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Reportaje:Historias de fin de siglo

Cubalibre de ron

Manuel Vicent

Cuando un cubano viene al mundo, de pronto se entera de que su entierro ya está pagado. No sé si este servicio proporciona al futuro usuario una cierta alegría. Tal vez el no tener que pasarse la vida luchando por conseguir un féretro aceptable sea algo aburrido, pero al parecer los taxistas lo agradecen mucho porque te lo cueátan en seguida.-Aquí te mueres.

-Bien.

-Y la familia puede escoger entre llorarte en casa o llevarte a un establecimiento. En este caso se presentan a domicilio unos funcionarios que te acicalan antes de subirte a un furgón. Aquí todos se van a la etemidad perfectamente peinados.

-¿Y las coronas?

-Eso es aparte. Exceptuando flores y lágrimas, el resto corre a cuenta del Estado. Cualquier ciudadano tiene derecho a dos metros cúbicos de tierra. En los cementerios cubanos tampoco hay clases.

La medicina es casi perfecta

En Cuba también puede uno hacerse enderezar la nariz por pura vanidad sin pagar nada. La medicina es casi perfecta, totalmente gratuita, y abarca la gama entera del dolor humano en su cartilla, desde una simple caries a la operación de cerebro, desde el mero resbalón al caramelo obligatorio que se da a los niños con la vacuna trivalente. La mortalidad infantil ha descendido a nivel de país industrial y la poliomielitis ha sido erradicada por completo. Antes de la revolución, en los bohíos y barriadas de bidones los babalaos de tribu aún ejercían exorcismos africanos. Había una multitud de hechiceros, santeros o sanadores que al terminar la pelea de gallos pasaban una víscera seca de gato sobre la frente de los enfermos para curarles una pústula, algún ataque misterioso y otros males sagrados e innombrables. La visita a un médico racionalista costaba cinco pesos y un limpiabotas ganaba sólo unos centavos bailando la rumba todo el día alrededor de un zapato. Ahora el hospital Centro-Habana, con la traza de un orgulloso rascacielos, se levanta en la curva del malecón dominando las viejas supersticiones. Se trata sin discusión del mejor sanatorío general de América Latina, y eso lo reconocen hasta los que quieren largarse de la isla aunque sea nadando. Allí dentro, las colas sentadas con un papel en la mano, en medio de una pulcritud aséptica, esperan frente a las consultas de cristal helado, mientras arriba los quirófanos funcionan con absoluta modernidad. Se ven pacientes negros, mulatos y gente cenceña, vestidos con una etiqueta de rebajas en saldos Arias repantigados en sillones de estilo Bauhaus.

-¿Dónde puedo comprar Le Monde?

-De eso, nada.

-Es que a un servidor le gustaría contrastar opiniones.

-Lea Granma.

-Ése es el periódico del partido comunista.

-A ver si se entera usted. En Cuba sólo existe la libertad de ser un perfecto revolu cionario.

En su degradación capitalista, uno, que tiene el corazón sensible, al final reconoce que pedir Le Monde en ciertos lugares del planeta no deja de ser una mariconada. Un elegante liberal rodeado de niños tísicos sin escuela, un demócrata europeo inscrito en la comisión parlamentaria de Derechos Humanos paseando con un pañuelo en la boca entre mendigos un poco leprosos puede acercarse al kiosko de la selva y reclamar incluso el Herald Tribune, pero vio debe quejarse si no vuelve vivo al Hotel Hilton. A estas alturas hay una cosa clara. Los derechos humanos empiezan por la barriga.

Sobre la carnosa arboleda de Cuba vuelan los albatros rayando la mar, planean con una solemnidad funeral las auras tiñosas y en la deshabitada autopista de ocho carriles que va hacia la playa de Varadero ruedan ladas soviéticos y chevrolets de los años cincuenta con las puertas anudadas con alambres. A la salida de la ciudad, mulatas con macuto ponen el dedo al borde (de la cuneta meneando el trasero. En el campo se alternan meticulosas vaquerías, plantaciones de pitas, cafetales y extensas formaciones de caña. Ya no existen bohíos, sino pequeñas viviendas de ladrillo, de una austeridad aseada, entre plátanos familiares y cocoteros. En la primera página del, periódico, como un parte de guerra, viene todos los días la marcha de la zafra con los porcentajes de cumplimiento. Y desde la ventanilla del Coche uno lee en los grandes cartelones las consignas políticas, que son enormes frases crispadas en medio de la dulzura de un paisaje de palmas reales, cedros, pinos, majayas, guayacanes y ceibas maternas. Cuba está en pie de combate y esa tensión de la lucha revolucionaria hace contraste con la mórbida densidad de los vegetales, con los lentos ademanes del guajiro, con la pastosa sensualidad de la brisa. De camino hacia Varadero, en la provincia de Matanzas, se suceden campos de deporte, escuelas de pioneros, colonias de descanso oficial, y todo aparece cuidado como un jardín. La gente menos adicta al régimen también lo dice.

-La revolución no se ve en La Habana, sino aquí.

-El trópico es verde, un color muy agradecido.

-No lo crea usted. Esto era un yermo.

-¿De quién?

-De alguien que tendría una mansión en el Vedado. Los países subdesarrollados son enanos de cuerpo raquítico y cabeza muy gorda en forma de gran ciudad.

-¿La Habana?

