Las memorias de Madrid
Cuando yo vine a residir a Madrid en 1940, Francisco Umbral tenía cinco años. Mi barrio estaba hacia el Norte, en la Castellana, en la que no había irrumpido todavía el caudal horrísono y polucionante del tráfico. Rodaban los pesados tranvías en la curva de la glorieta haciendo temblar nuestra casa. El general Concha apuntaba con el dedo desde su caballo a un objetivo impreciso y distante mientras miraba distraidamente hacia el otro lado. En el basamento de su estatua, en un bajorrelieve, don Felipe Uhagón, de chistera y levita, cumplimentaba como alcalde de la Villa de Bilbao, al general libertador que entró en ella a la cabeza de sus tropas liberales el 2 de mayo de, 1874. Hace justamente un siglo. ¿Quién, de los millares de viandantes apresurados de hoy, sabe siquiera el nombre de este ilustre militar encaramado en su montura y asfixiado por la incesante marea automovilística?Tenía en esos años la Castellana un sosiego espacial que invitaba a recorrerla a pie. En la casa en que yo residía, las dos plantas inferiores habían pertenecido al palacete que don Cristino Martos levantó en los años de la Restauración, "en las afueras de la capital", para recibir a sus numerosos amigos políticos. Había un solo vestigio pictórico del estadista granadino que se mantuvo a honesta distancia de la Monarquía de Cánovas. Era un techo pintado con aurora rosada y angelotes matutinos que ostentaban en su vuelo una cartela con las iniciales: C. M. El asombroso libro de Umbral me ha traído la memoria de este tiempo de la posguerra civil, contemplado a través de su cristal, que se tiñe a veces de colores cambiantes; se torna de espejo plano en espejo deformante, cóncavo o convexo. Escucha el gran memorialista, en su itinerario madrileño, sonidos inaudibles para el profano. Percibe aromas gratificantes o hedores imposibles. Puebla los cauces secos del Manzanares con pululantes tribus de miseria y dolor. Recorre y describe la periferia del Madrid hambriento y en expansión. Vive con intensidad apasionada la búsqueda de su vocación, entre mil frustraciones y rechazos, tecleando sin cesar la máquina creadora de pensamiento, es decir, de su estilo.
¿Qué es la literatura? Umbral la define varias veces a lo largo de su ingente- libro. "El lenguaje literario es un lenguaje que ha perdido la, memoria colectiva". "La literatura es un lenguaje de palabras desmemoriadas". "Hay
que optar entre pensar y escribir". "El que lo piensa todo primero, no escribe nada después". "Escribir realiza hasta físicamente al que escribe". La pala bras del lenguaje se utilizan y acaban por transmutarse a través del escritor, cobrando un sentido diferente. Esa alquimia del lenguaje que modifica la sus tancia del vocablo y la añade connotaciones líricas, es la raíz del estilo personal del autor de la Trilogía. Estilo inimitable pero destinado a clavar un hito en la historia de nuestra prosa con temporánea. La Trilogía abarca un elenco milenario de persona jes y situaciones. Es un inmenso fresco simultáneo y contradictorio de nuestra grande y abigarrada ciudad. Un intento de captar, en escenarios múltiples, la unidad del tiempo vivido y del tiempo evocado. El siglo que describe Umbral empieza en Galdós y Menéndez Pelayo y acaba en Tejero, pero ese largo período de años contiene un hilo que descifra el laberinto en su aparente incoherencia. Cada uno de nosotros tiene su siglo propio que contar o soñar y que generalmente no coincide con el arbitrario numeral del calendario romano.
¿Por qué tienen tan sugestiva lectura las Memorias que comento? Quizá por la resonancia especial que ofrecen sus páginas a quienes hemos vivido -y perdido- los tiempos que evoca o inventa el autor. "Todo libro es una paciente exploración de sí mismo", escribe Jean Guehenno. "Pero los libros que valen y duran son aquellos en los que al lector, leyéndolos, le parece escuchar, de pronto, el eco de su propia voz". Y es que uno de los resortes vocacionales más importantes del escritor y del novelista es sentir la curiosidad e interés por los demás. Sin esa generosa observación del otro no hay un gran libro posible. La Trilogía pertenece a ese género que Proust llamaba el "libro interior repleto de signos desconocidos". La Trilogía es una inacabable reflexión solitaria de memorias acumuladas.
