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La identidad nacional

Invitado -probablemente en mi condición de granadino- a participar en un reciente programa de televisión que tenía por objeto discutir, o quizá ensalzar, la figura de Ángel Ganivet, temo haber causado una ligera perturbación calificando de deleznable el contenido ideológico de su famoso Idearium español. Expliqué entonces, muy por encima, la razón de mi perentorio juicio, y no me parece que sea inoportuno agregar aquí ahora, en este momento, algunas puntualizaciones.Para empezar, un hecho. Deleznable o no, el Idearium español es un libro de éxito grande y sostenido, un libro que continúa editándose y vendiéndose, es decir, que ejerce una amplia atracción sobre el público lector y que además ha tenido ecos muy notables fuera de España misma. En la ocasión referida recordé que esos ecos se perciben con toda claridad en la también popular y en su día influyente Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea, y que el escritor norteamericano Waldo Frank escribió un libro bajo el ganivetiano título de Virgin Spain, al que antepuso como lema una cita del Idearium, cuya tesis capital es que, pese a su fecundidad histórica, la madre España conserva intacta su virginidad, y que después de haberse derramado en empresas exteriores (entre ellas, nada menos que el descubrimiento y colonización de América), lo que tenía que hacer por fin era concentrarse en sí misma y realizar ya su autenticidad nacional.

El supuesto obvio es aquí que España consiste en una esencia todavía nunca encarnada (y a propósito de encarnación, Ganivet confunde el dogma de la de Cristo con el de la inmaculada concepción de María, quien por excepcional favor había sido engendrada sin la tacha de pecado original, para, llevado de su entusiasmo, encontrar en la devoción española hacia este último dogma un reconocimiento de nuestra virginidad nacional). Tal supuesto -el de que la nación es una esencia- no pasa de ser aplicación tardía en España de la teoría nacionalista formulada a principios del siglo XIX por Fichte y los románticos, reaccionando contra Napoleón y asumiendo el espíritu revolucionario por él difundido para promover la integración de los países alemanes en un cuerpo político, moderno.

El espíritu revolucionario que Napeoleón difundió por Europa postulaba el principio de soberanía popular -o nacional, pues ambos adjetivos fueron usados indistintamente-, proclamado en la Francia de 1792 contra el Antiguo Régimen de los privilegios aristocráticos. La burguesía, que había medrado dentro del marco del Estado monárquico absolutista, reclamaba ahora para sí, en cuanto pueblo o nación, el poder hasta entonces personalizado en el rey. Este nuevo sujeto de la soberanía -el pueblo o nación- era evidentemente una entidad mejor o peor aglutinada a base de las poblaciones diversas que el azar de guerras y alianzas conyugales regias había reunido bajo una corona a lo largo de un par de siglos o tres. El punto de referencia de su identidad no es otro que el Estado dentro de cuyos límites territoriales se había formado, y hacia el que transfería la lealtad antes debida al rey. La que los historiadores suelen denominar edad moderna está desplegada en el concierto -o desconcierto- de naciones ajustadas al modelo de las monarquías renacentistas de España, Francia e Inglaterra. Cuando Bonaparte, como ejecutor testamentario de la Revolución Francesa, desbarata el viejo orden monárquico en Europa, surge en Alemania, que yacía en el mausoleo del Sacro Imperio Romano, la ideología nacionalista destinada a instrumentar la incorporación de los países de lengua germánica en un Estado moderno.

El mismo camino seguiría Italia. Y hasta la fecha de consumación de la unidad italiana puede decirse -y así lo han dicho los estudiosos que se han ocupado del tema- que el pensamiento nacionalista funcionó en el mundo como instrumento ideológico de integración política, mientras que de ahí en adelante, y de manera ostensible a raíz de la primera gran guerra, cuando el desarrollo tecnológico exige una reestructuración de las relaciones de poder en organizaciones mayores a escala mundial, la ideología nacionalista actúa cada vez más, por lo contrario, en un sentido disgregador.

