La necesaria 'reconversión' de la población
España es grande, es uno de los países más extensos de Europa, y de los que tiene menos población por kilómetro cuadrado: 67, frente a los 97 franceses, 187 italianos, etcétera. Pero, si somos pocos superficialmente, es porque nuestra tierra es también menos fructífera: en superficie arable, nuestra densidad es superior, por ejemplo, a la francesa. La mayoría de nuestro territorio es improductivo a los niveles europeos, lo que ha contribuido a la despoblación del campo y a convertirnos en uno de los países más urbanizados. El absurdo preneolítico criterio de juzgar la capacidad poblacional por los kilómetros cuadrados se confirma también por la emigración de países menos densos a más densos, como es el caso de la misma España respecto a Europa.Se dirá entonces que la población no debe medirse en relación a la capacidad de producción del suelo, sino a la industria. Esto ha sido y es aún verdad en determinadas circunstancias y países, como el Reino Unido y Japón, que han llegado a importar más de la mitad de sus alimentos. Pero el resto del mundo se va industrializando, y denuncia ese pacto, colonial de recibir productos industriales por sus materias primas, que necesitan para sus crecientes poblaciones.
Por otra parte, la creciente automatización emplea cada vez menos obreros, cuya proporción en la población decrece si no se evita la maquinización y se mantiene el trabajo penoso y poco productivo, antisocial y antieconómico, como ciertos sistemas dictatoriales.
En España, la incapacidad de la industria para absorber la mano de obra agrícola sobrante desde la década de 1950, incluso en los años de expansión económica, mantuvo en nuestro país la discriminación laboral de la mujer, y en nuestros días se agrava también para con los viejos y los jóvenes, principales víctimas de un constante aumento del desempleo.
La ausencia de puestos de trabajo para una población sobreabundante obliga a crear falsos empleos, innecesarios sobre todo en la esfera de servicios colectivos, municipales y estatales. El resto de los. ciudadanos no sólo tiene que soportarlos alimentándoles, sino someterse a un dis-servicio creciente por su parte, ya que, para hacerse necesarios, intervienen en su vida en forma tan excesiva y superflua como su mismo número.
Más aún: a cualquier nivel, la eficiencia, la productividad, por ahorrar trabajo, es el mayor crimen en un país superpoblado, ya que elimina puestos de trabajo. Por lo demás, el trabajo ineficiente es siempre alienante. Se realiza, sí, porque en los países superpoblados no hay esperanza de encontrar otro empleo mejor, pero no se concibe ya como una realización personal, sino como una carga insoportable; no como un servicio, sino como un modo de poder fastidiar, como lo está uno mismo, a todos los demás. Cualquier parecido con nuestra realidad no es pura coincidencia.
Erosión y contaminación
La pobreza del suelo se pone cada vez más de manifiesto cuando una población creciente intenta sobrevivir de una tierra cada vez más ingrata a los cuidados recibidos (rendimientos decrecientes). Surge así una aversión hacia la tierra, que se erosiona y empobrece todavía más y es abandonada para refugiarse en las ciudades.
Al recibir en poco tiempo muchos campesinos, lo que no da tiempo a urbanizarlos, las ciudades padecen en su ser cultural y físico. Para emplearlos, se ven obligadas a implantar cada vez más industrias, incluso las más contaminantes. Su tamaño desmedido, consecuencia también de ese aumento poblacional, les impulsa a emplear formas de transporte asimismo muy contaminantes. Los índices de erosión y contaminación españoles son de los más altos.
Las crisis en las que está presente la superpoblación son muy sangrientas, ya que la sangría de hombres constituye un elemento clave para su solución. De ahí que se organicen guerras para que los jóvenes puedan cumplir con el entonces concebido como su primer deber: morir por la patria (o por determinados ideales). En los países más pobres, incapaces de exportarlas, las guerras son civiles, internas.
En esta línea se organizan también tribunales inquisitoriales, religiosos o políticos, que depuran, liquidando, con las razones del lobo, la población sobrante, con el aplauso o al menos la resignación ante lo inevitable, como mal menor, del resto de los ciudadanos.
En ausencia de estos mecanismos oficiales florece una refinada criminalidad común o política (terrorismo) de individuos o grupos. No es ya sólo que "la vida no vale nada", sino que se ha convertido incluso en un antivalor, porque la misma inflación, el exceso de vida, la hace invivible, -y se grita "¡Viva la muerte!".
Con estos criterios, no parece, por desgracia, difícil adivinar si España ha estado o no superpoblada en los últimos tiempos.
Es difícil concebir un signo más claro de superpoblación que la emigración, y este solo hecho nos da también una idea clara de la gravedad y antigüedad de nuestro exceso de población. Fue querer tapar el cielo con la mano el pretender atribuir a una misión imperial, evangelizadora, o incluso al deseo de aventuras la emigración de millones de nuestros compatriotas. Nunca debiéramos olvidar que somos ya más de 41 millones los españoles, aunque más de tres millones estén fuera de nuestras fronteras.
