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La esencia de la nación

A estas alturas del presente siglo, la definición de una nación por el ser plantea muchos problemas irresolubles. Entre ellos, por ejemplo, el de averiguar si los catalanes son o no son españoles. En la convocatoria del reciente coloquio celebrado en Gerona parecía revolotear este esencialismo. La pregunta misma que le dio título, ¿Qué es España?, se situaba en la tradición automediativa con la que algunos parecieron conectar expresamente al exponer su visión de España "como problema". Tal vez la abundancia de filósofos también pudo contribuir a esa apariencia de tratamiento ontológico de la cuestión.Sin embargo, entre las sorpresas -siempre relativas en este tipo de encuentros- que las jornadas gerundenses depararon, no fue la menor la contundente actitud antinacionalista -y, por tanto, en primer lugar, antiespañolista- de algunos de los participantes venidos de más allá del Llobregat. En relación con otros encuentros similares realizados en el ambiente del antifranquismo (y aun con el que tuvo lugar en Sitges hace poco más de dos años), se echaron a faltar, afortunadamente, los antaño obligados homenajes protocolarios a la cultura catalana, las frases diplomáticas y las citas de Maragall. Por lo visto y oído, el complejo de culpabilidad que el franquismo y sus persecuciones había creado en algunos intelectuales de la meseta no forma ya parte de los resortes psíquicos de miembros relevantes de las nuevas generaciones e incluso de algunos de las antiguas que ejercitan juvenilmente su facultad de pensar. No deja de ser chocante que un coloquio convocado a la pregunta ¿Qué es España? arrancara ya con un acuerdo bastante general -y probablemente no calculado de antemano por todos- sobre el fracaso histórico irreversible del nacionalismo español. De este balance histórico se extrajeron prevenciones respecto a las características comunes de todos los nacionalismos, así como, en varias intervenciones, la constatación de que vivimos en una época en la que los nacionalismos tradicionales están francamente démodés.

El lenguaje irreverente y distendido sobre la esencia de los nacionalismos que predominó en Gerona es indicio inequívoco del creciente agotamiento de la credibilidad y de la eficacia pedagógica de un discurso que hace unos años hacía ostentación de mayor seguridad. En distintas intervenciones del coloquio, los nacionalismos fueron comparados, entre otras cosas, con la religión (por cuanto implican una fe y una liturgia, si es que no una moral), las drogas (que crean hábito), la masturbación, la enfermedad y el ajo (que, tomado en exceso, repite). Tal desparpajo metafórico no es, en el fondo, más que una exacerbación caricaturesca del lenguaje metafísico y ritual que suele caracterizar a los nacionalismos: el que hace hablar, por ejemplo, de la sagrada unidad de España, de la resurrección de Cataluña o de la madre patria (alegoría esta última que puede usarse a comodidad del consumidor).

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Sin duda, sería erróneo colegir que este ambiente es ya hoy ampliamente compartido en los centros de decisión política y en las estructuras del poder, o proceder prematuramente a bajar la guardia. Pero este esbozo de desarme unilateral incontrolado es suficiente para comprobar que cuando se esfuma el contendiente habitual, incluso en la versión comprensiva y autoculpabilizadora que proliferó hace unos años, el nacionalismo de respuesta, en este caso el catalán, pierde brío e imaginación. A falta de antagonista esencial, la inercia nacionalista parece conducir a la repetición de tics a la defensiva. Y de ahí el peligro de que la política de Catalunya endins (Cataluña hacia adentro) practicada en los años ochenta, en contraposición a la Catalunya enfora (Cataluña hacia afuera) del antifranquismo catalán de los años setenta, pueda acabar cristalizando en una pobre repetición de la actitud intelectual de reconcentrarse en nosotros mismos, que para Castilla propugnó en su día la generación del 98.

En todo caso, las simplificaciones con que se pergeñaron unas señas de identidad nacional, diferenciadas y afirmadas necesariamente frente a otra identidad, resultan hoy difícilmente sostenibles ante la incrementada complejidad interior y la interdependencia de las sociedades que aquellos signos pretendían sublimar. La misma contraposición dialéctica entre "nación catalana" y "Estado español" es ya incapaz de dar cuenta de los hechos consumados de que la lengua castellana es tan lengua propia de Cataluña (es decir, de los catalanes) como la lengua catalana, de que la lengua castellana (como saben en Hispanoamérica) no define un modo de ser español, de que la Generalitat de Cataluña también es Estado y de que, con un régimen democrático, el Estado español puede ser tan catalán (o tan poco catalán, si se quiere) como extremeño o asturiano.

La dilución de la identidad nacional ideológicamente construida no es más que el resultado de una creciente pluralidad nacional real de los individuos. Por esta razón, la pregunta ¿Qué es Cataluña? probablemente tampoco habría obtenido respuestas mucho más satisfactorias, en cuanto a homogeneidad nacional, que la susodicha ¿Qué es España? Hoy, más que ser español o catalán, uno puede sentirse, con mayor o menor intensidad, o saberse, o las dos cosas a la vez, pongamos por caso: natural del asfalto barcelonés, plurilingüe, políticamente autonomista, italianófilo, sentimentalmente de los Países Catalanes, consumidor activo de cultura audiovisual anglosajona, ciudadano español, aficionado al flamenco y seguidor del Barça. Y puede uno ser vecino de escalera, consocio de economato o compañero de partido de alguien que se sienta, un suponer, nostálgico del terruño, aficionado a los toros, negado para las lenguas, devoto de la Moreneta y amante del pan con tomate. O infinitas combinaciones más.

El actual abigarramiento natural, económico, político, lingüístico, musical, comunicacional, gastronómico y literario es, pues, incompatible con todo esencialismo nacional. Ante ello, sólo cabe articular un tratamiento que incluya, a la vez, la plena despenalización de todos los nacionalismos y la libertad de sus cultos y creencias (así como la libertad de apostatar), una política de las instituciones lo más laica posible y un fomento general de la variedad para que siempre haya anticuerpos capaces de evitar cualquier excesivo fervor.

es profesor de Historia del Pensamiento Político en la Universidad Autónoma de Barcelona.

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