El síndrome francés
La geografía y la historia condenan a España y Francia a vivir juntas, según señala el autor de este artículo, quien comenta que las relaciones entre ambos países "parecen haber salido del tiempo y el espacio". A la insolvente autoseguridad francesa se opone una inadecuada autoinseguridad española, y una cita de Luis Buñuel ilustra a la perfección estas conflictivas relaciones: "Los españoles saben todo, absolutamente todo, sobre la cultura francesa, y los franceses no saben nada, absolutamente nada, sobre la cultura española".
Las relaciones entre España y Francia parecen haber salido por completo del tiempo y del espacio. Inexorablemente, y con independencia de sus protagonistas del momento, repiten un movimiento pendular que las lanza desde el desánimo a la euforia sin solución de continuidad, y de nuevo hacia atrás, de la exaltación a la exasperación, también sin transición alguna. Es un vaivén tenaz, al menos visto desde la parte española.El balancín corre ahora otra vez, con la velocidad que ya le conocemos, a precipitarse en la tensión y en el reproche a causa de ciertas dificultades que en las negociaciones halla el ingreso español en el Mercado Común y por culpa, sobre todo, de haberse mentado la posibilidad de concesión de estatuto de refugiado político a ciertos etarras. Alarma esta última legítima si no se magnifica. El ametrallamiento galo a pesqueros españoles le dio el empujón final.
Pero, como siempre, la obsesión por Francia cobra en España caracteres ingentes sin que Francia se dé cumplida cuenta de ello. Madrid se enciende sin que París se entere. Ningún español bien informado debería rasgarse las vestiduras por esto. Para aplacar su ira no tiene más que acordarse de que lo mismo acontece entre Lisboa y Madrid.
Hoy día, los nuevos agentes de estas frágiles relaciones bilaterales de Estado a Estado, de sociedad a sociedad o de pueblo a pueblo que nos ocupan, son desde hace poco más de un año dos Gobiernos socialistas, uno en París y otro en Madrid, protagonistas que quisieran sin duda poder detener su movimiento continuo, que va y vuelve de lo óptimo a lo pésimo, como ya queda dicho más arriba. Difícil cometido.
El presidente Felipe González emprendió a principios del año pasado la única iniciativa posible al respecto: la de una diplomacia exterior con Francia, no contra Francia. Quiso mejorar los vínculos hispano-franceses con una política de globalización de asuntos, pleitos y problemas. En el proceso de aplicación de esta idea, que impulsó el ministro de Exteriores, Fernando Morán, se llegó a logros, y fueron los mayores, entre ellos, dos: un cambio de rumbo respecto a la ampliación del Mercado Común por parte de Francia -que ahora acata la inclusión española, aunque le anteponga un duro regateo- y un enfoque francés del terrorismo vasco menos egoísta. Hubo que gastar en ello un año entero y tuvieron que invertirse en su consecución dos entrevistas al más alto nivel, ambas con el presidente François Mitterrand, en sendas visitas al palacio del Elíseo del rey Juan Carlos y del presidente del Gobierno español, amén de cumbres y un sinfín de viajes de ministros. Alemania Occidental también arrimó el hombro, sostienen en círculos solventes parisienses.
Pero lo que importa. de verdad es que la edificación de unas relaciones franco-españolas normalizadas es factible y que el andamiaje logrado en un año está en pie, y "al volver de atender al teléfono no se halla el patio raso, raso", como en el terrible poema en que Henri Michaux describe la imposibilidad de construir nada.
La herencia del franquismo
Para hablar de Francia es obvio que en España se consumen grandes cantidades de emoción. Ya sabemos que los franceses han mostrado un extremado celo en interponer toda una escalada de peros a la transición española antes de concederle una patente de democracia que nadie les pedía. Y que algunos de ellos no acaban de hacerse a la idea de que el sistema de libertades está definitivamente asentado al otro lado de los Pirineos. ¿Vuela una mosca en España? La primera pregunta en París será si es demócrata o involucionista. Pero también es comprensible esta actitud después de los 40 oprobiosos.
Durante años, la dictadura franquista fue una especie de saco terrero para entrenamiento de la izquierda francesa. Estaba muy a mano y facilitaba una buena hipótesis de escuela para el estudio de los regímenes autoritarios, aparte de constituir un buen engrudo para unir a manifestantes de movimientos dispares. Ahora bien, en los mismos años, Francia acogía a exiliados españoles e incluso les repartió algunos lectorados y becas, de suerte que una buena parte de la generación de 40 años que está hoy en el poder o en la oposición centrista completó su formación en París.