El que en nuestros días ese flujo emigratorio se haya frenado, e incluso invertido, no indica, como en la Italia o el Japón de la posguerra, una renovada capacidad poblacional de nuestro país, sino que, en el contexto de la crisis mundial, constituye un rápido y notable agravamiento de nuestra superpoblación.
Emigración y autonomías
El capitalismo ha creado el mito de la fuerza de trabajo, que, como el antiguo esclavo o pieza de Indias, no tiene raíces, es uniforme, intercambiable; y ha disfrazado de promoción el destierro, el desarraigo de un trabajador y su familia de su ambiente nativo, natural. Una cierta política que confundía la unión con la unidad, y que culminó con el franquismo, favoreció la migración interregional, con fines, a veces confesos, de etnocidio cultural.
Hoy, el profundo cambio de las circunstancias técnicas y económicas hace ya impensable unas nuevas migraciones internas masivas para aliviar ciertos desequilibrios poblacionales regionales. Y además hay una toma de conciencia creciente, tanto por las regiones receptoras como por las emisoras de población, de que el hombre no es una mercancía que se manipule según meros intereses económicos, sino que la solidaridad nacional exige que cada cual pueda encontrar una vida digna en su propia tierra, lo que disminuye, pues, la capacidad poblacional del conjunto en un momento dado.
Las familias tradicionales necesitaban engendrar cinco y más hijos para que al menos sobrevivieran dos en la edad adulta. Todavía en 1920 moría en España uno de cada cinco niños antes de llegar a su primer aniversario (hoy, 10 veces menos). Con el control de la mortalidad, las familias fueron practicando el correlativo control de la fecundidad. El resultado ha sido que han engendrado menos hijos que nunca, pero, aun así, han conservado más hijos que nunca, y la población española se ha duplicado en los últimos 80 años, agravando los problemas de nuestro país en la forma señalada.
Los responsables de este desfase no son las familias, que en las distintas encuestas realizadas han declarado querer menos hijos de los que han tenido, reconociendo así el estar psicológicamente superpoblados, sino los que han exaltado el tener muchos hijos para engrandecer la patria, para proporcionar mano de obra (barata), para alcanzar la salvación (de ciertas superestructuras), y quienes, para completar este lavado de cerebro poblacionista, prohibieron las técnicas anticonceptivas que habrían facilitado la adecuación del tamaño de la familia a las nuevas condiciones sociales.
La crisis general española, comprimida en los últimos 40 años (y muchos anteriores) se ha destapado, en trágica coincidencia, como la del año 1931, al mismo tiempo que una crisis mundial, hoy todavía más grave. Esta crisis interna y externa, al disminuir las posibilidades económicas, equivale a un multimillonario aumento de la población.
Ante estas circunstancias, el pueblo español ha reaccionado espontáneamente y ha restringuido más su natalidad desde 1977, estando hoy ya en tomo al crecimiento cero. Así no se siguen agravando los problemas por su aspecto poblacional, pero debemos aquí también des-desarrollamos, disminuir el número absoluto de nuestra población hasta cifras compatibles con nuestra ecología, nuestra economía y nuestra convivencia pacífica y democrática.
Como hoy ya no están de moda los tradicionales poblacionistas paupericultores, ni tiene apenas eficacia el bendecir o dar premios a las familias numerosas, los demógrafos tradicionalistas como Chaunu o Ferrer Regales piden más natalidad, para evitar, dicen, tener países viejos, gerontocráticos, incapaces de cambio. ¡Sospechoso progresismo!
En efecto: los hechos muestran que, en general, las naciones líderes del cambio técnico y cultural son las más viejas, que en realidad no han envejecido, sino madurado: con una población casi estacionaria están llegando a un promedio de unos 30 años, es decir, de adultos jóvenes. Lo que es viejo es la mentalidad autoritaria de esos críticos que, como Platón y todos los ideólogos educadores, desean mantener o recrear poblaciones aniñadas, con promedios de 20 años o menos. Y mientras por una parte prohíben trabajar a los mayores de 65 años, y a tantas mujeres, jóvenes y adultos, todavía tienen el descaro de hablar del peso de los viejos, cuando además el peso de la dependencia global e inevitable es mucho mayor en los países infantilizados que propugnan. Por último, en todo caso, es irresponsable y criminal querer mantener de ese modo un crecimiento poblacional que nos está llevando a densidades insoportables.
Es evidente la responsabilidad que en este desfase cuantitativo y cualitativo han tenido los distintos Gobiernos. Desde 1975 ya no se apela a una política demográfica imperial, expansionista, poblacionista, pero tampoco se ha dicho nunca en serio que las circunstancias hacen hoy que la restricción de la natalidad sea hoy un deber moral y patriótico. Las contradicciones del cambio. son aquí particularmente sensibles. Durante el gobierno de UCI) estas contradicciones eran más explicables que durante el del PSOE, que debería asumir aquí, conforme a su programa, una planificación y reconversión poblacional, mucho más fácil y popular y, a la larga, no menos necesaria y eficaz que la reconversión económica.
es licenciado en Sociología, Filosofía y Teología.
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