Entre tanto, ¿qué ha ocurrido con España? El caso es que a nuestro país, donde se estableció precozmente, con su Estado monárquico, el molde nacional, este molde le viene ancho, por un lado, y por el otro, demasiado estrecho. Demasiado estrecho porque, apenas lograda la llamada unidad nacional, se extienden en medida incomparable por la otra orilla del Atlántico los territorios de la monarquía, y en ellos, la lengua castellana, quedando así muy rebasado o desbordado el molde originario; pero al mismo tiempo le viene ancho el modelo nacional en la Península misma, porque, debido a causas cuya complejidad nos impide abordar aquí, el crecimiento burgués fue muy débil, y por eso nunca llegó a cuajar en ella un pueblo provisto de conciencia nacional homogénea en términos similares a la alcanzada en Francia.

Si bien se mira, la nota dominante en las Cortes de Cádiz estuvo dada no por representantes de una casi inexistente burguesía, sino por aristócratas y clérigos ilustrados, es decir, por los miembros de una minoría intelectual formada, en España como en el resto de Europa, por la filosofía política contemporánea, de donde provenía su liberalismo y también ese democratismo nacionalista o patriotismo en el que -¡doloroso equivoco!- confluía la reacción popular antinapoleónica, que según es bien sabido, no era tanto antifrancesa como antiliberal y monárquico absolutista. El triunfo de esta reacción abatiría y barrería a los doceañistas, cuyo incipiente y frustrado nacionalismo viene a coincidir con la disgregación del imperio español, y los territorios desmembrados, al erigirse en Estados independientes, adoptan mal que bien las instituciones y fraseología de la democracia liberal vigente en las mejores cabezas del mundo, mientras que en la España peninsular, la persistencia del absolutismo, defendiéndose a ultranza, produciría las convulsiones que llenan su historia en los dos primeros tercios del siglo XIX. Sólo hacia su final, con la liquidación definitiva de las colonias y cuando ya en Europa había cumplido su trayectoria positiva, vendrá a formularse en España de manera plena, y ahora anacrónica, el pensamiento nacionalista, del que el Idearium de Ganivet es ejemplo notable.

Entre tanto, vigente en el mundo entero el dogma nacionalista, había ido constituyéndose fuera de España una imagen particular, individualizadora, de este país, a partir de la valoración de nuestro teatro del Siglo de Oro por los románticos alemanes, completada con la estampa convencional que se formaba en la mente de los viajeros ingleses y franceses, encantados ante el espectáculo de pintoresco exotismo que nuestro atraso les brindaba en una tierra tan próxima y, sin embargo, tan ajena, tan misteriosa, imagen de identidad nacional asumida pronto por los españoles mismos. Pero por más que éstos, mirando a España con ojos enajenados, aceptaran el estereotipo y procurasen ajustarse a él, hasta la generación del 98 no me parece que pueda encontrarse aquí una expresión resuelta y -diría yo- denodada del nacionalismo. Esa generación tomó en sus manos y dio vuelo teórico, al mismo tiempo que patetismo literario, al llamado problema de España, convertido ahora en rabiosa manía ("me duele España en el cogollo del corazón", declamaba Unamuno; "Dios mío, ¿qué es España?", se preguntaba Ortega, y Menéndez Pidal ponía a contribución sus saberes filológicos para construir un espíritu nacional o Volksgeist español con muy cuestionables interpretaciones cidianas.

En resumidas cuentas, los hombres de esa época, aun procedentes de regiones diversas, vinieron a forjar un concepto de España que estaba centrado en la supuesta Castilla imperial, alimentándolo con una retórica que desde el refinamiento más exquisito de los grandes prosistas y poetas desciende hasta la baratura de esos signos de la hispanidad que son las carabelas y tizonas, crepusculares soles de Flandes, leonas de Castilla, damas del armiño, sillones frailunos, bargueños y demás mueblería renacimiento español, adobado todo el guiso con las especiosas salsas y sales folklóricas que tonadilleras patriotas derramarían.Y apenas los jóvenes de una generación posterior, beneficiándonos de los efectos que -por otro lado- había producido, al modernizar culturalmente el país, el programa europeizador de aquellos hombres egregios, intentábamos rebasar en nuestras actitudes los moldes mentales del nacionalismo atosigante, la catástrofe de la guerra civil sumiría de nuevo a España en la regresión intelectual que sólo ahora, en estos años últimos, en estos mismos días, se está pugnando por superar.

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