-La Habana, Río de Janeiro, Buenos Aires, México D. F. o El Cairo. El campo está desierto. Todo el mundo coge su lata y se va a vivir en los suburbios de la capital. El primer trabajo de nuestra revolución ha sido fijar a los campesinos sobre su tierra.

-¿Son ésos?

-Véalo usted. El paisaje de Cuba está lleno de pobladores. Debajo de cada plátano hay un agricultor.

La playa de Varadero es un estrecha península de 30 kilómetros de longitud, y a los interesados en asuntos feudales les conviene saber que este paraíso era propiedad de un solo señor, el ínclito Du Pont de Nemours, magnate norteamericano de la industria química. Un buen día, este rey absoluto de los polvos cayó por la isla, vio que el edén estaba en oferta y, en un acto de amor, lo compró por cuatro perras gordas. A continuación lo fraccionó en parcelas y las revendió, centuplicando el valor, a hoteleros de su país y a gente de la alta burguesía azucarera, y él se reservó la n-útad de la península para su placer exclusivo y allí elevó un palacio de piedra y maderas preciosas que sólo habitaba un par de semanas al año. Desde Miami se dejaba caeren avión sobre su aeropuerto privado, una mulata le hacía la manicura frente al mar y luego partía hacia otra residencia en la tierra. Penetra uno en aquella posesión y cree que va a encontrar todavía a un adán de origen siboney dormítando a la sombra de una palmera o al propio Dios Padre en guayabera júgando al golf. Sin duda el autor del Génesis era un exagerado. Con unas pocas verduras de río sembradas en medio del gran terregal de Irak labró un sueño de inmortalidad, pero la plenitud del instante no se halla ya en aquel huerto de la, Biblia, sino en Varadero. Ésta es una creación que a la naturaleza le ha salido. redonda.

Una estética de desahucio

Uno se tumba allí boca arriba con la mirada fija en un coco y el sentimiento de la perfección posee al turista. El vidrio del agua contiene en su interior azul algunos matices violetas, está alanceado de reflejos verdes, rosas, cárdenos, en franjas sucesivas de plata que alargan la lengua hasta la arena finísima, de un blanco harinado. Sólo el cielo permanece estático como una categoría de Platón, no con el rigor del diamante grecolatino sino con la blandura camal del Caribe. Hoy la playa de Varadero parece un balneario para agüistas que han sido titanes en el corte de caña, pioneros con sed de porvenir, reatas de esforzados productores y otros elementos oficiales. Ha quedado en el aire todavía una estética de desahucio. Los dorados reyes partieron hacia el exilio, fueron incautados. Ellos abandonaron estas moradas que un día plantaron alrededor del fortín de Batista, villas coloniales con columnas dórico-jónicas y balaustradas pompeyanas con frescos de delfines descascarillados. En las terrazas de los hoteles medio desiertos, donde hay expedicionarios canadienses e italianos, cantan mulatas de voz pastosa. En la biblioteca del palacio del señor Du Pont, con sus libros aún en los anaqueles se ha instalado un restaurante atendido por camareros vinculados.

-¿Qué es la revolución?

-Esto.

-¿La langosta con salsa?

-No exactamente, sino que la pueda comer ese negro con su familia sentada en estas sillas de caoba. Y que el señor Du Pont haya sido fulminado con un simple decreto. Y algo más.

Cuba tiene 10 míllones de habitantes. Después de pasear unos días por la7 calle y de sorprender espontáneamente toda clase de gestos se llega a la evidencia de que un tercio del censo se dejaría hacer picadillo antes de rendirse otra vez a los norteamericanos. Luego está esa capa media de la sociedad que trabaja, cobra y no se entera de nada, aunque se muestra feliz de tener la medicina pagada, el entierro gratuito y que sus hijos puedan llegar a ingenieros sin soltar un duro. Finalmente, hay un resto de cubanos que desearía abandonar la isla aun nadando a braza.

Una epopeya

Hoy es domingo en La Habana, y a media mañana la catedral, como siempre, está vacía. En una capilla contigua un cura joven dice la misa a dos docenas de fieles. Predica el misterio de la cuaresma y las virtudes de la abstinencia con sutilezas de amor y teología, que suenan de forma extraña en lo desolado del templo. Los devotos son todos viejos. Parecen neófitos de una secta rara acogidos a un madero de naufragio, aunque exhortar a la abstinencia en Cuba puede ser la clase más elevada de mística. Éste es un pueblo cuyo orgullo espartano permanece 25 años sometido a bloqueo. Nadie carece de lo básico, pero los alimentos terrestres, no celestiales, están racionados, y la única moral es la resistencia a toda costa. La gente vive abrazada a su cartilla, donde las Estas de frijoles, azúcar, arroz, carne, pollo, harina, camisas, zapatos, se escriben en la bodega del barrio como salmos del socialismo.

Puede que algún turista se deje arrastrar por ciertas contradicciones: grandes escuelas del Estado y el deslumbramiento de la putita con un mechero, magníficas conquistas en la cirugía y algún médico que cambiaría el bisturí por un bolígrafo, seguridad ciudadana y mercado negro de dólares alrededor de los hoteles. Aun con la pequeña corrupción y toda la picaresca, la obra que Cuba está levantando es una epopeya. Hay que ir allí para verlo.

-Oiga, ¿puedo leer Le Monde?

-No.

-¿Por qué?

-Porque eso, en ciertos lugares del planeta, es una mariconada.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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