprendente: cómo, tras la soñada unificación de lenguajes que la música tradicional occidental postuló en los años cincuenta, se produce el estallido que los siguió y que he intentado enumerar antes, quizá parcialmente. En Occidente, el barroco italiano, el clasicismo vienés y algún otro movimiento parecido, codificaron tanto un lenguaje musical que lo hicieron aprendible incluso a compositores mediocres, cuyo único mérito fue el de ser discretos epígonos. Algo parecido, aunque -signo de los tiempos- más breve sucedió en los años cincuenta. En nú opinión, sólo hay una pesadilla comparable al de una serie de conciertos con obras de alumnos de Darmstadt en 1955: otra compuesta por segundones del barroco. Naturalmente: el epigonismo existirá todo lo que tenga que existir, aunque quizá no siempre si la creación musical cambiase de sentido mendiante su total conversión en producto manufacturado: un dentífrico no es epígono de nadie.
Alguien podría inferir quizá que sufro de nostalgias multitudinarias. A quien tal piense le aseguro cordialmente que se equivoca. Nunca he creído, y sigo sin creer, en que hoy sea posible una música que merezca con justicia el nombre de multitudinaria. Si la hay, yo no la conozco. ¿Son idénticas las músicas que escuchan las multitudes chinas, indias, africanas, indoamericanas, soviéticas, norteamericanas, occidentales? Si alguna vez ha de haber una música que llegue a todas esas masas y que las conmueva por igual ¡cualquiera sabe cuál será! Lo que se suele llamar calidad, concepto difícil de definir, es seguro no ha de intervenir en el asunto y sí una dosis crecida de azares diversos. Sin ánimo de hacer un chiste, yo puedo imaginar perfectamente que, en una de esas, la obertura de El barbero de Sevilla pueda ponerse de moda en China, como fue el caso con El Mesías en algunas ciudades indias durante la época colonial. ¿Por qué? Por la decisión irreflexiva y autoritaria, no musical, de algún magnate en vena de catequizar ignorantes. La historia está llena de estos y parecidos despropósitos, luego aceptados como si fueran lo más natural del mundo.
Pero, retomando el hilo, ¿será de veras única la música de ese hipotético futuro en donde las actuales antinomias se hayan borrado? A mi entender, no. Quizá peque de ingenuo, pero creo difícil, salvo presiones incalculables, terminar con la diversidad humana. Mientras ésta exista habrá músicas para unos u otros y, sobre todo, habrá compositores y oyentes que las vivan de distinta manera.
Vivir el presente
Lo que estoy escribiendo se empieza a acercar sospechosamente a ciertos relatos de ficción científica. A mi entender, tal cosa no incide en su eventual validez. La ficción científica impregna casi inevitablemente la idea que podemos hacernos de nuestro futuro, aunque sólo sea porque avanza hipótesis que tienen algún elemento real de nuestro presente... y porque la hemos leído. Por ende, puede funcionar, aun sin saberse, como proyecto de conducta, sobre todo cuando corrobora nuestras ideas. Pero la ficción científica suele poner entre paréntesis el presente: quizá de eso se trata. Y vivir el presente musical supone, en mi opinión, atravesar etapas incómodas y a veces de dudosa catadura moral.
Hablaba antes de la presencia y conocimiento de las músicas antaño llamadas exóticas -hoy se prefiere utilizar el término de tradicionales- en Occidente. Con ellas parece ocurrir lo que con las formas de vida que las produjeron: el Occidente desarrollado está ansioso por aprovecharlas al máximo, sin por ello pensar seriamente en un intercambio pleno. Yo no veo, como consecuencias, más que las siguientes:
- La aniquilación pura y simple de esas áreas culturales, que se verán despojadas de su identidad en beneficio nuestro. Ya resulta igual o más fácil de estudiar la liturgia copta en París que en Addis Abeba, pongo por caso; esa aniquilación cultural conllevará muy probablemente la fisica, violenta o no, de sus creadores de origen, al menos en una buena parte. Quizá no sea inútil recordar que tal cosa ha sucedido ya varias veces.
- La toma de conciencia, por supuesto agresiva, de esas comunidades en contra de Occidente. Es dudoso que tal toma de conciencia permita un desarrollo armonioso de sus tradiciones musicales: la presión occidental es tal que apenas si deja resquicio para otra respuesta que no sea la guerra. Y la guerra no ha sido nunca buen caldo de cultivo para el mantenimiento de tradiciones artísticas -en el mejor de los casos, origina otras- Puede haber, además, en esta toma de conciencia, un factor sutil y pérfido: arrinconadas por Occidente, esas áreas culturales pueden muy fácilmente caer en la tentación de cualquier extremismo, creándose falsas ideas sobre sí mismas que les ayuden a soportar su situación de desamparo y ausencia de futuro. Occidente puede estudiar con amor y hasta con pasión las tradiciones musicales de una zona determinada del planeta, y de hecho lo hace. Pero es fácil para un país de esa misma zona oscilar entre aniquilar sus tradiciones propias para así acelerar su occidentalización y tener acceso lo antes posible a las formas superficiales de la cultura dominante y, al contrario, prohibir radicalmente cualquier manifestación cultural que no sea la propia, en aras de una autosuficiencia que ya no es posible en ninguna parte.
- Posturas de compromiso entre las antes indicadas. Quizá la más frecuente sea la de los Gobiernos que presentan sus músicas tradicionales convenientemente aderezadas con un autendo armónico e incluso ipstrumental entresacado de la guardarropía occidental más barata. Recuerdo una emisión televisiva particularmente angustiosa sobre la música tibetana, en la que la obsesión por la falsedad era tal que hasta el decorado era de mentirijillas...
Olvido de la injusticia
Se comprenderá que lo dicho no puede dejar de tener, una vez más, consecuencias imprevisibles en lo musical..., y en lo no musical. Si la fulminante evolución técnica de la música a la que asistimos se basa sobre una gigantesca matanza, real o figurada, ¿cómo saldremos de ella? Los artistas, como seres humanos que somos, tenemos una poderosa capacidad de asimilación
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