Umbral clasifica las novelas en novelas-suceso, novelas-tesis y novelas-metáfora. Pero existe, asimismo, otra manera de agruparlas, como la de los libros en los que se puede entrar, como en un gran edificio, Por cualquier puerta o ventana posible, pues en cada página existe un relato, juicio, paisaje o miniensayo suficiente en su plenitud literaria; y la de los libros que requieren un seguimiento ininterrumpido, so pena de convertirse en un galimatías inexplicable. La Trilogía tiene esa primera característica: cada página se autoabastece a sí misma. Marías lo llama "calidad de página". Los miniensayos son como fulgurantes y brevísimos atisbos, sobre un tema marginal que aparece de pronto en el texto simplemente abocetado. Recuerdo, por ejemplo, el que define el arte como interpretación, no como creación. "El creador, más radicalmente creador, no es sino un intérprete afortunado, un virtuoso del instrumento que lo esperaba: paleta, música, idioma". Los caminos del arte abstracto y la deshumanización del arte son, asimismo, examinados: "El arte abstracto es la terminal de la pintura; el punto de llegada". "El arte siempre ha sido una deshumanización. Pintar las cosas cuando son menos ellas. Cuando están en trance ¿le transmutarse por sí mismas. Escribir, pintar, hacer arte es sorprender las cosas en su momento metafórico". "La hora del Tiziano es el instante del atardecer en que las cosas son extrañas a sí mismas".
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La visita al Museo del Prado, con los análisis de pinturas y pintores de la pinacoteca madrileña, son, asimismo, interesantes. "La España negra se divide en dos. La negra ritual y la negra festiva". Francisco Umbral va emparejando, desde Velázquez, Murillo y El Greco hasta Bayeu y Goya a los pintores del pasado con los pintores del presente: López, Barjola, Picasso, Juan Gris, Nónell, Liébana, en las típicas dicotomías hispánicas.
Otro sabroso contenido de la Trilogía son los paisajes de la ciudad. Son entrevistos, casi sin descripción, pero se hacen presentes en cada episodio. Se ha dicho con reiteración que los paisajes son estados de ánimo, en cotejo con la revelación einsteiniana de que el observador- de un sistema, espacio-tiempo, influye en el fenómeno observado. Los estados del alma del escritor madrileño son cambiantes y constantes. Baroja, al que critica Umbral con despiadado encono, es uno de los mejores paisajistas del Madrid suburbial de comienzos de siglo, en la serie de sus relatos y novelas de esa época. Los múltiples espejos de la Trilogía reflejan en visiones instantáneas los momentos de Madrid; las tardes de invierno en que el Retiro se convierte en un paisaje de Watteau, o el repentino fulgor con que, en la inminencia del ocaso, millares de ventanas de un rascacielos brillan al unísono en el oro anaranjado de la despedida al sol.
"En este libro he tratado de contar un siglo de Madrid, a mi aire. El que yo he vivido", escribe Umbral al término de su recorrido. Muchos de los retratos o juicios sobre personajes reales o inventados pueden resultar exagerados e injustos; apasionados y discutibles. A mi entender, ésa es la parte menos importante de las Memorias, la más perecedera. Encambio, es decisiva la carga de ironía y de compasión que rezuma este libro. Hay en él un punto de eclecticismo y perspectiva que quita agresividad a los juicios de valor sobre hombres y cosas. La óptica que se aplica en la Trilogía a las cuestiones políticas acaba diluyéndose en una reflexión estética que desapasiona el relato y el retrato. También es significativo el tratamiento que se hace del tema femenino, constante ritornello en estas Memorias. Pese al extenso y nutrido repertorio mujer no es un libro erótico, y menos pornográfico. El memorialista se acerca a la mujer con respeto, con cierto temor, con el regusto de idealizarla, con la nostalgia de lo efímero y cambiante, en la eternidad del amor humano. Las Memorias de Madrid son un breviario del madrileñismo real, no fingido, del siglo XX, reveladores de muchos secretos de la Villa y Corte. Y ¿no es el encanto de un libro el que nos llene de interrogantes el espíritu cuando acabamos de leerlo?
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