La búsqueda del equilibrio hidráulico / 1
Por adelantado pido excusas al lector por insistir y abundar en la exposición de algunos problemas hidráulicos con que se enfrenta nuestro país en el momento presente. Sólo la seguridad de que una gran parte del público carece de la información más elemental sobre unas cuantas realidades que inciden de manera inmediata sobre nuestra economía, sobre nuestra integridad como país y hasta sobre nuestra vida cotidiana, me autoriza a investirme del papel de pregonero de tan capital asunto.El problema del agua en España es uno de tantos que nuestra comunidad tiene que abordar para encararse al futuro; es un problema que tiene su número de orden -anterior a éste y posterior a aquel otro- y cuya resolución completa (si es que puede haber para él una solución completa) depende de tal número de decisiones y actos que, sin duda, escapará al paríodo de nuestras vidas; un problema, por si fuera poco, que tal vez no adolecería de ninguna urgencia de no ser por dos circunstancias, en cierto modo ajenas a él: de un lado, la sequía, y de otro, la remodelación jurídico-política que el conjunto de la comunidad española se ha propuesto abordar en nuestra época.
Concedo que ha de parecer poco menos que una salida de tono el que considere la sequía como una circunstancia ajena a la ordenación hidráulica de nuestro territorio, cuando en la mente de. casi todos anida la idea de que la sequía es la causa de muchos de nuestros males, y que nuestro trabajo sería mucho menos arduo y nuestra riqueza sustancialmente más cuantiosa a poco que la naturaleza se mostrase un punto más pródiga en sus precipitaciones peninsulares. Pero la sequía es un concepto estadístico, y como tal, procedente de un dato que es variable sin dejar de ser constante; constantemente variable o -mejor aún- variablemente constante. O por decirlo de otra manera: variable en el espacio de un día, semiconstante en el espacio de un año y poco menos que fijo en el espacio de un siglo.
Si de alguna sobrehumana manera una comunidad española pudiera obtener de la naturaleza el compromiso de que cada año cayera sobre la Península, de forma constante, la máxima precipitación anual registrada a lo largo de un siglo de aforos, esa comunidad no estaría menos abocada a trazar y desarrollar un plan integral de ordenación hidráulica de su territorio a lo que lo está la nuestra, sólo aparentemente coaccionada por la versatilidad de la lluvia.
En un reciente artículo me permití señalar que la presunta culpabilidad de la sequía es el mayor mal provocado por la sequía. La sociedad, para vivir en el estado de inocencia, ha de encontrar a los culpables de los desastres, pero cuando culpa a la sequía de una insuficiente dotación de agua lo vuelve todo patas arriba; pues la culpa sólo es de la sociedad por demandar por encima de sus recursos y por ignorar, en un momento de abaundancia o de estricta satisfacción de la necesidad, que todo mal social se ha de resolver socialmente, sin necesidad de apelar a las fuentes de la naturaleza.
Si por aquel sobrehumano compromiso la naturaleza garantizase las máximas precipitaciones estadísticas sobre nuestra Península, una gran parte de nuestro país seguiría necesitando más agua de la que tiene a su disposición; por decirlo de una manera paradoxal, si España no padeciera de la sequía seguiría padeciendo la escasez de agua, pues la sequía, en nuestra presunta era tecnológica, se ha de medir más por la cantidad de agua que precisa el ciudadano que por la que recibe del cielo. Y la mente política del actual gobernante está, sin duda, ocupada, principalmente, por la figura de un futuro hombre español, dotado de todos los atributos físicos y espirituales que hoy se consideran imprescindibles para constituir una ciudadanía digna y no menesterosa.
No creo que para este caso sea decente apelar a la tradición, a los usos atávicos o a la particular y poco menos que sacra cultura de un país que en buena medida vive del secano. Cualquiera que sea el uso que le quiera dar, el español ha de tener a su disposición esos 1.000 metros cúbicos de agua al año que se reputan imprescidibles para poder llevar una vida limpia y sana, y poco más, y que para una planificación política constituyen el parámetro dominante, por encima de todos los datos locales y de las consideraciones históricas.
Así pues, nuestro país precisa de un plan que se proponga como objetivo más general dotar a los españoles, y a sus descendientes inmediatos, de la cantidad de agua que exigen los cánones y, sea para alinearse con los países desarrollados e industrializados, sea para formar parte de la civilización occidental con todos los papeles en regla, sea para constituir una comunidad peculiar y distinta a las demás, pero con los mínimos niveles de vida garantizados.
Este posible plan -y cualesquiera que sean los principios que lo informen y las metas que pretenda alcanzar- se enfrentará ineludiblemente con dos órdenes o familias de obstáculos que, en principio, se oponen a la, por llamarla de una manera un tanto enfática y utópica, igualación hidráulica de nuestro territorio. De un lado está la naturaleza, que ha engendrado nuestra Península con una constitución muy diversa y desigual en todos los dominios: España es tanto una diversidad de climas como de suelos, y sin olvidar aquel principio básico que señala al primero como el principal determinante de un paisaje, es evidente que el segundo factor -la naturaleza del suelo- puede ser elevado a la categoría del primero mediante la intervención del hombre, capaz de crear -con la aportación de agua, único medio hasta ahora conocido para tal transformación- un clima artificial que permita la creación del paisaje que más le convenga.
Los estudios de carácter estadístico realizados por los organismos especializados, y en particular por el Centro de Estudios Hidrográficos, dependiente del MOPU, han demostrado de manera suficiente y convincente, y sobre la base de unos aforos y unas medidas de precipitaciones atmosféricas que cubren todo nuetro territorio, y en algunos casos se remontan a más de un siglo, que el agua que cae en España es más que suficiente para cubrir la demanda de la sociedad para un futuro bastante amplio, con un alto grado de industrialización y una ampliación muy considerable de las áreas de regadío, hata una fecha situada en la mitad del próximo siglo, más allá de la cual no debe extenderse nuestra previsión. Pero todos somos conscientes de que de ese volumen de agua dulce la mayor parte se pierde porque vierte directamente al mar; otra, aunque detenida y regulada por los embalses, ha de correr la misma suerte, tras un período de retención, por falta, una vez satisfechas las necesidades locales, de una infraestructura hidráulica que permita transportarla a aquellos puntos donde pudiera ser utilizada, y una tercera, que es aprovechada plenamente para los usos consuntivos de la población, sean domésticos, industriales o agrícolas.
escritor, es ingeniero de Caminos, Canales y Puertos.
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