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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La industria del secuestro

AUNQUE EL secuestro por móviles económicos no sea una figura delictiva históricamente original, el espectacular crecimiento de esa actividad criminal en nuestro país durante los últimos tiempos (véase el reportaje publicado en las páginas 18 y 19 de este mismo número de EL PAÍS) constituye una alarmante realidad y un síntoma preocupante. En su obra clásica sobre el bandolerismo andaluz durante las décadas centrales del siglo XIX, Julián Zugasti describió ya la proliferación de los secuestros con rescate, confirmación de que las cosas nuevas bajo el sol escasean grandemente en el ámbito de los comportamientos humanos y de los conflictos morales. El tránsito desde un país predominantemente rural a una sociedad urbanizada ha cambiado también las características de las asociaciones delictivas, de la manera de perpetrar los secuestros y de la inserción social de las víctimas, pero no ha modificado sustancialmente la pauta de esas conductas criminales. Aunque el bandolerismo abandone las técnicas artesanales para convertirse casi en una industria, sus objetivos continúan siendo los mismos.El secuestro del futbolista Enrique Castro, popularmente conocido por el apodo de Quini, mostró a la opinión pública, hace dos años, que las criminales operaciones en que se pone precio a la vida de un hombre no son patrimonio exclusivo de las bandas terroristas. A lo largo del último año se han registrado oficialmente en nuestro país 17 casos de secuestro, sin que pueda precisarse el número de tentativas frustradas y sin que tampoco sea descartable la existencia de otras historias resueltas a espaldas de la policía. Quienes encuentran consuelo en realidades peores podrán esgrimir, en descargo de esa alarmante cifra, que la situación española no resiste la comparación con Italia, donde se han perpetrado, a lo largo de los últimos veinte años, cerca de 600 secuestros. Según fuentes del Ministerio del Interior, cabe descartar, al menos por ahora, que ese mercado negro del crimen esté controlado en nuestro país por bandas organizadas. Los éxitos obtenidos por la policía en los casos del futbolista Quini, del empresario Raimundo Gutiérrez y de José Francisco Verdia, hijo de un industrial, son insuficientes si se los relaciona con los secuestros que han terminado trágicamente o con pago del rescate, pero abren cierto margen a la esperanza de una mejoría sustancial en los métodos de investigación de nuestros servicios de seguridad.

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La crisis económica, el desempleo masivo y el sombrío horizonte que para las nuevas generaciones significa el paro juvenil se encuentran en el trasfondo de ese crecimiento general de la delincuencia que el retraso técnico y las luchas intestinas de los cuerpos encargados de la seguridad ciudadana no logran contrarrestar con la eficacia deseable. La contradicción entre la reforma humanizadora de la normativa legal, referida especialmente a los requisitos y plazos máximos de prisión preventiva, y una administración de la justicia anclada organizativamente en el siglo XIX, ha sido sectariamente denunciada como única causa de un fenómeno de orígenes complejos. En el caso de los secuestros, José María Cuevas, secretario general de la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), ha esbozado la imaginativa hipótesis de una eventual correlación entre esa manifestación criminal y el desarrollo de la economía sumergida. El funcionamiento de industrias golfas al margen de marcos legales, contratos vinculantes y documentación fehaciente propiciaría los ajustes de cuentas entre unos agentes económicos que no pueden recurrir a los tribunales cuando alguien incumple su palabra y que tratan de cobrar sus deudas mediante extorsiones y secuestros.

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