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Reportaje:HISTORIAS DE FIN DE SIGLO

Havana Club

Manuel Vicent

Veinticinco años después de la revolución, el cabaret Tropicana ya no es un casino de juego, pero el espectáculo musical se conserva íntegro como una reliquia folklórica, aunque ciertamente ha sido fregado con detergente, ese poderoso Ajax que persigue la suciedad hasta la última fibra. La tropa de fascinantes mulatas cuyo cuerpo excede la perfección agita en una batidora la bellísima pulpa de sus bajos con el mismo frenesí de aquellos dorados tiempos de la putrefacción, sólo que ahora en las mesas hay muchos soviéticos de cuello macizo con corbata ancha, delegaciones yugoslavas y ejecutivos revolucionarios de diseño angolano, y tal vez eso le quita a la danza la inspiración que exhala el vicio. Tropicana parece un bolchoi rodeado de cocoteros donde el gran demonio hembra del Caribe realiza una tabla de gimnasia sólo con el vientre y da la sensación de que si una rumbera equivoca el paso la mandan a cortar caña.Dentro de este patio tropical, huríes de chocolate penden de las pencas de las palmeras reales, y en la oscuridad fosforecente se desarrolla una función total, que es mezcla de fruta y carne: senos de mango, muslos de guayaba, sexos de papaya, profundas lenguas de mamey, hirsutos pezones como punta de pitera y un perifollo de piña en el vestuario desnudo. La selva repica en un granizado de bongoes. ¿Acaso fuera de aquí será tan hermosa la revolución? Las mulatas bailan en las copas de los árboles al ritmo de las maracas y luego bajan a rebañar tu plato con sus caderas. Se prohíbe tocar. Esto no es la revolución, sino la puerta turística por donde se entra todavía en La Habana.

-Señoras y señores, el colectivo Tropicana...

-¿Qué ha dicho?

-No sé. Algo que suena a fábrica de uralita.

-El colectivo Tropicana tiene el gusto de ofrecerles a ustedes...

-Ha dicho colectivo.

-¿Te parece mal?

La presentadora anuncia el espectáculo con unas palabras en español, que seguidamente traduce al ruso y a algún otro idioma del Este lejano. Por último, como a regañadientes, también lo habla en un inglés que suena a gafe. Ahora llega el número esclavista, un misterioso danzón aborigen, y la noche de Cuba no puede ser más dulce. Mientras una pareja realiza al pie de los tamarindos con atlética sensualidad el rito de iniciación, sin saber por qué, uno se entretiene pensando en Hemingway, aquel barbudo de la escopeta que tuvo la habilidad de estar en el sitio exacto en el momento oportuno, por ejemplo, en el Floridita de La Habana cuando detrás de la barra reinaba absolutamente el famoso barman llamado Constante, de origen catalán.

La fórmula del daiquiri

Con el mismo decorado de estilo Regency y cubiertos con sellos de Hamburgo, el restaurante-bar Floridita permanece abierto a medio gas en la esquina de la calle Obispo, en el casco viejo de la ciudad, donde antiguamente el dueño consiguió ligar el ron con los zumos de la tierra hasta crear en el séptimo día esa prodigiosa luz de los hébridos que se dice daiquiri. Constante había convertido la barra en un tablado y sobre él ejercía de malabarista con la coctelera. Por la mañana salía a la pista vestido con pantalón negro, camisa blanca con lazo, chaquetilla de esmoquin y delantal ceñido para ejercer una misa rodeado de acólitos. Aquí agarró Hemingway, insigne borracho, las cogorzas de mayor lujo y tamaño. En honor de aquella destiladora humana se conserva un busto en el rincón donde se sentaba.

Ernest Hemingway había caído por primera vez en La Habana hacia el final de los años veinte, pero desde 1932 estableció en la isla sus temporadas fijas de pesca. Iba detrás del pez aguja y, a su vez, eso le servía para remediarse de la ley seca de su país. Se hospedaba en el hotel Ambos Mundos, un establecimiento de aire colonial, junto al puerto, entre la plaza de Armas y el abrevadero de Floridita. Abriéndose paso en una densidad de mendigos azabaches y contrabandistas de ron, en medio de la marinería y el color excitante de la misería, sólo tenía que recorrer la angosta calle Obispo y ya podía empinar el codo. Ahora, en la rotonda de Floridita, camareros estatales de etiqueta que se mueven con aires de bedeles en un museo, sirven las copas de antaño con una mansedumbre socialista. En las mesas hay matrimonios suavones con hijos gorditos, turistas de reata, comisiones que hablan de pancartas y manifestaciones, gente solitaria un poco devastada, parejas que se morrean, y en el ambiente están las sombras de otros viajeros ilustres que se apearon aquí en aquellos años. Jean Paul Sartre, Tennessee Williams, Samuel Elliot, también dejaron huella en esta institución de bebidas, y el barman Antonio Meilan, que aún llegó a tiempo de llenarle el depósito a Hemingway, es el punto de unión entre dos épocas.

Tampoco el caldo de este barrio es el mismo. Hoy nadie en La Habana pide limosna, no se ve un solo harapo, el espectáculo de los niños de barriga inflada o de los pordioseros alcohólicos dentro de un cubo de basura ha desaparecido. La muchacha de trasero más vistoso puede cruzar toda la ciudad a las dos de la madrugada pidiendo guerra con la boca entreabierta y llega intacta a casa. Si usted apuesta que la van a violar, pierde. Los comités de defensa de la revolución, formados por vecinos, realizan un servicio de vigilancia en cada manzana durante la noche, en un turno riguroso, como las imaginarias de un cuartel, y una red de 1.000 ojos fríos al acecho establece un control ciudadano de alta seguridad. La violencia callejera ha sido borrada de raíz, la droga podría ser un helado de Coppelia, y si aquí uno quisiera picarse heroína en las venas, lo tendría que hacer con un plátano después de permanecer una hora en la cola, porque en Cuba hay colas en todas partes menos en las iglesias, pero cualquier taxista presume de tener un hijo ingeniero y los descendientes de los barrenderos de Batista ya son médicos, maestros o veterinarios, aunque se matan por un bolígrafo.