Inyecciones de excitante
En su soberbia, fulgente y desordenada etapa actual de libertad, la Prensa española no traga ni una sola rueda de molino de las que le da a comulgar la nación vecina. Pero asimismo es cierto que a veces parece inclinada a poner inyecciones de excitante a la agitadísima, irritada y turbulenta relación transpirenaica, que, según es notorio, no las necesita para alcanzar altas cotas de alteración y nerviosismo.
Las autoridades francesas tienen que dar satisfactorias explicaciones por el grave incidente pesquero de estos días y las españolas han de pedir con firmeza la promesa de que no volverá a ocurrir, pero es evidente que no toda Francia ametralló a toda España, como pudiera creerse al oír algunos comentarios.
Es verdad que los franceses son muy propensos a cargar sobre sus hombros, por iniciativa propia, la bola moral del mundo y reparten consejas e imparten lecciones. Pero también es verdad que ciertos españoles se muestran abocados a prestarles atención como para poder flagelarse más a gusto. Los primeros tienen una insolvente confianza en sí mismos; lo he podido comprobar durante los 10 años que viví en París. Los segundos padecen una inadecuada desconfianza de sí mismos y encima sufren del síndrome francés. Se echa de ver que en principio no van bien juntos, pero la geografía y la historia les condenan a comprenderse. Esto se ha dicho ya, pero esto es así, y hay que repetirlo.
Lo que le pasa a la opinión española es que no se fía. La derecha francesa traicionó en su día a la derecha española. Después de prometer el oro y el moro en un viaje a España en 1978 plagado de recepciones y atenciones, el presidente galo Valéry Giscard d'Estaing inventó para aplacar a los agricultores del Sur un nuevo vocablo y concepto en las dilatadas negociaciones de ingreso español en la Comunidad Económica Europea: la palabra pausa. No tuvo ni siquiera que emplearla. Un periodista adicto se encargó de fijar por medio de ella el sentir del presidente.
Los indiferentes y los hostiles
Como era de esperar, el suceso tuvo lugar al sur del Loira, río que separa en Francia a los indiferentes de los hostiles a la admisión española al Tratado de Roma; al Norte del Sur, corriente de agua muy importante en la política europea y en las costumbres: a su derecha están prohibidos los toros; a su izquierda, permitidos.
El viraje brusco de un francés tan elegante y culto dejó amoscados a los observadores españoles para una temporada, y la suspicacia todavía dura.
Por el momento, los socialistas franceses no han cometido traición. François Mitterrand, en aquel momento líder de la oposición, había terciado para decir que "no se puede tratar a España como a un acordeón". Se mantuvo después el tribuno fiel a este lema improvisado, y aunque hubo que traerlo a Madrid para que sopesara toda la gravedad del caso terrorista, no se le pueden echar en cara compromisos incumplidos.
Acertada y divertida fue la respuesta que el fallecido cineasta Luis Buñuel dio a una pregunta sobre las relaciones culturales entre Francia y España. "Es muy fácil", replicó, rápido: "los españoles saben todo, absolutamente todo, sobre la cultura francesa, y los franceses no saben nada, absolutamente nada, de la cultura española". Acertada en su época, esta boutade ya no refleja la realidad hoy día.
De la misma manera que, ya sea el paso del tiempo, ya sea la decadencia de la cultura francesa, ya sea nuestra mayoría de edad, nos ha curado del síndrome francés en lo cultural, circunstancias parecidas y otras deben sanarnos del mismo síndrome en. lo político. Que los franceses hagan un mayor esfuerzo de atención y que los españoles lo hagan de contención, pero sus relaciones tienen que salir de la dinámica de la sierra, de desenvolverse sólo a base de altibajos y sobresaltos, para hacerse adultas.
Es insuficiente la postura francesa en cuanto a control del terrorismo vasco y en cuanto a libre circulación de camiones y trenes. Es inadmisible que la Armada francesa dispare a pesqueros españoles. Pero es mejor hacerlo saber desde la serenidad que desde la algarabía.
Ramón Luis Acuña es periodista; fue delegado de la agencia Efe en París desde 1978 a 1983.
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