En las calles de La Habana Vieja, declanada por la Unesco patrimonio de la humanidad, fluye una pastosa animación de mulatas cucurumbez con la lazada del pañuelo en la cabeza, cruzan los coches desvencijados de matrícula estatal y no hay un transeúnte que no vaya o venga del trabajo. Los viejos edificios de las compañías de exportación colonial, los bancos de mármoles imperiales, son museos, escuelas, bibliotecas u oficinas un poco siniestras repletas de burócratas con carpeta, y en los vestíbulos hay carteles con consignas e imágenes de los héroes con barba. Por allí se mueven hormigas disciplinadas que no han abandonado el manoseo dulzón de esta latitud. En el jardín de una plazoleta, un asturiano de 80 años aún se agarra a la vida por lo libre dando la vuelta a un centavo con los tendones de la muñeca, y en el corrillo de este sacamuelas se ha establecido una polémica. El viejo mira alrededor, avizorando a la pasma, y luego murmura bajando la voz:

-¿Quiere que le diga una cosa? En este país no se puede vivir. Yo tenía un carro de alquiler y con él hacía lo que me daba la gana. Ahora te señalan el camino.

-¿Y usted qué opina, compañero?

-Yo soy negro. Y mire usted, voy bien calzado, llevo una camisa limpia, como todos los días y estudio Ciencias Exactas. Al presidente Batista, que era mulato, los yanquis no le dejaban ni entrar en el Havana Yacht Club sólo porque tenía la piel un poco prieta. Si hacían esto con el presidente...

-Hermano, los negros honrados siempre fueron aceptados en Cuba.

-Muchas gracias. Pero yo me dejaría matar por la revolución.

-Allá usted.

Escolares de pantalón rojo

Para un recién llegado no creyente, aun que de buena fe, la primera impresión visual de La Habana es la de una ciudad llena de escolares. Continuas formaciones de niños de primer grado con pantalón rojo desfilan por las aceras o juegan detrás de las verjas de todas las grandes residencias incautadas en la zona del Vedado, y grupos de pioneros con pañuelito o estudiantes preuniversitarios con uniforme amarillo lo pueblan todo, y parece como si la juventud encuadrada en las aulas se hubiera apoderado de un campamento. Otra cosa es que un turista con un simple mechero, frasco de perfume, pantalón vaquero, braga de seda o blusita de encaje pueda hacer maravillas en el corazón de una mujer. Hay una manera de ver la realidad al modo de Hemingway. A él le excitaban las costumbres salvajes y pintorescas. Había estado presente en los puntos cruciales de este siglo. Fue bohemio en Montparnasse, reportero en la Gran Guerra del 14, se movió en el Madrid de las Brigadas Internacionales, entró en París antes que los tanques de Leclerc, en 1945, para asaltar las bodegas del hotel Ritz después de dejar como regalo un cajón de bombas en el estudio de Picasso, y en 1940 había comprado ya una casa en las afueras de La Habana, sobre la comba de la bahía, y allí vivió rodeado de medio centenar de gatos. Del rastro de cada aventura dejó un libro, y en 1959 consiguió fotografiarse abrazando a Fidel Castro, y aunque no iba de yanqui por la vida, Cuba sólo era un Havana Club. Hemingway bajaba todos los días del poblado de San Francisco de Paula, donde tenía su casa vigía llena de libros, cuernas de antílope, cabezas de cernícalo, de rinocerontes y otros inocentes abatidos por él. Cruzaba la ciudad hasta la otra parte del Morro para llegar al puerto pesquero de Cojímar y allí le esperaba amarrado el yate Pilar. Se arreaba cuatro copazos de bucanero y luego zarpaba en busca del pez aguja y de esa experiencia a lo El viejo y el mar, una parábola escueta de la lucha inútil contra la adversidad.

Cojímar es un pequeño pueblo en torno a una deliciosa rada de barcas varadas, de mulatos a la sombra de los tapangos y de ancianos silenciosos con sombrero de paja. En las almenas de un castillejo hay soldados que vigilan la costa mirando como tensos alcotanes el horizonte de Miami, y alrededor existe una soledad de brisa platanera. En el comedor La Terraza, cuyas cristaleras vuelan sobre el agua, aquel gran bebedor tomaba su daiquiri de ron, nieve y pomelo. Sentado ahora aquí, uno puede pensar en ciertas cosas, por ejemplo, en aquel viejo que salió a pescar, cogió un emperador de gran tamaño, lo trincó esforzadamente en la borda y volvió a puerto sólo con la raspa. También podría suceder que el viajero, después de cruzar el océano, llegue a Cuba, se pasee por sus calles, hable con la gente, interprete las miradas o los silencios, escuche la propaganda y vuelva a casa sin enterarse de nada.

Lo único cierto es que aquella Havana Club de Hemingway ya no existe, ha naufragado en una botella de ron. La revolución cubana levanta unas pasiones demasiado agudas, ya que por esta isla pasa la falla sísmica del Tercer Mundo. Hay que venir aquí con la virginidad en los ojos y contemplar lo que hay realmente entre la dulce carne batida de Tropicana y los daiquiris de Floridita. Y luego contar lo bueno y lo malo a los amigos.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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